19/7/24

AUT LEX, AUT VIS VALET

“Toda la justicia social descansa en estos dos axiomas:
El robo es punible y el producto del robo es sagrado…” (Anatole France)

1. Pensar la justicia, un desafío radical y exigente.

            La justicia es un continente temático que pone a prueba al filósofo, porque solicita de él no sólo todas sus habilidades exegéticas, sino también su inventiva como pensador. Tiene, en efecto, que recoger la compleja tradición filosófica que se ha fajado con las injusticias del mundo para darles cumplida respuesta, y esa es la tarea del exégeta. Pero precisamente en este asunto no basta la escolástica. Las injusticias siguen dando que pensar, no sólo porque se multiplican sus manifestaciones, sino porque crece la visibilidad de las que han tenido lugar, de suerte que injusticias pasadas que pudieron silenciarse en el pasado, pasan a ser quehacer urgente del presente. El trabajo se acumula.

             Aunque el estudiante o estudioso sólo se encuentre con la justicia en un momento posterior del recorrido, por los vericuetos de la filosofía y casi siempre a la vuelta de una esquina, es decir, en un lugar secundario, estamos ante un momento radical y particularmente exigente del pensar.

             Es un momento radical, porque la preocupación por lo justo no surge para decoro del ser humano, sino para constituirle. Hay una relación profunda entre justicia y humanidad, como entre injusticia y barbarie. La violencia cae del lado de la injusticia y la justicia del lado de la socialidad. El tratado de la justicia es un merodeo por las zonas de la humanidad del hombre. Francis Bacon, en un extraño estudio Sobre la justicia universal, empieza diciendo lapidariamente: “in societate civili, aut lex, aut vis valet”, es decir, en la sociedad civil o domina la justicia de la ley o la injusticia de la fuerza. Por desgracia, la justicia no se hace presente de entrada, sino que es una conquista, una superación de la injusticia que no sólo se expresa bajo la forma de violencia bruta, sino que se nos presenta camuflada en ley y pervirtiendo la equidad en fuerza, con lo que tendríamos tres formas de injusticias: “la representada por la fuerza bruta, la que se camufla en forma de ley y la ley violenta”(1). Que con la reflexión sobre la justicia alcancemos la raíz de la humanidad del hombre es lo que queda bien expresado con el aforismo baconiano aut lex, aut vis.

             Es también un momento exigente. Aristóteles proclama, en la Ética a Nicómaco, que la justicia es la virtud más importante, incluso dice en un arranque poético: “más admirable que la estrella de la tarde y la de la mañana”(2). Esa grandeza le viene de que no mira por el bien propio, sino que se desvive por los demás. Y eso dice mucho, porque así como no hay peor sujeto que quien hace daño a los demás, “no hay hombre mejor que quien practica la virtud hacia los demás”(3). Esto es muy sabido y forma parte de nuestra cultura. Ser bueno para uno mismo o para los amigos está bien, pero sin exagerar; lo bueno es serlo para los demás o, como dirá el cristianismo en un gesto extravagante, “hacia los enemigos”. Pero el comedido Aristóteles no quiere embalarse en esa prosa heroica, por eso, tras señalar levemente la importancia de la virtud que busca el bien de los demás, escribe a modo de aviso: “y eso es lo difícil”. Ser virtuoso nunca es fácil, pero ser justo “es lo realmente difícil”. Viniendo de quien viene, es de agradecer el aviso, porque no sólo advierte de lo difícil que es practicar la justicia, sino también de pensarla. Acecha el peligro de dar a la justicia el mismo trato que a las estrellas: contemplarlas de lejos. O bien enredarnos en explicaciones teóricas que mellan el mordiente de lo que hace humano al hombre.

             Una muestra de lo difícil que es pensar la justicia es el destino de los dientes de sierra de la reflexión filosófica sobre el particular. Me refiero a aquellos apuntes en los que la lógica de la justicia lleva a conclusiones exigentes. Duran poco en la conciencia académica y se ven pronto reciclados en formas más amables y soportables. A lo largo del libro aparecerán casos muy sonoros, pero avancemos el asunto presentando una muestra. Me refiero al concepto de “justicia general” en Santo Tomás. Hoy, cuando hablamos de Justicia, así, con mayúsculas, pensamos en la justicia social. La justicia social es eminentemente una justicia distributiva, algo de lo que está muy necesitado nuestro mundo. Ahora bien, cuando Santo Tomás quiere explicar la grandeza de la justicia a la que se refería Aristóteles no piensa en la distribución de la riqueza, sino en la construcción del bien común. La justicia es una virtud especial y superior porque atiende a la dimensión comunitaria o política de los actos virtuosos; es decir, que antes de que hablemos de reparto desigual de la riqueza hay que hablar de la injusticia que supone no contribuir a la creación del bien común, sea privando a la comunidad de nuestros recursos, sea impidiendo que cada cual dé lo mejor de sí mismo. Curiosamente, esa "justicia general” ha desaparecido del mapa como si la justicia sólo se situara en el reparto del bien común y no en su generación(4). No es lo mismo, en efecto, plantar la justicia en el contexto de creación de la riqueza que en el de la distribución. En este segundo caso el mundo es justo si todos los seres tienen un mínimo para vivir; en el primer caso, lo mínimo sería algo tan exigente como crear las condiciones para que todos los seres humanos pudieran cultivar sus talentos.

             2. Una ambigüedad capciosa en el punto de partida.

             2.1. Justicia para ricos y justicia para pobres.

            Luis Villoro, quizá el filósofo político hispanohablante más notable en la actualidad, contrapone dos planteamientos contemporáneos de la justicia. Por un lado, un tipo de teorías que “suelen partir de la idea de un consenso racional entre sujetos iguales, que se relacionan entre sí, en términos que reproducen los rasgos que tendría una democracia bien ordenada”(5); y, por otro,  un tipo de teorías que “en lugar de partir del consenso para fundar la justicia, parten de su ausencia; en vez de pasar de la determinación de principios universales de justicia a su realización en una sociedad específica, partir de la percepción de la injusticia real para proyectar lo que podría remediarla”(6).

             Dos maneras, pues, de abordar la justicia: como consenso racional o como respuesta a la injusticia. No estamos ante platos diferentes de los que cada cual pueda disponer arbitrariamente, sino ante teorías situadas, es decir, planteamientos que obedecen a contextos históricos específicos. La justicia como consenso racional es propia de sociedades desarrolladas, que han superado umbrales inaceptables de miseria y que se han sacudido formas despóticas de gobierno. No por casualidad esas teorías del consenso nacen en el Occidente rico después de la Segunda Guerra Mundial. Pero el mundo no se acaba ahí. Ese Occidente desarrollado convive con sociedades en desarrollo, en las que la democracia no está asentada y en las que reina una desigualdad social extrema y creciente. Lo que manda no es el consenso, sino la exclusión de grandes masas de los beneficios económicos y su marginación de la gestión política. La reflexión sobre la justicia, en este contexto, no podría darse en clave de consenso, pues faltan las condiciones sociales y políticas para un lenguaje común, sino de interpelación desde la experiencia de injusticia. El que sufre la injusticia no plantea consensos, sino que exige respuestas.

             2.2. Entre el "diferendo" y el litigio.

            Otra expresión de ese binomio originario en el tratamiento de la justicia, tomado ahora de la cultura francesa, nos la brinda la distinción que hace Jean-François Lyotard entre litigio y “diferendo”. Se habla de litigio cuando, ante el conflicto que plantea una injusticia entre dos partes, existe un lenguaje común, unas reglas aceptadas, que permiten imputar una falta al otro y a éste, defenderse. Son conflictos intrasistémicos. El término “diferendo” lo reserva el autor para aquellos conflictos en los que quien padece una injusticia carece de instrumentos para hacerse valer, quedando reducido a la mera condición de víctima. Eso ocurre cuando “el reglamento del conflicto que les opone se hace en el idioma de una de las partes, consiguiendo así que el daño que el otro sufre carezca de significación en ese idioma reglamentario”(7).

            En casos de “diferendo” no hay mediación entre las partes, en el sentido de que lo que es significativo para una es insignificante para la otra. Como las significaciones son establecidas por la parte dominante con pretensiones de validez universal, pudiera parecer que lo que la parte dominante establezca como justo o injusto es entendido por todos. Pero no hay que confundir invisibilización del significado que tienen y dan las víctimas con universalización del sentido que dan los dominantes o del sentido dominante. Un caso muy claro de esta confusión se puede ver en la percepción social de la esclavitud. La valoración del mundo civilizado –es decir, la repulsa que nos produce ese longevo fenómeno histórico- ha sido construida por los abolicionistas, por aquellos de los nuestros que en lugar de seguir con la tradición familiar de la trata de esclavos, se rebelaron contra ella, la denunciaron y la combatieron hasta conseguir abolirla. Pero este meritorio discurso oculta lo esencial, a saber, la valoración de la esclavitud por parte de los esclavos. Entre la experiencia del esclavo y las prácticas abolicionistas hay un abismo, un “diferendo”, porque tienen lenguajes incomunicados debido a que el único que vale es el del abolicionista que, en cuanto lenguaje, es el mismo de los esclavistas.

            Lyotard cita como casos de conflictos en clave de “diferendo” a Auschwitz y la lucha de clases. Auschwitz es un claro ejemplo de lo impensable, es decir, de la distancia entre lo pensable y lo que tuvo lugar. Ese acontecimiento no fue pensado porque era impensable, escapaba a los tipos de mal conocidos en la historia de la (in)humanidad. Pero tuvo lugar. Ese abismo entre lo impensable y lo que tuvo lugar, el acontecimiento, pone al pensar ante un desafío colosal del que tiene que hacerse cargo si no quiere convertirse en actividad insignificante. El prestigio del logos depende de cómo responda a ese desafío. El otro caso se refiere a la lucha de clases, es decir, al hecho de una sociedad, la burguesa, que tiene el monopolio del lenguaje y que obliga al trabajador, en sus conflictos con el capital, a servirse de ese instrumento o quedarse fuera de juego. Lo que le dice el capital es que él es un ser libre que alquila libremente su fuerza de trabajo. Lo que a partir de ahí le ocurra le podrá gustar más o menos, pero él lo ha querido. El trabajador no encuentra manera de dar a entender que trabaja para vivir y vive para trabajar. Jurídicamente su situación no es la del esclavo, pero materialmente sí. El monopolio del lenguaje burgués no permite expresarse al trabajador, creando entre el capitalista y éste un “diferendo” insalvable(8). Habría que traducir esto a categorías de justicia e injusticia. Lo que se deduce de esta teoría de Lyotard es que hay formas de injusticia que admiten una respuesta porque se verbalizan en un lenguaje común, y otras que no la tienen porque los términos son inconmensurables. Sólo podemos hablar de justicia si hay respuestas a lo inconmensurable, o impensable, que está ahí.

            2.3. El equívoco originario.

            Otra forma de dualidad es la que se refiere a la concepción de la universalidad o, si se prefiere, al modo de tratar los residuos por la universalidad occidental. Me refiero a la polémica entre el católico Carl Schmitt y el judío Jacob Taubes. Para el jurista filonazi, Schmitt, la política se define como una “Unterscheidung von Freund und Feind”, es decir, un enfrentamiento amigo-enemigo. Para evitar toda psicologización del problema (la política no sería una pelea entre los que se caen bien contra los que se caen mal), el autor precisa que su concepto de enemigo está emparentado con el hostis y no con el inimicus, es decir, que el enemigo no es el que me cae mal, sino "eine kämpfende Gesamtheit von Menchen", es decir, un grupo humano no sólo dispuesto a combatirme o combatirnos, sino urgidos al enfrentamiento a muerte(9). Ese es el enemigo y, como tal, debe ser exterminado físicamente. Lo que propicia esa disposición a la lucha no es algo ocasional, por ejemplo, un litigio sobe las fronteras, sino algo previo y más profundo: ser diferente. Pero, ¿en qué consiste esa diferencia que se distingue de lo propio? Schmitt recurre a Platón, en primera instancia, para dar la pauta a la respuesta: "A los ojos de Platón, sólo una guerra entre griegos y bárbaros es verdadera guerra, mientras que las luchas entre griegos son del orden de la stasis (querellas intestinas). La idea dominante aquí es que un pueblo no puede hacerse la guerra a sí mismo y que una guerra civil no es sino desgarro de sí pero no significa la formación de un Estado nuevo o de un pueblo nuevo". Parecería entonces que el enemigo es el extranjero y el amigo el pueblo de uno. Pero hay un punto de sutileza, muy intencionado, en Schmitt que no hay que perder de vista. Comentando las Leyes de Nuremberg, de 1935,  subraya el jurista el hecho de que la legislación alemana distinga entre "sujetos judíos y sujetos alemanes del Estado alemán". Esto indica que el otro puede ser el extranjero y también un colectivo del interior; que el enemigo puede ser exterior o interior. Digo que es una matización intencionada, porque lo que trata de justificar Schmitt desde el Derecho es la obsesión del hitlerismo: que el enemigo substancial es el judío asimilado, ese sujeto del Estado que es como cualquier alemán...pero de otra raza(10). No bastan para ser amigo, el nacimiento o el territorio. Lo decisivo es el parentesco, la etnia, la sangre(11).

            Schmitt se inscribe, y la desarrolla, en una tradición que viene de lejos y que Hegel ha codificado cuando dice, por un lado, que el Estado es la “totalidad ética” y, por otro, que la relación entre Estados es la de guerra. En Hegel los míos constituyen esa red social en el interior de la cual se desarrollan las virtudes cívicas, lugar, por tanto, de la plenitud ética, mientras que los otros son la amenaza contra la que hay que defenderse. Del extraño debate entre el filonazi Schmitt y el revolucionario Taubes, se deduce que el amigo schmittiano tiene pretensiones de universalidad, porque el enemigo al que se opone nada aporta, nada significa, sino que es la negación de la comunidad. Esta tesis produce lógicamente rechazo, porque no hay manera de casar la negación total del otro con la pretensión de universalidad.

             Todo se aclara, sin embargo, cuando Taubes tira del hilo escatológico que hermana a los dos extremos que tanto él como Schmitt representan. Ambos interpretan la universidad desde el horizonte apocalíptico, es decir, desde el convencimiento de que el tiempo del mundo, y no sólo el del hombre, tiene un plazo, un límite. Lo que pasa es que uno lo hace de acuerdo con un prejuicio católico y el otro mesiánico. Para el católico Schmitt la universalidad conlleva negación de ese otro, enemigo substancial, que es el judío. Cabe pues pensar la universalidad como exclusión.

            Taubes considera a Schmitt un pensador católico por excelencia. Católico significa universal, y hay que referirse al catolicismo para entender el tipo de universalidad que domina en Occidente. El teólogo Erik Peterson escribe que “la Iglesia sólo existe a condición de que los judíos, en cuanto pueblo elegido por Dios, no se hayan hecho fieles del Señor”(12). La Iglesia existe porque los judíos quedan fuera. El catolicismo sólo es comprensible desde la exclusión del judío. Y Taubes llama al mismo tiempo la atención sobre la complicidad entre Schmitt y Weber, el Weber que se pregunta por qué sólo en Occidente ha habido ciencia. Le respuesta estaría en esa forma de catolicidad antiescatológica, es decir, en esa forma de tiempo, propia del catolicismo, que no quiere saber del final porque lo asocia a la venida del anticristo y por eso ha decidido instalarse en el presente, alargarle, conservarle. Eso es lo que está contenido en la expresión paulina "qui tenet" y que Schmitt rescata. Esa interpretación conservadora de la concepción de un tiempo que es limitado (es decir, apocalíptico) busca la alianza con los poderes de este mundo y, como diría Weber, ningún poder es tan de este mundo como el de la ciencia. En la medida en que ha dominado en Occidente la interpretación conservadora de la apocalíptica de Pablo, en esa medida podemos hablar de complicidad entre ciencia (Weber) y apocalíptica (Schmitt).

            Lo que Schmitt ha captado bien es que el tiempo es limitado. Entonces no cabe la indefinición, hay que tomar decisiones(13);  por eso la política es decisionista, las tome uno (dictadura) o muchos (parlamento). Eso es la concepción apocalíptica. Lo que pasa es que ahí caben dos actitudes: la catekónica o la escatológica, la que mantiene la situación o la que adelanta el final. La primera es excluyente (excluye al judío y con él al resto); la segunda convierte al otro en el eje de la acción (teoría de la projimidad). En ambos casos lo decisivo es la suerte del “resto”: ¿lo sobrante o el punto de vista privilegiado desde el que abordar el todo?

            2.4. Entre el tribunal de la historia y la justicia del singular

            Franz Rosenzweig ocupa un lugar especial en la filosofía, porque -al igual que Heidegger- arriesga un juicio crítico sobre el conjunto de la filosofía –von Jonien bis Jena-, pero con la diferencia de que no esconde sus cartas.

            Lo que en su opinión caracteriza al pensar occidental, en su conjunto, es un idealismo que se resuelve en totalitarismo: pensar bien es apropiarse de ese elemento determinante que llamamos esencia,  remitiendo lo demás al baúl de lo secundario o accidental. El crédito que damos a la esencia y el descrédito que endosamos a los otros elementos o accidentes, revelan la querencia totalitaria de la filosofía idealista. Sólo es significativo lo esencial, siendo lo demás secundario. Pensemos lo que ha ocurrido cuando esa esencia se ha encarnado en formas tan visibles como la raza, la sangre o la clase: todo lo demás se ha convertido en material desechable, superfluo.

            Si miramos más de cerca, observamos que lo que caracteriza esa forma de pensar es, en primer lugar, la racionalización de la muerte del singular. “El sacrificio (del individuo) se convierte, dice Hegel(14), en la cohesión de todos, en la relación substancial”. El sacrificio del singular se explica por las necesidades del guión. En el bien del todo adquiere sentido la tragedia individual. Lo decía Hegel al explicar cómo la negatividad individual adquiere sentido en el bien universal. Y lo decía también Nietzsche al proclamar que la belleza del cuadro de la naturaleza necesita sufrimiento y placer. Recomendaba elegir entre Dionysos o Christo, es decir, entre considerar al sufrimiento como parte del paisaje o como un escándalo. El estaba por Dionysos.

            Este sacrificio hermenéutico del singular se consuma en el altar de la historia elevada a la categoría de juez inapelable. Die Weltgeschichte als Weltgericht, un dictum que Hegel toma de Schelling, es decir, que forma parte de las convenciones filosóficas más elaboradas. Y como la historia se substancia en el Estado, resulta que los intereses supremos del Estado deciden sobre el destino de los individuos. El Estado es un asunto mayor en la filosofía occidental, que lo considera el mayor invento político y, por eso, le otorga el honroso título de “totalidad ética”.

             Sin embargo, para la tradición de la que proviene Rosenzweig, el judaísmo, la valoración es otra. Ya los profetas rechazaron las formas arcaicas de Estado porque caían en la teocracia. Dice Schelling que el pueblo judío “nunca tuvo la tentación de construir un Estado en el sentido mundano del término”(15) . Habría que decir, con Moses Mendelssohn(16), que la tuvo, pero le salió tan  mal la experiencia que elaboró un modo de estar en el mundo, la diáspora, que es la negación del Estado.

             El judaísmo moderno de un Rosenzweig, por ejemplo, ha refinado su crítica a la violencia del Estado, rastreando la relación entre Estado y Derecho. No hay Estado sin Derecho, y el Derecho lo que hace es convertir en norma un momento de la vida de un pueblo. ¿Donde está ahí la violencia? En la detención y retención del tiempo al que se le impide el fluir que le lleva hacia el final. Lo propio del Derecho es absolutizar un momento del “fluir de la vida del pueblo en el que sin cesar y sin violencia las costumbres crecen y las leyes cambian”(17). La vida de un pueblo es constante innovación en sus costumbres y leyes, pero lo que hace el Derecho es convertir en norma intemporal un momento del tiempo. Esa es la violencia fundamental (que sigue a la violencia fundante, que afecta al nuevo Derecho), la del Derecho que para mantenerse tiene que recurrir a la  violencia de siempre. Las revoluciones imponen por la fuerza un nuevo orden normativo y ese nuevo orden se defiende con las armas.

            El Estado supone, pues, un atentado al tiempo que queda paralizado; pero quien es alcanzado con esta violencia es el individuo en su singularidad. Atentado, pues, al tiempo y al otro. Es el propio autor quien propone una salida cuando, pensando en voz alta en lo que sería otro modo de pensar a este Occidente idealista y totalitario, escribe: “la diferencia entre el pensamiento viejo y nuevo consiste en necesitar al otro y, lo que es lo mismo, en tomar en serio al tiempo”(18). La explicación es que hay tiempo, si hay novedad; el tiempo muerto o amortizado es aquel en el que no ocurre nada, sino que se retiene lo ocurrido, se lo eterniza. Lo nuevo, lo que saca al tiempo de su sopor, de su repetición, de su muerte, es el otro. La irrupción del otro es la que cuestiona lo dado y obliga a una recomposición total. Rosenzweig no sólo rescata al singular del juicio sumarísimo que le quiere hacer la historia(19), sino que convoca al otro como condición de posibilidad de futuro, es decir, de tiempo. Lévinas ha captado bien esta idea en su Le temps et l'autre.

            Para superar la violencia es obligado deconstruir el poder de la historia (tribunal) e interrumpir su lógica (se producción de lo dado). La estrategia de Rosenzweig va a consistir en repensar la figura de la historia a partir de su tradición judía. Esa estrategia la expresa bien un lector que mucho debe a Rosenzweig: Emmanuel Lévinas. “Ser judío”, dice éste último, “consiste más que en creer en Moisés y en los profetas, en reivindicar el derecho a juzgar a la historia, esto es, reivindicar el lugar de una conciencia que se afirma incondicionalmente”(20). La crítica de la violencia, pues, por encontrar un lugar desde el que poder juzgar la historia. Ese lugar es el del singular, siempre y cuando su relación con la tierra, la lengua y la ley sea semejante a la que mantiene el pueblo judío, esto es, una relación simbólica: sin tierra identificable, con una lengua no natural, sino ritual. Esto significa considerar a la tierra como la patria de todos los hombres, a la lengua como un sistema universal de comunicación y a la ley como regla común de una humanidad reconciliada. Esa relación simbólica con realidades tan contundentes libera al singular de su querencia a la historia, enraizándole en sí mismo, en sus propias tradiciones: “Esta distancia respecto a su tierra y a su lengua hace del pueblo judío el pueblo menos instalado en el mundo y el más enraizado en sí mismo”(21). Las raíces son la tradición viva que cada cual re-vive(22). De esta manera uno se sacude la historia y se instala en el tiempo, es decir, en la memoria.

            ¿Y qué relación tiene todo esto con la justicia? La filosofía occidental está uncida a un tipo de justicia universal que produce exclusión y funciona sacrificando al singular. El concepto dominante de justicia está recogido en el convencimiento filosófico de que la historia es el tribunal del mundo. Es la historia la que decide sobre lo justo o injusto conforme a una lógica que es radicalmente violenta porque los intereses de la historia son los del Estado. El poder del Estado consiste en decidir y poder imponer su decisión. Eso es el Derecho, y el Derecho nace con un gesto violento y se mantiene gracias a la violencia. Esa situación de justicia histórica es al mismo tiempo una forma de injusticia individual. La justicia del individuo hay que pensarla desde un singular que escapa al embrujo de la historia, que se coloca al margen de la misma y la juzga. Ese tipo de individuo es el que opta por el tiempo contra la historia, el que tiene una relación simbólica con los valores del Estado: la tierra, la lengua y la ley.

            Si la historia es elevada a tribunal de justicia, es porque la historia universal es una secularización de la historia de la salvación. Franz Rosenzweig evoca la teoría de “Las tres edades del mundo”, de Joaquín de Fiore, y la de “La división del tiempo en tres iglesias”, de Schelling, para subrayar que la modernidad es secularización del cristianismo(23). Contra lo que pudiera parecer, lo que Rosenzweig plantea no es una alternativa a la justicia de la historia universal, sino una complementariedad. Coloca a la filosofía occidental, tal y como acabamos de insinuar, en la órbita del cristianismo, ciertamente secularizado; el cual, fiel a su idea de que el Mesías ya ha venido, tiene por misión transformar la historia y hacer del mundo una fraternidad humana. El cristiano da a la historia una carga salvífica.

            Lo que el judío propone es una interrupción mesiánica de la historia, es decir, acabar con la retención que supone eternizar un momento dado. Eso supone rescatar la figura del sujeto de la historia y una nueva interpretación de lo excluido (el resto). En definitiva, hacer valer el tiempo sobre la historia.

            Lo original de Rosenzweig, frente al Taubes que hemos visto, es que no opone a la catolicidad de la filosofía occidental una interpretación mesiánica que sea alternativa, sino que trata de conjugar las dos tradiciones  -“revelaciones”, dice él- como si una y otra representaran dos puntos de vista que deben estar en una teoría de la justicia, pero que por avatares históricos han producido formas políticas incompatibles (la diáspora y el nacionalismo).

            2.5. Lo justo y lo bueno.

            Si hay un binomio que mande en estos tiempos, es el que conforma la distinción entre lo justo y lo bueno. El término justo acapara todos los focos de la teoría moderna de la justicia, pues se presenta como encarnación de una concepción  de la justicia que es asumible por cualquier ser racional, independientemente de sus intereses o tradiciones culturales. Las teorías que lleven el sello de lo justo deberán estar constituidas por principios que cualquiera puede suscribir; siempre y cuando tuviera que juzgar  no sus propios intereses, sino los de cualquiera, y lo hiciera, eso sí, desde sus convicciones más profundas. Decir justo es tanto como universidad o imparcialidad. Todo lo que escape a esa doble nota será justicia de menor rango, más particular y ceñido a los proyectos personales. Se lo ha dado en llamar bueno. En la moderna casa de lo justo caben todas las concepciones de la bueno. Si uno mira con atención, descubrirá en alguno de los recovecos de lo bueno a otrora prestigiosas teorías de la justicia, la aristotélica o la tomista, por ejemplo, reducidas ahora a modestas concepciones de la vida buena y ordenada.

            Emparentamos modernidad con lo justo y antigüedad con lo bueno para seguir la corriente impuesta por las muy modernas teorías liberales de la justicia; aunque, para ser exactos, habría que precisar enseguida que lo que ahora llamamos justo hereda la concepción deontológica de la ética, mientras que lo bueno se inscribe en la teleológica o eudemonística.

            El modelo de justicia de la teoría teleológica es la virtud, es decir, que la justicia remite al comportamiento de las personas morales. Serán justas las que sean virtuosas. Una acción humana es virtuosa no porque satisfaga un deseo, sino porque permite que la naturaleza del hombre se realice, es decir, alcance su fin. El fin al que aspira cada hombre es singular, porque singular es su daimon; pero también tiene que ver con los demás. La justicia es esa virtud especializada en relacionar lo que es bueno para mí con lo que es bueno para todos. Se preocupa de la construcción del bien común y, además, de lo que reviene a cada cual de ese mismo bien.

            Vemos que, por muy centrada que esté la virtud de la justicia en la acción del sujeto individual, esa acción -para ser justa- tiene que tener en cuenta a los demás, es decir, tiene que traducirse en normas que no sólo procuren mi bien, sino el de todos. Como cada cual se encuentra en una situación diferente, no se puede pedir a todo el mundo lo mismo ni cada cual puede esperar de los demás lo mismo, por eso las normas estarán construidas con un criterio de proporcionalidad. La equidad de la justicia tiene que administrarse con un toque de prudencia, porque nunca como aquí la norma está en función del hombre y no al revés.

            Si la virtud de la justicia vigila la dimensión social o política de cada una de nuestras acciones (exigiendo a la comunidad que potencie nuestros talentos y vigilando para que los frutos de esos talentos no sólo sirvan a nuestros buenos fines, sino que reviertan en los demás), la justicia coloca a la sociedad en un lugar preferencial, de suerte que el individuo queda condicionado por ella: la necesita y se necesitan.

            Intuimos, pues, que esta visión de la justicia que pone el acento en la virtud, se caracteriza por dar peso a la acción más que a la norma; una acción que debe seguir el rastro de un orden natural que da pautas al individuo de cómo realizarse, una realización que va del fin propio al bien común y viene del bien común al fin propio.

            En el modelo deontológico lo justo no aparece como una virtud, sino como un orden normativo que a todos obliga por igual. No manda la perfección o realización del agente, sino el cumplimiento del deber. Su punto de partida es la constatación de que en una sociedad moderna (véase la democrática) se da una pluralidad de concepciones de lo que cada cual entiende por justicia: para unos, es seguir el Corán; para otros, a Jesús. No hay definición incontestable de lo que sea justo. Depende de la visión del mundo en el que se plantee, por eso desde una visión del mundo marcada por la lucha de clases, lo justo no coincide con lo que se diga desde otra visión del mundo de corte nacionalista o etnicista. Para discursos sobre la justicia que tengan en cuenta la pobreza del pobre, robar para comer no es delito, mientras que para el derecho burgués no hay excusas(24). La pregunta entonces es: ¿Cómo pueden unas doctrinas, que pretenden tener validez universal, y que se oponen entre sí frontalmente, convivir y encontrar reglas de juego comunes que, por un lado, garanticen las distintas versiones de lo que unos y otros entienden por bueno y, por otro, asuman como propio el modo de decidir lo que es justo? La respuesta es la distinción entre lo bueno y lo justo, ubicando en lo bueno las visiones particulares de la justicia y en lo justo, las reglas comunes.

            Lo que caracteriza, pues, a este modelo es, en primer lugar, que la justicia concierne a la sociedad y a sus instituciones, antes que a los individuos. Interesa la sociedad justa más que individuos virtuosos. En segundo lugar, la justicia se expresa en principios generales que valen para todos por igual. Su fundamento es un acuerdo entre sujetos racionales, libres e iguales. Ese acuerdo de base satisface los intereses de las partes, pero es universalizable, es decir, cualquiera lo suscribiría si tuviera que decidir sin saber cuales son sus intereses. Finalmente, las características de la justicia no derivan de una concepción sustantiva de lo que sea en sí justo o injusto, sino de cómo procedamos a la hora de enfrentarnos a lo que sea justo o injusto. La justicia no se resuelve en una palabra que diga cómo combatir la miseria o acabar con la tortura o vaciar de legitimidad a la guerra. No, ese no es el nivel de lo justo. Habrá justicia si establecemos unas reglas de juego que sean racionales y universales, no si hacemos justicia a este o aquel caso de injusticia. Eso ya es asunto de la política o de la moral, pero no de la justicia.

            2.6. Tenemos, pues, una gama de modelos binarios de justicia que distinguen entre justicia para ricos o para pobres; entre daños reparables o irreparables; entre justicia simétrica, que concibe la universalidad de sus propuestas como decisiones de todos por igual, o justicia asimétrica, que piensa la universalidad a partir de lo excluido por la universalidad simétrica; entre justicia cuyo tribunal es la historia y justicia del singular, cuyo reo son la historia y el tribunal; entre una justicia moderna, que tiene en cuenta la complejidad de la sociedad contemporánea, y una justicia más de andar por casa.

            Estos planteamientos binarios son irreductibles, porque se bifurcan a partir de referentes inconmensurables: poco tienen que ver entre sí, en efecto, la preocupación por la distribución, en unos casos, con la reparabilidad del daño, en otros, o con el modo de concebir la universalidad, o con la fijación del sujeto de la justicia o con el peso de la pluralidad de concepciones morales.

            Lo más que podemos decir es que cada uno de esos planteamientos son aproximaciones válidas, pero parciales, a un problema como el de la justicia, singularmente complejo.

            Es en el interior de cada planteamiento donde se puede debatir y argumentar a favor de uno de los dos términos. La complejidad del problema es de tal magnitud, y el desarrollo de cada punto de vista tan rico, que es grande la tentación de correr tras el concordismo, buscando acuerdos complementarios entre los diferentes puntos de vista. El intento más generoso es, quizá, el llevado a cabo por Luis Villoro, empeñado en conciliar la tradición deontológica y la teleológica, empeño que sigue a otros menos acabados como el del propio Lévinas.

            Antes de embarcarse en esa aventura procede reconocer la radicalidad de cada punto de vista. Y para desbrozar el terreno avanzamos la tesis de que hay dos maneras de abordar la justicia, en cualquiera de sus variantes: o especulativa o  experiencialmente.

            El término “especulativo” puede entenderse de dos maneras: que lo justo está en la calle, que es algo exterior al sujeto, que se refleja en su mente como en un espejo; o bien, que lo justo es como un razonamiento que el sujeto se hace, siendo lo justo uno de los productos de esa actividad interior. ¿Puede ser la justicia especulativa? Desde luego la especulación, en este caso, va en contra de una de las intuiciones más arraigada en la conciencia filosófica. La intuición de que la justicia no es algo que esté fuera de nosotros mismos; que en su raíz es un sentimiento o una acción exigida y convocada por lo más íntimo de nuestra naturaleza para poder lograrse y alcanzar su fin. Esto lo vemos ya en Platón cuando dice que no podemos definir en abstracto la justicia, como si fuera una idea. El único camino es la experiencia del justo, porque ésta ya se ha construido “una naturaleza conforme a la justicia”(25). Tampoco resulta convincente concebir la justicia como un constructo teórico de cada cual o de todos en comandita, porque eso significaría que no habría injusticia, ni miseria, ni pobreza, ni hambre, ni sed, hasta que no decidiéramos nosotros lo que es justo, bienestar o saciedad. Porque si concebimos la justicia como el resultado de una actividad teórica del filósofo, lo que tenemos que conceder es que el filósofo de gabinete, sólo o con los demás colegas, no sólo decidirá lo que es justo, sino también lo que es injusto; de suerte que quien esté pasando por una experiencia negativa, tendrá que esperar el oráculo de los teóricos para saber si lo que le pasa es una injusticia o una jugada del destino.

            El camino alternativo a la especulación es la experiencia de la injusticia. En este caso, la justicia sería la reacción o la respuesta moral y política a una situación anterior de injusticia. Esto no debería plantear dificultades para su aceptación, porque entendemos, por un lado, que la justicia nace en el preciso momento en el que alguien grita, ante un atropello, “¡no hay derecho!”, y por otro, que aunque sea difícil ponernos de acuerdo en qué sea lo justo, sí puede haber consenso en identificar qué sea injusto.

            Ahora bien, si todo el mundo lo acepta de entrada y luego desaparece como por encanto, es porque resulta muy difícil mantener, en el momento de construir y desarrollar una teoría de la justicia, esa tensión entre las exigencias teóricas y las preguntas de la experiencia de la injusticia. Hay un profundo hiato entre el momento de aparición de la justicia como respuesta a la injusticia y el momento de elaboración de la teoría de la justicia en el que aquella intuición se disuelve.

            Conviene, por eso, antes de seguir adelante, dejar bien sentada la referida intuición de que el principio de la justicia es un grito de indignación ante una situación de injusticia.

Reyes Mate (en Revista Anthropos, nº 228, julio 2010, pp. 56-66)

NOTAS
(1) F. Bacon, De la Justice universelle: Essai d'un traité sur la justice universelle, Paris, 1824, réédition L'Harmattan, 2006, p. 27.
(2) Aristóteles, Ética a Nicómaco, V, 1 (1129b25).
(3) Aristóteles, Ética a Nicómaco, V, 1 (1130a5). Cf. P. Ricoeur, Le Juste, Paris, Editions Esprit, 1995, p. 9.
(4) Sto. Tomás, Summa Theologiae, II-IIae, 58.
(5) L. Villoro, Los retos de la sociedad por venir, México, FCE, 2007, p. 15.
(6) Ibíd., p. 16.
(7) J-F. Lyotard, Le Différend, Paris, Les Editions de Minuit, 1983, pp. 24-25.
(8) El libro, escrito en 1983, tiene aún las huellas del J-F. Lyotard militante en “Socialismo y Barbarie”. Si uno compara este texto con los posteriores, verá que entretanto Lyotard ha rebajado el conflicto de clases a “litigio”,  lugar, como él dice, “des petits conflits”, cf. J.F. Lyotard “Devant la loi, après la loi”, entrevista en E. Weber en Questions au judaïsme, Paris, Desclée De Brouwer, 1996, p. 209.
(9) Las citas de este párrafo están tomadas de C. Schmitt, Der Begriff des Politischen, Berlin, Duncker-Humbolt, 1963.
(10) Remito sobre este particular a Y-C. Zarka, Un detalle en el pensamiento de Carl Schmitt, Barcelona, Anthropos, 2007, pp. 27 y ss. Agradezco a Tomás Valladolid Bueno valiosas sugerencias sobre este asunto.
(11) En un agudo comentario a ese pasaje, Derrida se pregunta si la democracia ha logrado dejar atrás a Schmitt. Desde el momento en que remitimos la igualdad política a la igualdad de origen, supeditamos la libertad a la naturaleza, que es lo que ocurre con el concepto de "fraternidad". Cf. J. Derrida, Politiques de l'amitié, Paris, Galilée, 1994, pp. 117 y ss.
(12) J. Taubes, En divergent accord, Paris, Rivage Poche, 1996,  p. 84.
(13) Ibíd., p. 96.
(14) Lo cita D. Barreto en "Estado, Derecho y Justicia" (manuscrito), 3.
(15) Citado en R. Mate, Memoria de Occidente, Barcelona, Anthropos, 1997, p. 164.
(16) M. Mendelssohn, Jerusalem o Acerca de poder religioso y judaísmo, Barcelona, Anthropos, 1991.
(17) Mª. T. de la Garza, Política de la memoria, Barcelona, Anthropos, 2002, p. 121.
(18) F. Rosenzweig, Nuevo Pensamiento, Madrid, Visor, 1989, p. 63.
(19) Y lo hace, por cierto, en un tono al que no le falta desparpajo: “Yo, individuo ordinario y común, yo, con nombre y apellidos, polvo y ceniza, ahí estoy dispuesto a filosofar fuera de la totalidad del sistema que niega mi incondicionalidad”, en F. Rosenzweig, 1989, El nuevo pensamiento, op. cit., p. 23.
(20) E. Lévinas, "Franz Rosenzweig une pensée juive moderne", Revue de Théologie et Philosophie 98 (4), 1965, p. 220.
(21) S. Mosès, Système et Révélation, Paris, Seuil, 1982, p. 187.
(22) F. Rosenzweig dice que para el pueblo judío “el pasado es más bien un recuerdo que siempre está a la misma distancia, un recuerdo que no es de hecho pasado sino una realidad eternamente actual: cada individuo considera la salida de Egipto como si él mismo hubiera salido con aquellos”, F. Rosenzweig, Der Stern der Erlösung, Frankfurt, Suhrkamp, 1990, pp. 337-338.
(23) J-F. Courtine, «Schelling et le judaïsme», en G. Bensussan (dir.), La philosophie allemande dans la pensée juive, Paris, PUF, 1997, p. 98.
(24) D. Bensaïd, Les dépossédés. Karl Marx, les voleurs de bois et le droit des pauvres, Paris, La Fabrique Editions, 2007.
(25) Tomo la idea de G. Zagrebelsky, La domanda di giustizia, Torino, Einaudi, 2003, p. 15.