“Toda
la justicia social descansa en estos dos axiomas:El
robo es punible y el producto del robo es sagrado…” (Anatole France)
1.
Pensar la justicia, un desafío radical y exigente.
La justicia es un continente temático que pone a prueba al filósofo, porque solicita de él no sólo todas sus habilidades exegéticas, sino también su inventiva como pensador. Tiene, en efecto, que recoger la compleja tradición filosófica que se ha fajado con las injusticias del mundo para darles cumplida respuesta, y esa es la tarea del exégeta. Pero precisamente en este asunto no basta la escolástica. Las injusticias siguen dando que pensar, no sólo porque se multiplican sus manifestaciones, sino porque crece la visibilidad de las que han tenido lugar, de suerte que injusticias pasadas que pudieron silenciarse en el pasado, pasan a ser quehacer urgente del presente. El trabajo se acumula.
Luis Villoro, quizá el filósofo
político hispanohablante más notable en la actualidad, contrapone dos
planteamientos contemporáneos de la justicia. Por un lado, un tipo de teorías
que “suelen partir de la idea de un consenso racional entre sujetos iguales,
que se relacionan entre sí, en términos que reproducen los rasgos que tendría
una democracia bien ordenada”(5); y, por otro,
un tipo de teorías que “en lugar de partir del consenso para fundar la
justicia, parten de su ausencia; en vez de pasar de la determinación de
principios universales de justicia a su realización en una sociedad específica,
partir de la percepción de la injusticia real para proyectar lo que podría
remediarla”(6).
Dos maneras, pues, de abordar la justicia:
como consenso racional o como respuesta a la injusticia. No estamos ante platos
diferentes de los que cada cual pueda disponer arbitrariamente, sino ante
teorías situadas, es decir, planteamientos que obedecen a contextos históricos
específicos. La justicia como consenso racional es propia de sociedades
desarrolladas, que han superado umbrales inaceptables de miseria y que se han
sacudido formas despóticas de gobierno. No por casualidad esas teorías del
consenso nacen en el Occidente rico después de
Otra expresión de ese binomio
originario en el tratamiento de la justicia, tomado ahora de la cultura
francesa, nos la brinda la distinción que hace Jean-François Lyotard entre
litigio y “diferendo”. Se habla de
litigio cuando, ante el conflicto que plantea una injusticia entre dos partes,
existe un lenguaje común, unas reglas aceptadas, que permiten imputar una falta
al otro y a éste, defenderse. Son conflictos intrasistémicos. El término “diferendo” lo reserva el autor para
aquellos conflictos en los que quien padece una injusticia carece de
instrumentos para hacerse valer, quedando reducido a la mera condición de
víctima. Eso ocurre cuando “el reglamento del conflicto que les opone se hace
en el idioma de una de las partes, consiguiendo así que el daño que el otro
sufre carezca de significación en ese idioma reglamentario”(7).
En casos de “diferendo” no hay mediación entre las partes, en el sentido de que
lo que es significativo para una es insignificante para la otra. Como las
significaciones son establecidas por la parte dominante con pretensiones de
validez universal, pudiera parecer que lo que la parte dominante establezca
como justo o injusto es entendido por todos. Pero no hay que confundir
invisibilización del significado que tienen y dan las víctimas con
universalización del sentido que dan los dominantes o del sentido dominante. Un
caso muy claro de esta confusión se puede ver en la percepción social de la
esclavitud. La valoración del mundo civilizado –es decir, la repulsa que nos
produce ese longevo fenómeno histórico- ha sido construida por los
abolicionistas, por aquellos de los nuestros que en lugar de seguir con la
tradición familiar de la trata de esclavos, se rebelaron contra ella, la
denunciaron y la combatieron hasta conseguir abolirla. Pero este meritorio
discurso oculta lo esencial, a saber, la valoración de la esclavitud por parte
de los esclavos. Entre la experiencia del esclavo y las prácticas
abolicionistas hay un abismo, un “diferendo”,
porque tienen lenguajes incomunicados debido a que el único que vale es el del
abolicionista que, en cuanto lenguaje, es el mismo de los esclavistas.
Lyotard cita como casos de conflictos en clave de “diferendo” a Auschwitz y la lucha de clases. Auschwitz es un claro ejemplo de lo impensable, es decir, de la distancia entre lo pensable y lo que tuvo lugar. Ese acontecimiento no fue pensado porque era impensable, escapaba a los tipos de mal conocidos en la historia de la (in)humanidad. Pero tuvo lugar. Ese abismo entre lo impensable y lo que tuvo lugar, el acontecimiento, pone al pensar ante un desafío colosal del que tiene que hacerse cargo si no quiere convertirse en actividad insignificante. El prestigio del logos depende de cómo responda a ese desafío. El otro caso se refiere a la lucha de clases, es decir, al hecho de una sociedad, la burguesa, que tiene el monopolio del lenguaje y que obliga al trabajador, en sus conflictos con el capital, a servirse de ese instrumento o quedarse fuera de juego. Lo que le dice el capital es que él es un ser libre que alquila libremente su fuerza de trabajo. Lo que a partir de ahí le ocurra le podrá gustar más o menos, pero él lo ha querido. El trabajador no encuentra manera de dar a entender que trabaja para vivir y vive para trabajar. Jurídicamente su situación no es la del esclavo, pero materialmente sí. El monopolio del lenguaje burgués no permite expresarse al trabajador, creando entre el capitalista y éste un “diferendo” insalvable(8). Habría que traducir esto a categorías de justicia e injusticia. Lo que se deduce de esta teoría de Lyotard es que hay formas de injusticia que admiten una respuesta porque se verbalizan en un lenguaje común, y otras que no la tienen porque los términos son inconmensurables. Sólo podemos hablar de justicia si hay respuestas a lo inconmensurable, o impensable, que está ahí.
2.3. El equívoco originario.
Otra forma de dualidad es la que se
refiere a la concepción de la universalidad o, si se prefiere, al modo de
tratar los residuos por la universalidad occidental. Me refiero a la polémica
entre el católico Carl Schmitt y el judío Jacob Taubes. Para el jurista
filonazi, Schmitt, la política se define como una “Unterscheidung von Freund und Feind”, es decir, un enfrentamiento
amigo-enemigo. Para evitar toda psicologización del problema (la política no
sería una pelea entre los que se caen bien contra los que se caen mal), el
autor precisa que su concepto de enemigo está emparentado con el hostis y no
con el inimicus, es decir, que el enemigo no es el que me cae mal, sino "eine kämpfende Gesamtheit von Menchen",
es decir, un grupo humano no sólo dispuesto a combatirme o combatirnos, sino
urgidos al enfrentamiento a muerte(9). Ese es el enemigo y, como tal, debe ser
exterminado físicamente. Lo que propicia esa disposición a la lucha no es algo
ocasional, por ejemplo, un litigio sobe las fronteras, sino algo previo y más
profundo: ser diferente. Pero, ¿en qué consiste esa diferencia que se distingue
de lo propio? Schmitt recurre a Platón, en primera instancia, para dar la pauta
a la respuesta: "A los ojos de Platón, sólo una guerra entre griegos y
bárbaros es verdadera guerra, mientras que las luchas entre griegos son del
orden de la stasis (querellas intestinas). La idea dominante aquí es que un
pueblo no puede hacerse la guerra a sí mismo y que una guerra civil no es sino
desgarro de sí pero no significa la formación de un Estado nuevo o de un pueblo
nuevo". Parecería entonces que el enemigo es el extranjero y el amigo el
pueblo de uno. Pero hay un punto de sutileza, muy intencionado, en Schmitt que
no hay que perder de vista. Comentando las Leyes de Nuremberg, de 1935, subraya el jurista el hecho de que la
legislación alemana distinga entre "sujetos judíos y sujetos alemanes del
Estado alemán". Esto indica que el otro puede ser el extranjero y también
un colectivo del interior; que el enemigo puede ser exterior o interior. Digo
que es una matización intencionada, porque lo que trata de justificar Schmitt
desde el Derecho es la obsesión del hitlerismo: que el enemigo substancial es
el judío asimilado, ese sujeto del Estado que es como cualquier alemán...pero
de otra raza(10). No bastan para ser amigo, el nacimiento o el territorio. Lo
decisivo es el parentesco, la etnia, la sangre(11).
Schmitt se inscribe, y la
desarrolla, en una tradición que viene de lejos y que Hegel ha codificado
cuando dice, por un lado, que el Estado es la “totalidad ética” y, por otro, que la relación entre Estados es la
de guerra. En Hegel los míos constituyen esa red social en el interior de la
cual se desarrollan las virtudes cívicas, lugar, por tanto, de la plenitud
ética, mientras que los otros son la amenaza contra la que hay que defenderse.
Del extraño debate entre el filonazi Schmitt y el revolucionario Taubes, se
deduce que el amigo schmittiano tiene pretensiones de universalidad, porque el
enemigo al que se opone nada aporta, nada significa, sino que es la negación de
la comunidad. Esta tesis produce lógicamente rechazo, porque no hay manera de
casar la negación total del otro con la pretensión de universalidad.
Todo se aclara, sin embargo, cuando Taubes
tira del hilo escatológico que hermana a los dos extremos que tanto él como
Schmitt representan. Ambos interpretan la universidad desde el horizonte
apocalíptico, es decir, desde el convencimiento de que el tiempo del mundo, y
no sólo el del hombre, tiene un plazo, un límite. Lo que pasa es que uno lo
hace de acuerdo con un prejuicio católico y el otro mesiánico. Para el católico
Schmitt la universalidad conlleva negación de ese otro, enemigo substancial,
que es el judío. Cabe pues pensar la universalidad como exclusión.
Taubes considera a Schmitt un
pensador católico por excelencia. Católico significa universal, y hay que
referirse al catolicismo para entender el tipo de universalidad que domina en
Occidente. El teólogo Erik Peterson escribe que “
Lo que Schmitt ha captado bien es que el tiempo es limitado. Entonces no cabe la indefinición, hay que tomar decisiones(13); por eso la política es decisionista, las tome uno (dictadura) o muchos (parlamento). Eso es la concepción apocalíptica. Lo que pasa es que ahí caben dos actitudes: la catekónica o la escatológica, la que mantiene la situación o la que adelanta el final. La primera es excluyente (excluye al judío y con él al resto); la segunda convierte al otro en el eje de la acción (teoría de la projimidad). En ambos casos lo decisivo es la suerte del “resto”: ¿lo sobrante o el punto de vista privilegiado desde el que abordar el todo?
2.4. Entre el tribunal de la
historia y la justicia del singular
Franz Rosenzweig ocupa un lugar
especial en la filosofía, porque -al igual que Heidegger- arriesga un juicio
crítico sobre el conjunto de la filosofía –von
Jonien bis Jena-, pero con la diferencia de que no esconde sus cartas.
Lo que en su opinión caracteriza al
pensar occidental, en su conjunto, es un idealismo que se resuelve en
totalitarismo: pensar bien es apropiarse de ese elemento determinante que
llamamos esencia, remitiendo lo demás al
baúl de lo secundario o accidental. El crédito que damos a la esencia y el
descrédito que endosamos a los otros elementos o accidentes, revelan la
querencia totalitaria de la filosofía idealista. Sólo es significativo lo
esencial, siendo lo demás secundario. Pensemos lo que ha ocurrido cuando esa
esencia se ha encarnado en formas tan visibles como la raza, la sangre o la
clase: todo lo demás se ha convertido en material desechable, superfluo.
Si miramos más de cerca, observamos
que lo que caracteriza esa forma de pensar es, en primer lugar, la racionalización
de la muerte del singular. “El sacrificio (del individuo) se convierte, dice
Hegel(14), en la cohesión de todos, en la relación substancial”. El sacrificio
del singular se explica por las necesidades del guión. En el bien del todo
adquiere sentido la tragedia individual. Lo decía Hegel al explicar cómo la
negatividad individual adquiere sentido en el bien universal. Y lo decía
también Nietzsche al proclamar que la belleza del cuadro de la naturaleza
necesita sufrimiento y placer. Recomendaba elegir entre Dionysos o Christo, es
decir, entre considerar al sufrimiento como parte del paisaje o como un
escándalo. El estaba por Dionysos.
Este sacrificio hermenéutico del
singular se consuma en el altar de la historia elevada a la categoría de juez
inapelable. Die Weltgeschichte als
Weltgericht, un dictum que Hegel
toma de Schelling, es decir, que forma parte de las convenciones filosóficas
más elaboradas. Y como la historia se substancia en el Estado, resulta que los
intereses supremos del Estado deciden sobre el destino de los individuos. El
Estado es un asunto mayor en la filosofía occidental, que lo considera el mayor
invento político y, por eso, le otorga el honroso título de “totalidad ética”.
Sin embargo, para la tradición de la que
proviene Rosenzweig, el judaísmo, la valoración es otra. Ya los profetas
rechazaron las formas arcaicas de Estado porque caían en la teocracia. Dice
Schelling que el pueblo judío “nunca tuvo la tentación de construir un Estado
en el sentido mundano del término”(15) . Habría que decir, con Moses Mendelssohn(16),
que la tuvo, pero le salió tan mal la
experiencia que elaboró un modo de estar en el mundo, la diáspora, que es la
negación del Estado.
El judaísmo moderno de un Rosenzweig, por
ejemplo, ha refinado su crítica a la violencia del Estado, rastreando la
relación entre Estado y Derecho. No hay Estado sin Derecho, y el Derecho lo que
hace es convertir en norma un momento de la vida de un pueblo. ¿Donde está ahí
la violencia? En la detención y retención del tiempo al que se le impide el
fluir que le lleva hacia el final. Lo propio del Derecho es absolutizar un
momento del “fluir de la vida del pueblo en el que sin cesar y sin violencia
las costumbres crecen y las leyes cambian”(17). La vida de un pueblo es
constante innovación en sus costumbres y leyes, pero lo que hace el Derecho es
convertir en norma intemporal un momento del tiempo. Esa es la violencia
fundamental (que sigue a la violencia fundante, que afecta al nuevo Derecho),
la del Derecho que para mantenerse tiene que recurrir a la violencia de siempre. Las revoluciones
imponen por la fuerza un nuevo orden normativo y ese nuevo orden se defiende
con las armas.
El Estado supone, pues, un atentado
al tiempo que queda paralizado; pero quien es alcanzado con esta violencia es el
individuo en su singularidad. Atentado, pues, al tiempo y al otro. Es el propio
autor quien propone una salida cuando, pensando en voz alta en lo que sería
otro modo de pensar a este Occidente idealista y totalitario, escribe: “la
diferencia entre el pensamiento viejo y nuevo consiste en necesitar al otro y,
lo que es lo mismo, en tomar en serio al tiempo”(18). La explicación es que hay
tiempo, si hay novedad; el tiempo muerto o amortizado es aquel en el que no
ocurre nada, sino que se retiene lo ocurrido, se lo eterniza. Lo nuevo, lo que
saca al tiempo de su sopor, de su repetición, de su muerte, es el otro. La
irrupción del otro es la que cuestiona lo dado y obliga a una recomposición
total. Rosenzweig no sólo rescata al singular del juicio sumarísimo que le
quiere hacer la historia(19), sino que convoca al otro como condición de
posibilidad de futuro, es decir, de tiempo. Lévinas ha captado bien esta idea
en su Le temps et l'autre.
Para superar la violencia es
obligado deconstruir el poder de la historia (tribunal) e interrumpir su lógica
(se producción de lo dado). La estrategia de Rosenzweig va a consistir en
repensar la figura de la historia a partir de su tradición judía. Esa
estrategia la expresa bien un lector que mucho debe a Rosenzweig: Emmanuel
Lévinas. “Ser judío”, dice éste último, “consiste más que en creer en Moisés y
en los profetas, en reivindicar el derecho a juzgar a la historia, esto es,
reivindicar el lugar de una conciencia que se afirma incondicionalmente”(20).
La crítica de la violencia, pues, por encontrar un lugar desde el que poder
juzgar la historia. Ese lugar es el del singular, siempre y cuando su relación
con la tierra, la lengua y la ley sea semejante a la que mantiene el pueblo
judío, esto es, una relación simbólica: sin tierra identificable, con una
lengua no natural, sino ritual. Esto significa considerar a la tierra como la
patria de todos los hombres, a la lengua como un sistema universal de
comunicación y a la ley como regla común de una humanidad reconciliada. Esa
relación simbólica con realidades tan contundentes libera al singular de su querencia
a la historia, enraizándole en sí mismo, en sus propias tradiciones: “Esta
distancia respecto a su tierra y a su lengua hace del pueblo judío el pueblo
menos instalado en el mundo y el más enraizado en sí mismo”(21). Las raíces son
la tradición viva que cada cual re-vive(22). De esta manera uno se sacude la
historia y se instala en el tiempo, es decir, en la memoria.
¿Y qué relación tiene todo esto con
la justicia? La filosofía occidental está uncida a un tipo de justicia
universal que produce exclusión y funciona sacrificando al singular. El
concepto dominante de justicia está recogido en el convencimiento filosófico de
que la historia es el tribunal del mundo. Es la historia la que decide sobre lo
justo o injusto conforme a una lógica que es radicalmente violenta porque los
intereses de la historia son los del Estado. El poder del Estado consiste en
decidir y poder imponer su decisión. Eso es el Derecho, y el Derecho nace con
un gesto violento y se mantiene gracias a la violencia. Esa situación de justicia
histórica es al mismo tiempo una forma de injusticia individual. La justicia
del individuo hay que pensarla desde un singular que escapa al embrujo de la
historia, que se coloca al margen de la misma y la juzga. Ese tipo de individuo
es el que opta por el tiempo contra la historia, el que tiene una relación
simbólica con los valores del Estado: la tierra, la lengua y la ley.
Si la historia es elevada a tribunal
de justicia, es porque la historia universal es una secularización de la
historia de la salvación. Franz Rosenzweig evoca la teoría de “Las tres edades del mundo”, de Joaquín
de Fiore, y la de “La división del tiempo
en tres iglesias”, de Schelling, para subrayar que la modernidad es
secularización del cristianismo(23). Contra lo que pudiera parecer, lo que
Rosenzweig plantea no es una alternativa a la justicia de la historia
universal, sino una complementariedad. Coloca a la filosofía occidental, tal y
como acabamos de insinuar, en la órbita del cristianismo, ciertamente
secularizado; el cual, fiel a su idea de que el Mesías ya ha venido, tiene por
misión transformar la historia y hacer del mundo una fraternidad humana. El
cristiano da a la historia una carga salvífica.
Lo que el judío propone es una
interrupción mesiánica de la historia, es decir, acabar con la retención que
supone eternizar un momento dado. Eso supone rescatar la figura del sujeto de
la historia y una nueva interpretación de lo excluido (el resto). En
definitiva, hacer valer el tiempo sobre la historia.
Lo original de Rosenzweig, frente al Taubes que hemos visto, es que no opone a la catolicidad de la filosofía occidental una interpretación mesiánica que sea alternativa, sino que trata de conjugar las dos tradiciones -“revelaciones”, dice él- como si una y otra representaran dos puntos de vista que deben estar en una teoría de la justicia, pero que por avatares históricos han producido formas políticas incompatibles (la diáspora y el nacionalismo).
2.5. Lo justo y lo bueno.
Si hay un binomio que mande en estos tiempos, es el que conforma la distinción entre lo justo y lo bueno. El término justo acapara todos los focos de la teoría moderna de la justicia, pues se presenta como encarnación de una concepción de la justicia que es asumible por cualquier ser racional, independientemente de sus intereses o tradiciones culturales. Las teorías que lleven el sello de lo justo deberán estar constituidas por principios que cualquiera puede suscribir; siempre y cuando tuviera que juzgar no sus propios intereses, sino los de cualquiera, y lo hiciera, eso sí, desde sus convicciones más profundas. Decir justo es tanto como universidad o imparcialidad. Todo lo que escape a esa doble nota será justicia de menor rango, más particular y ceñido a los proyectos personales. Se lo ha dado en llamar bueno. En la moderna casa de lo justo caben todas las concepciones de la bueno. Si uno mira con atención, descubrirá en alguno de los recovecos de lo bueno a otrora prestigiosas teorías de la justicia, la aristotélica o la tomista, por ejemplo, reducidas ahora a modestas concepciones de la vida buena y ordenada.
Emparentamos
modernidad con lo justo y antigüedad con lo bueno para seguir la corriente
impuesta por las muy modernas teorías liberales de la justicia; aunque, para
ser exactos, habría que precisar enseguida que lo que ahora llamamos justo
hereda la concepción deontológica de la ética, mientras que lo bueno se
inscribe en la teleológica o eudemonística.
El modelo de justicia de la teoría
teleológica es la virtud, es decir, que la justicia remite al comportamiento de
las personas morales. Serán justas las que sean virtuosas. Una acción humana es
virtuosa no porque satisfaga un deseo, sino porque permite que la naturaleza
del hombre se realice, es decir, alcance su fin. El fin al que aspira cada hombre
es singular, porque singular es su daimon; pero también tiene que ver con los
demás. La justicia es esa virtud especializada en relacionar lo que es bueno
para mí con lo que es bueno para todos. Se preocupa de la construcción del bien
común y, además, de lo que reviene a cada cual de ese mismo bien.
Vemos que, por muy centrada que esté
la virtud de la justicia en la acción del sujeto individual, esa acción -para
ser justa- tiene que tener en cuenta a los demás, es decir, tiene que
traducirse en normas que no sólo procuren mi bien, sino el de todos. Como cada
cual se encuentra en una situación diferente, no se puede pedir a todo el mundo
lo mismo ni cada cual puede esperar de los demás lo mismo, por eso las normas
estarán construidas con un criterio de proporcionalidad. La equidad de la
justicia tiene que administrarse con un toque de prudencia, porque nunca como
aquí la norma está en función del hombre y no al revés.
Si la virtud de la justicia vigila
la dimensión social o política de cada una de nuestras acciones (exigiendo a la
comunidad que potencie nuestros talentos y vigilando para que los frutos de
esos talentos no sólo sirvan a nuestros buenos fines, sino que reviertan en los
demás), la justicia coloca a la sociedad en un lugar preferencial, de suerte
que el individuo queda condicionado por ella: la necesita y se necesitan.
Intuimos, pues, que esta visión de
la justicia que pone el acento en la virtud, se caracteriza por dar peso a la
acción más que a la norma; una acción que debe seguir el rastro de un orden
natural que da pautas al individuo de cómo realizarse, una realización que va
del fin propio al bien común y viene del bien común al fin propio.
En el modelo deontológico lo justo
no aparece como una virtud, sino como un orden normativo que a todos obliga por
igual. No manda la perfección o realización del agente, sino el cumplimiento
del deber. Su punto de partida es la constatación de que en una sociedad
moderna (véase la democrática) se da una pluralidad de concepciones de lo que
cada cual entiende por justicia: para unos, es seguir el Corán; para otros, a Jesús.
No hay definición incontestable de lo que sea justo. Depende de la visión del
mundo en el que se plantee, por eso desde una visión del mundo marcada por la
lucha de clases, lo justo no coincide con lo que se diga desde otra visión del
mundo de corte nacionalista o etnicista. Para discursos sobre la justicia que
tengan en cuenta la pobreza del pobre, robar para comer no es delito, mientras
que para el derecho burgués no hay excusas(24). La pregunta entonces es: ¿Cómo
pueden unas doctrinas, que pretenden tener validez universal, y que se oponen
entre sí frontalmente, convivir y encontrar reglas de juego comunes que, por un
lado, garanticen las distintas versiones de lo que unos y otros entienden por
bueno y, por otro, asuman como propio el modo de decidir lo que es justo? La
respuesta es la distinción entre lo bueno y lo justo, ubicando en lo bueno las
visiones particulares de la justicia y en lo justo, las reglas comunes.
Lo que caracteriza, pues, a este modelo es, en primer lugar, que la justicia concierne a la sociedad y a sus instituciones, antes que a los individuos. Interesa la sociedad justa más que individuos virtuosos. En segundo lugar, la justicia se expresa en principios generales que valen para todos por igual. Su fundamento es un acuerdo entre sujetos racionales, libres e iguales. Ese acuerdo de base satisface los intereses de las partes, pero es universalizable, es decir, cualquiera lo suscribiría si tuviera que decidir sin saber cuales son sus intereses. Finalmente, las características de la justicia no derivan de una concepción sustantiva de lo que sea en sí justo o injusto, sino de cómo procedamos a la hora de enfrentarnos a lo que sea justo o injusto. La justicia no se resuelve en una palabra que diga cómo combatir la miseria o acabar con la tortura o vaciar de legitimidad a la guerra. No, ese no es el nivel de lo justo. Habrá justicia si establecemos unas reglas de juego que sean racionales y universales, no si hacemos justicia a este o aquel caso de injusticia. Eso ya es asunto de la política o de la moral, pero no de la justicia.
2.6. Tenemos, pues, una gama de
modelos binarios de justicia que distinguen entre justicia para ricos o para
pobres; entre daños reparables o irreparables; entre justicia simétrica, que
concibe la universalidad de sus propuestas como decisiones de todos por igual,
o justicia asimétrica, que piensa la universalidad a partir de lo excluido por
la universalidad simétrica; entre justicia cuyo tribunal es la historia y
justicia del singular, cuyo reo son la historia y el tribunal; entre una
justicia moderna, que tiene en cuenta la complejidad de la sociedad
contemporánea, y una justicia más de andar por casa.
Estos planteamientos binarios son
irreductibles, porque se bifurcan a partir de referentes inconmensurables: poco
tienen que ver entre sí, en efecto, la preocupación por la distribución, en
unos casos, con la reparabilidad del daño, en otros, o con el modo de concebir
la universalidad, o con la fijación del sujeto de la justicia o con el peso de
la pluralidad de concepciones morales.
Lo más que podemos decir es que cada
uno de esos planteamientos son aproximaciones válidas, pero parciales, a un
problema como el de la justicia, singularmente complejo.
Es en el interior de cada
planteamiento donde se puede debatir y argumentar a favor de uno de los dos
términos. La complejidad del problema es de tal magnitud, y el desarrollo de
cada punto de vista tan rico, que es grande la tentación de correr tras el
concordismo, buscando acuerdos complementarios entre los diferentes puntos de
vista. El intento más generoso es, quizá, el llevado a cabo por Luis Villoro,
empeñado en conciliar la tradición deontológica y la teleológica, empeño que
sigue a otros menos acabados como el del propio Lévinas.
Antes de embarcarse en esa aventura
procede reconocer la radicalidad de cada punto de vista. Y para desbrozar el
terreno avanzamos la tesis de que hay dos maneras de abordar la justicia, en
cualquiera de sus variantes: o especulativa o
experiencialmente.
El término “especulativo” puede
entenderse de dos maneras: que lo justo está en la calle, que es algo exterior
al sujeto, que se refleja en su mente como en un espejo; o bien, que lo justo
es como un razonamiento que el sujeto se hace, siendo lo justo uno de los
productos de esa actividad interior. ¿Puede ser la justicia especulativa? Desde
luego la especulación, en este caso, va en contra de una de las intuiciones más
arraigada en la conciencia filosófica. La intuición de que la justicia no es
algo que esté fuera de nosotros mismos; que en su raíz es un sentimiento o una
acción exigida y convocada por lo más íntimo de nuestra naturaleza para poder
lograrse y alcanzar su fin. Esto lo vemos ya en Platón cuando dice que no
podemos definir en abstracto la justicia, como si fuera una idea. El único
camino es la experiencia del justo, porque ésta ya se ha construido “una
naturaleza conforme a la justicia”(25). Tampoco resulta convincente concebir la
justicia como un constructo teórico de cada cual o de todos en comandita,
porque eso significaría que no habría injusticia, ni miseria, ni pobreza, ni
hambre, ni sed, hasta que no decidiéramos nosotros lo que es justo, bienestar o
saciedad. Porque si concebimos la justicia como el resultado de una actividad
teórica del filósofo, lo que tenemos que conceder es que el filósofo de
gabinete, sólo o con los demás colegas, no sólo decidirá lo que es justo, sino
también lo que es injusto; de suerte que quien esté pasando por una experiencia
negativa, tendrá que esperar el oráculo de los teóricos para saber si lo que le
pasa es una injusticia o una jugada del destino.
El camino alternativo a la
especulación es la experiencia de la injusticia. En este caso, la justicia
sería la reacción o la respuesta moral y política a una situación anterior de
injusticia. Esto no debería plantear dificultades para su aceptación, porque
entendemos, por un lado, que la justicia nace en el preciso momento en el que
alguien grita, ante un atropello, “¡no
hay derecho!”, y por otro, que aunque sea difícil ponernos de acuerdo en
qué sea lo justo, sí puede haber consenso en identificar qué sea injusto.
Ahora bien, si todo el mundo lo
acepta de entrada y luego desaparece como por encanto, es porque resulta muy difícil
mantener, en el momento de construir y desarrollar una teoría de la justicia,
esa tensión entre las exigencias teóricas y las preguntas de la experiencia de
la injusticia. Hay un profundo hiato entre el momento de aparición de la
justicia como respuesta a la injusticia y el momento de elaboración de la
teoría de la justicia en el que aquella intuición se disuelve.
Conviene, por eso, antes de seguir adelante, dejar bien sentada la referida intuición de que el principio de la justicia es un grito de indignación ante una situación de injusticia.
Reyes Mate (en Revista Anthropos, nº 228, julio 2010, pp. 56-66)
(1) F. Bacon, De
(3) Aristóteles, Ética a Nicómaco, V, 1 (1130a5). Cf. P. Ricoeur, Le Juste, Paris, Editions Esprit, 1995, p. 9.
(5) L. Villoro, Los retos de la sociedad por venir, México, FCE, 2007, p. 15.
(6) Ibíd., p. 16.
(7) J-F. Lyotard, Le Différend, Paris, Les Editions de Minuit, 1983, pp. 24-25.
(10) Remito sobre este particular a Y-C. Zarka, Un detalle en el pensamiento de Carl Schmitt, Barcelona, Anthropos, 2007, pp. 27 y ss. Agradezco a Tomás Valladolid Bueno valiosas sugerencias sobre este asunto.
(11) En un agudo comentario a ese pasaje, Derrida se pregunta si la democracia ha logrado dejar atrás a Schmitt. Desde el momento en que remitimos la igualdad política a la igualdad de origen, supeditamos la libertad a la naturaleza, que es lo que ocurre con el concepto de "fraternidad". Cf. J. Derrida, Politiques de l'amitié, Paris, Galilée, 1994, pp. 117 y ss.
(14) Lo cita D. Barreto en "Estado, Derecho y Justicia" (manuscrito), 3.
(16) M. Mendelssohn, Jerusalem o Acerca de poder religioso y judaísmo, Barcelona, Anthropos, 1991.
(19) Y lo hace, por cierto, en un tono al que no le falta desparpajo: “Yo, individuo ordinario y común, yo, con nombre y apellidos, polvo y ceniza, ahí estoy dispuesto a filosofar fuera de la totalidad del sistema que niega mi incondicionalidad”, en F. Rosenzweig, 1989, El nuevo pensamiento, op. cit., p. 23.
(20) E. Lévinas, "Franz Rosenzweig une pensée juive moderne", Revue de Théologie et Philosophie 98 (4), 1965, p. 220.
(23) J-F. Courtine, «Schelling et le judaïsme», en G. Bensussan (dir.), La philosophie allemande dans la pensée juive, Paris, PUF, 1997, p. 98.