El éxito de
La Vida es Sueño, de Calderón de la Barca, que ha tenido lugar en Madrid,
en el otoño del 2012, ha tenido mucho que ver con la interpretación tan convincente de Blanca Portillo, en su
papel de Segismundo, sin olvidar el resto del reparto; con la dirección tan
segura de Helena Pimenta; con la versión tan depurada de Juan Mayorga. Ahí están sin duda las claves del éxito. Pero
no habría que descartar otro factor que tiene que ver con el público siempre
pronto a asistir a una buena representación de una obra clásica. Este público
que ha agotado todas las plazas del Teatro Pavón de Madrid, vive angustiado por
una crisis de dimensiones epocales. Habría que preguntarse si ese estado de
ánimo es ajeno a la respuesta. Hay quien
ha visto en el barroco, la cultura envolvente de La Vida es Sueño, un adelanto del siglo XX. Calderón nos
convocaría porque nos sentimos expresados. Este es el contexto de las
siguientes reflexiones en las que, de la mano del autor del Origen del drama barroco alemán, Walter Benjamin, voy a
desarrollar la idea de la complicidad entre el barroco y nuestro tiempo.
1. El Barroco sucede al Renacimiento.
El Renacimiento, un estilo de vida que duró apenas el tiempo de una existencia
humana, llenó Europa de optimismo,
creaciones y plenitud. Como dice Stephan Zweig: "en el curso de una vida
humana, el Renacimiento habría brindado a la feliz humanidad, con sus artistas,
sus pintores, sus poetas y sus eruditos,
una belleza nunca esperada con semejante
plenitud, y parecía alborear un siglo o, mejor dicho, parecían alborear siglos
en los que la fuerza creadora acercaba paso a paso, ola tras ola, la oscura y
caótica existencia a lo divino. De
pronto, el mundo se había vuelto vasto, pleno y rico... "(1).
Pero la bonanza duró poco. En
efecto, "la Reforma ,
que en Europa soñaba con dar un nuevo espíritu al cristianismo, sazonó la
descomunal barbarie de las guerras de religión; la imprenta, en vez de difundir
la cultura, diseminó el furor theologicus;
en vez del humanismo triunfó la intolerancia. En toda Europa sangrientas
guerras civiles desgarraron los países, mientras en el Nuevo Mundo la
bestialidad de los conquistadores se desataba con brutalidad inaudita..."
(Zweig, 2008, 16). Sobrevino, pues, un tiempo oscuro de guerras, peste y hambres.
Una carta escrita por unos jesuítas el
30 de julio de 1638 (2) da idea de la gravedad de la situación: "las
necesidades de hambre son tan sin ejemplo que se llegan a comer los más
cercanos". Hambre significa canibalismo. En ese medio aparece el barroco
o, mejor dicho, el barroco es la expresión de ese mundo.
2. Lo que hoy, un día del 2012, nos reúne
es una obra del barroco, La vida es sueño,
de Calderón de la Barca ,
escrita en 1635 (la versión definitiva es de 1673). Carl Schmitt expone en su Hamlet o Hécuba. La interrupción del tiempo
en el drama la extraña teoría de que entre Hamlet, el Quijote y el Fausto,
sólo el primero alcanza el prestigio del mito, del mito inmortal, porque apunta
a conflictos irresolubles que alcanzan a toda generación. Sus desafíos siguen
siendo los nuestros, mientras que los que plantean Cervantes y Goethe pueden
ser digeridos y solventados desde sus respectivos contextos (el
católico-español, en un caso; el luterano-alemán en otro). No habría misterio
en estos dos últimos sino conflictos que podemos asimilar y resolver desde las
respectivas culturas. No sabemos qué diría Schmitt de La vida es sueño, pero tampoco importa. Más interesante es lo que
apunta Walter Benjamin cuando dice que el barroco prefigura nuestro tiempo.
Juan Mayorga habla, en la presentación de su versión, "de la actualidad de
la tensión que atraviesa los versos de esta trágica comedia". Y Helena Pimenta,
la directora del montaje, abunda en la misma idea: "sus temores son
nuestros temores, sus anhelos son nuestros anhelos, su lucha por sobrevivir en
un mundo habitado por la incertidumbre es la nuestra".
De una manera u otra coincidimos en que Calderón
(el de más altura de todo aquel teatro europeo (3), según Benjamin) es nuestro
contemporáneo. Admitamos que la afirmación no es del todo evidente. El Barroco
nos queda lejos. Lo asociamos a religión (la música de Tomás Luis de Vitoria o
de J. S. Bach, las iglesias jesuíticas, la pintura de Zurbarán, los cristos
yacentes de Gregorio Fernández) y los nuestros son tiempos seculares. Por otro
lado, una sociedad que se debate o que se acomoda a la indistinción entre
realidad y ficción, como es la barroca, no parece que tenga mucho que ver con
una "sociedad del conocimiento" como decimos que es la nuestra.
Tampoco coincidimos en gustos: al arte barroco le va el exceso, lo ornamental,
hasta lo superfluo, mientras que la
estética moderna es más bien funcional .
Lo que quiero decir es que no es
evidente esa complicidad, de ahí que haya que justificarla. Tenemos que
preguntarnos por lo que nos atrae del barroco, lo que nos expresa, incluso
aunque no seamos consciente de ello. Para descubrirlo lo más eficaz es recordar
lo característico del barroco y preguntarnos luego si eso tiene que ver con
nosotros.
2.1. Propio del barroco es, en
primer lugar, el abandono, el estado de postración del ser humano. Es un mundo,
dice Benjamin, "abandonado por la gracia"(4), es decir, abandonado a
sí mismo. Durante siglos el ser humano europeo estaba protegido por el manto de
la religión. Dios era su destino y protector. El hombre del barroco descubre
que está solo y no con la soledad prometeica del hombre del renacimiento, que
se siente el centro del mundo, sino con la soledad de quien se siente
abandonado. Esta arreligiosidad conviene aclararla bien porque el barroco es
impensable sin la Reforma
y la Contrarreforma ,
es decir, sin la religiosidad. Siempre cabe el fácil recurso de decir que
"el barroco es la cultura de las contradicciones", pero al menos en
este caso cabe una explicación. Dice José Antonio Maravall, en su libro La cultura del barroco(5), que el
barroco "más que cuestión de religión, es cuestión de Iglesia, y en especial
de la católica, por su condición de poder monárquico absoluto". No es la
religión sino el poder eclesiástico lo que interesa. Lo que quiere decir es que
hay un poder religioso -la
Reforma o la Contrarreforma- que está siempre presente y con
el que hay que negociar. Dado que es un marco sólido, inamovible,
la cultura barroca se hace fuerte afanándose en cambiar el sentido de la
existencia. El hombre barroco no es el que predica la Reforma o la
Contrarreforma sino el que se construye al interior de ellas. He aquí algunos
rasgos: se sabe sólo. Un personaje de Tirso de Molina dice: No hay Dios que me de cuidado/lo demás es
desvarío...Nacer y morir, no hay más (Maravall, 1996, 108); se sabe frágil,
inseguro, sin certezas. El peregrino de Comenius se pregunta "si existe alguna cosa sobre la cual
pueda fundarse con certeza" (Maravall, 1996, 323); pero precisamente por eso, porque no tiene
respuestas que le despejen las incógnitas relativas al futuro, al sentido o a
la densidad de la realidad, se declara apegado al mundo, se ata a lo que hay
porque más allá no hay nada de mundo. Benjamin llama la atención sobre el hecho
de que no hay escatología barroca, es decir, el hombre del barroco no es capaz de imaginarse un más allá humano o
mundano; de ahí su tristeza, otra nota
característica. Es la época del chagrin,
de la acedia, de la melancolía. La razón de esa tristeza reside en su
impotencia ante el poder, ante la historia. A quienes viven en territorio
protestante se les dice que las obras no valen nada, todo da lo mismo; y los
que habitan territorio católico saben que las obras que cuentan no son las de
los de abajo. A esa criatura del siglo
sólo le queda entonar el beatus
ille de Fray Luis de León que si uno
observa bien no invita a irse de vacaciones a alguna idílica Arcadia, sino que
expresa la voluntad de huir del poder, de refugiarse en la naturaleza, un
espacio sólido que resiste la arbitrariedad del poder. La naturaleza aparece
como el límite que el poder no puede conformar a su gusto. La tristeza genera
el luto, un estado de ánimo que es expresión y protesta ante una sociedad que
priva al ser humano de esperanza. El luto o duelo -en alemán Trauer- se convierte en piedra angular
de la cultura del barroco.
2.2. En segundo lugar, la concepción
del tiempo. El tiempo en el barroco es un dato fundamental. Góngora recoge bien ese sentir en un par de
versos en los que el poeta le dice al tiempo: "tu eres, tiempo, el que te
quedas/ y yo soy el que me voy". Ese tiempo afecta al modo de ser: "No
se nace hecho" dice Gracián, porque la vida es un proyecto, un devenir, un infieri, ya que nada hay que ocurra
fuera del tiempo. Como no se puede hacer abstracción del tiempo tampoco nos
está permitido no tenerle en cuenta en nuestra forma de entender la vida. Es
verdad que esa entrega al factor tiempo acaba mal porque se impone la muerte
que es vista como un fracaso. La idea de la muerte como culminación de la vida
es ajena al barroco. El poeta Rilke entendía la vida como "la maduración
de la gran muerte que llevamos dentro"; y el joven Jorge Semprún,
deportado en Buchenwald, acudía a la
cabecera de los moribundos para hacerles sentir que morían porque habían
elegido vivir libremente y no porque lo hubieran decretado los nazis. Pues
bien, esa actitud ante la muerte no la conoce el barroco que vive agarrado al
instante presente porque todo lo demás es vacío. La muerte es la negación de la
vida, por eso hay que agarrarse a ella, disfrutar del instante, y mantenerse
lejos de la muerte.
Propio de ese tiempo es la fugacidad:
"no hay cosa estable en el mundo"; "el agua siempre es
eterna/pero nunca se repite", dice
Bocangel, que remata así: "y
mientras todo se muda/sólo la mudanza es firme" (Maravall, 1996,
369-70). La fugacidad se traduce plásticamente en la parcelización o trozeo de
lo continuo: gusto por las palabras
cortadas, interrupción de la columnas rectilíneas que en el renacimiento
llegaban hasta lo alto. En la Iglesia de Saint Sulpice de Paris o en el Gesù de
Roma se ve bien cómo las potentes columnas que sustentan la fábrica no llegan
hasta el techo sino que se agotan en los planos explicando plásticamente la
finitud de la voluntad humana.
La fugacidad de la existencia lleva
a poner el acento en lo circunstancial o accidental, es decir, en lo ocasional
más que en lo definitivo. La ocasión, lo ocasional, abre las puertas a la
fortuna y esto tiene una importancia que no puede pasarse por alto. Este culto
a la ocasión, esta búsqueda de oportunidades explica, desde luego, el gusto por
el juego (los naipes hacen su aparición en este momento), pero, sobre
todo, lleva consigo la idea de que todo
no está decidido, que todo puede ocurrir, que se puede plantar cara al destino.
Basilio, el rey y padre de Segismundo que por creerse los fatales vaticinios de
los hados sacrifica su hijo a los augurios de la astronomía, tiene, sin
embargo, sus dudas: "quiero examinar si el cielo/o se mitiga o se
templa/cuando menos, y vencido/ con valor y con prudencia/se desdice, porque el
hombre/ puede vencer las estrellas". Al decir que "el hombre puede
vencer las estrellas", tiene lugar la diferencia fundamental entre la
tragedia antigua, en la que el héroe no escapa al destino, y la barroca, que sí
puede, como Segismundo.
2.3. En tercer lugar, la
representación. Decir que "todo el
mundo es trazas", apariencias, ostentación, es un tópico del barroco. Roma es la ciudad
del barroco porque sus artistas, pintores o arquitectos la convierten en una
ciudad para ser vista y admirada. Esto no significa desprecio por ese otro
nivel más profundo que podríamos llamar lo esencial; tampoco debe invitar a
despreciarse porque se es superficial. Lo que pasa es que se valora lo que es por cómo se manifiesta.
Si el barroco está convencido de que
el disfraz es la verdad, que disfrazándose se llega a ser uno mismo, que la
persona es el personaje que se muestra (por eso Velázquez se pinta, consciente
de que lo que no aparece, no existe), entonces se entenderá el lugar del teatro,
arte de la representación por excelencia, en el barroco. Pero esto conviene
entenderlo bien: para Calderón lo que pasa en las tablas no es distinto de lo
que pasa en la liturgia religiosa o en la vida cortesana. Todo es teatral, sólo que el teatro lo hace consciente, lo
explicita plásticamente. Eso no significa que el teatro engañe o camufle la
realidad. El engaño consistiría en pensar que hay disociación entre persona y
personaje, por eso uno sale del engaño, es decir, se desengaña cuando reconoce
que "esto es lo que hay". Desengañarse es acomodarse a lo que hay y
no volverle la espalda imaginando que una cosa es la realidad y otra la ficción
(que es como habitualmente ahora entendemos eso de desengañarse) (6). El
desengaño barroco es lo opuesto a la teatralización de la vida, entendiendo por
ello, un tipo de teatro que en vez de
manifestar la vida, la oculta o la deforma. Es lo que ocurre, por ejemplo, en
ese campo de Theresienstadt al que acude un alto funcionario de la Cruz Roja
para hacer un informe sobre los campos nazi de concentración y de exterminio.
El jefe del campo, para transmitir la imagen oficial de que esos lugares son meros
campos de trabajo en los que la vida se desarrolla con toda normalidad, les
obliga a esos seres condenados a muerte a representar una normalidad que no
existe. Ahí la vida va por un lado y el teatro por otro. Por eso puede decir
Mayorga que en ese caso "el teatro ocupa la vida en lugar de
iluminarla". Y eso es una impostura (pero el teatro puede como nadie
desenmascarar la impostura, que es lo que consigue el propio Mayorga con su
obra Himmelweg).
No hay oposición entre el interior y
el exterior, entre lo real y lo ilusorio, entre el sueño y el despertar. Todo
conforma la realidad, por eso no entramos en contacto con la realidad cuando nos
sacudimos el sueño y miramos el mundo con ojos despiertos porque eso que vemos también es ilusión. No se trata
en definitiva de abandonar el juego, sino de saberse manejar en él. Segismundo lo acaba entendiendo: "Más sea
verdad o sueño/obrar bien es lo que importa;/si fuera verdad, por serlo;/ si
no, por ganar amigos/para cuando despertemos".
En lo concerniente a la idea de
realidad, la posición de Calderón no es la misma que la de Descartes. El
filósofo francés trata de salir del
enredo buscando criterios claros que separen lo real de lo ficción, a través de
"ideas claras y distintas" (aunque, no lo olvidemos, la revelación de su método, el famoso
"método cartesiano", para escapar al embrujo de tomar la ficción por
la realidad, la obtuvo en un sueño,
viajando al santuario de Loreto). La
idea del barroco es que el mundo al que uno se despierta también es ficción.
Las ideas "claras y distintas" pueden ser cosas del maligno. Precisamente porque no hay oposición
entre exterior- interior, entre teatro-vida, entre sueño-despertar, es por lo
que Calderón puede ser fiel a la profunda mundaneidad del barroco y seguir
contando con Dios. Lo compagina porque convierte a Dios en un actor. "Dios
está en la tramoya" dice Benjamin. Dios es un efecto especial. De esta
manera Calderón gestiona su teatro barroco en un contexto tan católico como el
español.. Así consigue, dice Benjamin,
que "la trascendencia dijera su última palabra, pero de una forma
secularizada, esto es, disfrazada de teatro dentro del teatro" (7).
2.4. El fragmento. "El
fragmento es la creación más noble del barroco", dice Benjamin. El
fragmento se opone al discurso, al gran relato, a visiones globales del mundo.
El relato o discurso es portador de sentido: explica el horizonte de sentido de
nuestras acciones concretas. Del fragmento se espera algo más que del discurso.
Se espera un milagro: no que dé sentido sino que le salve. Fragmento y ruinas
se compadecen, van juntas: lo que significa el fragmento en el orden de las
palabras, lo significan las ruinas en el orden de las cosas. Son dos momentos
de un todo que le comprometen en su integridad.
¿Qué es lo que tienen en común el
fragmento y las ruinas? Que son la argamasa de la alegoría. Material alegórico
es una ruina, una calavera o los trozos inconexos de papel de una carta que ha
sido despedazada. Y eso es así porque la alegoría se fija en la facies hipocrática de la realidad, en su
lado oculto, dañado, aplastado. Lo hace para descubrir la vida que yace en lo
que parece muerto. Ese es el milagro, "su saber secreto y
privilegiado" (Benjamin, 1990, 230). Esa es la contradicción del barroco:
se nutre culturalmente del fracaso y puede tomar dos caminos ya sea el de la
resignación o este otro de la alegoría que se afana en ver en las ruinas una
chispa de vida; vida, ciertamente arruinada, pero vida que fue, que quiso ser y
no pudo. Vida que pide ser.
3. Si esos son los rasgos del
barroco y éste anuncia nuestro tiempo, habría que preguntarse ¿dónde están
estos trazos hoy? ¿cómo se manifiestan? Veamos:
3.1. El abandono. Decíamos que el
hombre del barroco se sabía sólo en un mundo abandonado por la gracia. Cerca de
la Iglesia
pero lejos de Dios. Sería fácil decir que si hay un mundo secularizado, ese es
el nuestro, y que, por lo tanto, nos encontramos unidos en un mundo
arreligioso. Pero las cosas son un poco más complicadas: el nuestro no es un
mundo secular, como lo era el mundo moderno, sino postmoderno. Quiero decir que
ya sabemos lo que da de sí un mundo secularizado. Prometía mucho pues pensaba
que podía construir un mundo habitado por la razón y la ética. La secularización
ha expulsado a Dios pero su lugar ha sido ocupado por los muchos dioses que
conforman la razón instrumental. Por eso se habla del fracaso de la modernidad,
es decir, de tiempos postmodernos en los que el mismo hombre que se ha liberado
de Dios está a merced de los dioses del
poder o del dinero.
3.2. Sobre la fugacidad del tiempo.
Fugacidad se traduce hoy por velocidad o, mejor, por aceleración. La fugacidad,
llevada al extremo, introniza el instante, el presente, como único valor
temporal: no hay pasado, ni futuro, sólo ahora. Bueno, pues eso es lo que está
ocurriendo hoy en día con el culto a la velocidad que es como la quintaesencia
del progreso. Lo que tenemos que tener en cuenta es que la velocidad de
referencia es nuestro tiempo es internet que es la velocidad de la luz. Queremos viajar
a la velocidad de la luz por eso el tiempo de más es tiempo perdido. Buscamos
la instantaneidad. Antes los viajes tenían trayecto, es decir, un punto de
partida, el goce del recorrido, el momento de la llegada. Era un momento de
experiencia ligada al tiempo empleado y
al espacio recorrido. Ahora el viaje sólo es punto de partida y de llegada. En medio,
tiempo perdido. Ahora bien, de la misma manera que la fugacidad es una apuesta
perdedora por la vida porque no puede evitar la muerte, de la misma manera la
aceleración contemporánea es un suicidio. El ser humano necesita tiempo y
espacio. Son sus condiciones de posibilidad de vivir. Sin ellas no hay vida. La
aceleración ha matado, por un lado, la posibilidad de la experiencia
("somos pobres en experiencia", decía Benjamin, aunque vivamos
mucho), sin olvidar que mueren más en las carreteras que en las guerras.
3.3. Sobre la representación. Ya
hemos visto que, para el barroco, la vida es sueño y el mundo, trazas. Para
entender en qué sentido nuestro tiempo sigue siendo fiel a esas convicciones
barrocas, habría que referirse a los estudios benjaminianos sobre el
capitalismo contemporáneo. Benjamin ve una diferencia substancial entre el
capitalismo del siglo XIX y el del siglo XX (y a fortiori el del siglo XXI). Si
el del siglo XIX tenía su epicentro en la fábrica porque ahí se operaba la
explotación, se legitimaba la plusvalía recurriendo al fetiche de la mercancía
(nos hacían creer que el valor de unos zapatos eran 100 cuando su valor real
era 10), el capitalismo del siglo XX lo tiene en el escaparate porque las cosas
no valen lo que cuestan, ni valen en función de lo que sirven, sino que las
cosas valen en función de lo que representan socialmente. Hemos pasado del
fetichismo a la fantasmagoría. Un coche, un vestido, un reloj, valen según el
reconocimiento social que consigan o conciten(8). Son nuestro carnet de
identidad. Nos pasa lo que a los adolescentes que caminan con los pantalones
caídos, aunque sea incómodo, para enseñar la marca de los calzoncillos. No es
que el nuestro sea el mundo de las apariencias (que las cosas o las personas
valgan en función de lo que se muestre), es que identificamos realidad con
facticidad, con lo que hay, con lo que aparece. El exterior ha devorado el
interior. De alguna manera, hemos dejado atrás al barroco que sí reconocía la
distinción entre substancia y accidente, entre el exterior y lo interior,
aunque sólo valorara lo substancial en tanto en cuanto se manifestaba. Ahora
hemos decretado que sólo hay exterior, apariencia. Confundimos realidad con
facticidad. Lo que no está, no es. Lo que ha quedado en las cunetas de la
historia, vencido o aplastado, carece de realidad. ¡Vae victis!
3.4. ¿Qué decir sobre el fragmento?
La postmodernidad que nos envuelve proclama el fin de los grandes relatos. Es
la apoteosis del fragmento. Lo que no es mala cosa si tenemos en cuenta que los
grandes relatos sólo se ocupada de las grandes cifras, desinteresándose del
destino de los individuos. Ahí está, por ejemplo, la cultura de la memoria, que
no sería nada sin las ruinas, sin las huellas del desastre, en una palabra: sin
los fragmentos. Gracias a los supervivientes de la catástrofe podemos llegar a
entender que el progreso es catástrofe; gracias a las huellas, a las cicatrices
que deja el crimen en el victimario, podemos hablar de culpa moral y pensar así
en un tiempo nuevo, distinto, reconciliado.
Hay otra dimensión del fragmento que
conviene tener en cuenta. En El mayor
monstruo los celos, de Calderón de la Barca , el perverso protagonista ha decretado que
si él muere, sus fieles tienen que matar a su esposa, por honor. Para evitar
que el documento llegue a manos de ésta, lo hace pedazos oportunamente. Pero la
mujer llega a tiempo de ver por los suelos el texto hecho añicos y de leer en
un trozo muerte, en otro su nombre, Mariene, en aquel de allá honor y en este de acá secreto. Entiende que está condenada a
muerte. Las palabras aisladas adquieren una fuerza muy superior a la que tenían
en el documento. Las palabras en un discurso son comunicacionales; aisladas se
cargan de emoción que potencian el significado. Pensaba en esto visitando el 15 M la Puerta del Sol de
Madrid. Los jóvenes expresaban su
malestar a través de palabras
minúsculas, tales como "futuro", "casa",
"trabajo", "salud", "corrupción" o
"participación". Son palabras sueltas que las encontramos en los
programas políticos de los Partidos existentes. La diferencia es que en esos
programas esas palabras no significan nada, están desgastadas, pero esas mismas
palabras colgadas de las tiendas de los acampados, sí tenían significación.
4. Lo dicho hasta aquí es la
radiografía de un tiempo histórico o, si se prefiere, de dos: del barroco y del
nuestro, pero con eso no está todo dicho porque el artista y el filósofo no
describen, sino que se sienten interpelados por esa realidad. Son creadores no
porque inventen sino porque muestran aspectos que escapan a la mirada del
observador con prisas. Uno y otro leen su tiempo aunque con instrumentos
diferentes. Sintetizaría lo que dice el
dramaturgo Calderón con la expresión "drama de destino" y lo que dice
el filósofo Benjamin con el concepto "naturalización de la historia".
Veamos:
4.1. "Drama de destino"
quiere decir drama que se enfrenta al destino, asunto exclusivo hasta ahora de
la tragedia. Pero la tragedia puede tratar el destino de dos maneras muy
distintas: como insuperable o como superable. Esta es la diferencia entre la
tragedia clásica y la moderna, entre Edipo
Rey y La Vida es Sueño. Veamos
esto.
Había quien pensaba, como Nietzsche,
que la tragedia clásica era inmortal porque sus dilemas eran irresolubles y por
tanto permanentes. La pretensión de la filosofía -representada por Sócrates- de
hacerse cargo de esas contradicciones y resolverlas racionalmente, era una
quimera porque en la realidad había un momento de irracionalidad del que sólo
la tragedia podía hacerse cargo. Benjamin también pensaba, contra los
ilustrados, que la tragedia seguía vigente, pero no la de siempre, la clásica,
sino la barroca, el Trauerspiel que
es luto, por un lado, y, por otro, juego. ¿Cual es la diferencia? que el héroe
antiguo nace culpable (con la culpa trágica que no es la culpa individual), no
podrá escapar al destino (asesinará a su padre y será causa de la muerte de su
madre) y morirá asumiendo su culpa (Edipo se arrancará los ojos). El
protagonista de la tragedia barroca -Segismundo, por ejemplo- también nacerá
condenado, como Edipo o Moisés. No son culpables por haber transgredido una
orden sino porque son una transgresión, su sola existencia altera el orden del
universo. Pero hay una diferencia entre Segismundo y el destino implacable de
Edipo. La culpa originaria de Segismundo desencadena un proceso en el que van a
intervenir factores imprevistos que juegan en muchos sentidos. Estas
circunstancias sobrevenidas son ocasión para que el protagonista escape al
destino y se libere. Es un juego desigual pues las circunstancias juegan en
contra, pero es un juego, y Calderón está muy atento a la "rebelión de los
elementos". Por eso me parece muy acertado que Helena Pimenta se refiera
en su breve presentación de La Vida es sueño a la lucha de Segismundo por
recuperar su libertad y a la voluntad del ser humano de enfrentarse al destino.
Propio de la tragedia es la lucha del héroe contra su destino; lo nuevo en el
barroco es que los dados no están echados. Todo puede ocurrir. Segismundo puede
rebelarse contra sus cadenas y liberarse de ellas.
4.2. Benjamin expresa lo mismo,
filosóficamente, hablando de "la
naturalización de la historia" ¿qué se quiere decir? Por
"historia" entendemos proyectos de vida individual o colectivos
diseñados libremente; por "naturalización de la historia" reconocemos
el fracaso de esos proyectos libres que mueren a manos de poderes superiores
que se imponen a la voluntad. Pues bien, el filósofo constata el fracaso de la
historia pero con la mirada de un alegorista: el alegorista, ya lo hemos visto,
se fija en las calaveras, los escombros y las ruinas, en las víctimas...,pero
viendo en ello no un hecho fatídico, un triunfo de la muerte, un precio
inexorable, sino vida en la muerte, una injusticia o, como dice Benjamin
"la infinitud en la ausencia de esperanza" (Benjamin, 1990, 230),
esto es, esperanza en la desesperanza. El crimen no es un hecho natural, sino
privación de vida y, en ese sentido, una injusticia causada por el hombre y
contra la que el hombre puede rebelarse.
Volviendo a La vida es sueño, se trata de soñar mientras se duerme (de
poder ansiar la libertad desde la condición
de encadenado). En alemán y francés hay
dos palabras distintas, con significados opuestos, que en castellano traducimos
por sueño: sommeil y rêve; Schlaf y Traum; estar
dormidos y soñar mundos. El alegorista, siguiendo los pasos de Segismundo, hace
la transición de un significado al otro. Quiere transformar la postración en
rebeldía haciéndonos ver que lo soñado en el sueño puede ser realidad. Quizá la
grandeza de Calderón es poder expresar esas dos realidades, tan opuestas pero
relacionadas, con una única palabra: sueño. Lo mismo que harán Goya cuando
sentencie que "los sueños de la razón producen monstruos". Lo
monstruoso puede ocurrir porque se apaga la razón, durmiendo, y lo humano,
porque la razón se enciende, soñando.
5. Decía que lo que caracteriza a la tragedia
barroca es la posibilidad de escapar al destino. Segismundo acaba liberándose
de sus cadenas. Pero lo que llama la atención en la obra de Calderón es que la
salida de la condición animal en la que se encontraba Segismundo y el acceso a
la condición humana, no es sólo asunto de libertad. Segismundo es liberado dos veces y lo que Calderón muestra es que
no basta ser libre para ser humano. La libertad sería suficiente para ser libre
si Segismundo volviera a un mundo de iguales, a un mundo en el que la violencia
no hubiera roto la igualdad originaria y hubiera creado una sociedad de desiguales.
Pero Segismundo vuelve a una sociedad marcada por la violencia, una violencia
que se ha ensañado con él mismo. Con la libertad recién recuperada Segismundo puede utilizarla para la venganza, que es lo
que hace en el primer intento -"De todos era señor,/y de todos me
vengaba"-o puede emplear su condición de ser libre para vencer la
violencia que genera la opresión (las cadenas) y la desigualdad (el hambre).
El Segismundo de esta versión a
cargo de Mayorga, dirigido por Helena Pimenta y actuado por Blanca Portillo,
pone la libertad al servicio de la conquista de su humanidad, por eso se hace
violencia a sí mismo y es generoso con quien le ha hecho daño: "la fortuna
no se vence/ con injusticia y venganza,/porque antes se incita más;/y así,
quien vencer aguarda/ a su fortuna, ha se der/ con prudencia y con
templanza", dice Segismundo en el momento más intenso de la obra. La
libertad y el perdón se complementan en un gesto de conquista de la propia
humanidad.
He oído decir a Juan Mayorga que
esta obra quizá haya que situarla en la tradición judeocristiana. Creo que
tiene razón. En esta tradición o en estas tradiciones el perdón va muy unido a
humanidad. En la narración bíblica, la historia humana comienza el octavo día
con una transgresión. Y la respuesta de Yahvé no es la venganza sino el perdón que va a
permitir al ser humano recorrer una historia que le lleve a recuperar la
humanidad perdida. También en el cristianismo el perdón es capital. Lo original
del cristianismo es la encarnación, esto es, la idea de que lo divino se hace
humano inaugurando un tiempo en el que lo humano puede trascender sus límites.
Esa encarnación en Jesús se presenta en Mateo 1, 21 como "perdón de los
pecados de su pueblo", dando a entender que el perdón inaugura el tiempo
nuevo. El cambio de una existencia humana errática a otra con sentido es fruto
del perdón. La condición humana puede asentarse tanto en el territorio de la venganza
como en la del perdón, pero es este último el que la permite trascender sus
propias miserias.
Se ha publicado ahora un texto
escrito en septiembre de 1945, unos meses después del fin de la Segunda Guerra Mundial.
El autor es un superviviente de un campo, Robert Antelme. Toma la palabra y la
pluma para denunciar lo que están haciendo sus ex-compañeros, los
supervivientes, que se dedican a visitar las cárceles francesas para torturar o
matar a los prisioneros alemanes. Lo denuncia porque eso les coloca al nivel de
sus antiguos verdugos y supone una negación de los valores por los que ellos
lucharon en la Resistencia. Entiende que están en su derecho de no perdonarles
y de exigir por tanto justicia, pero si emplean su situación de liberados para
vengarse lo que consiguen es igualarse en inhumanidad con los nazis. El perdón
en La Vida es Sueño no
es un añadido circunstancial. Nos recuerda el gesto que convierte al animal
racional que dicen que somos en especie humana.
Reyes
Mate (Conferencia en el seminario "Teatro y Filosofía", organizado
por Juan Mayorga en el Instituto de Filosofía, 3 de diciembre 2012)
Notas:
(1)
Zweig,
S., 2011, Montaigne, Alcantilado, 14
(2)
Maravall, J.A., 1996, La cultura del
barroco, Ariel, 310
(3)
Benjamin, W., 1990, El origen del drama
barroco alemán, Taurus, 66
(4)
Benjamin, W.,1990, 51.66.67. Es cierto que Benjamin matiza a propósito de esta
cultura caracterizada como "estado creatural privado de la gracia"
que es "algo específico alemán" y que Calderón tiene que
desenvolverse en un contexto mucho más religiosizado, pero el resultado es el
mismo porque el barroco español endosa a la figura del monarca el poder de
salvación que otrora depositara en Dios. Al no poder el soberano resolver
positivamente los conflictos a los que se enfrenta el hombre de ese tiempo, descubre
su soledad y que "el cielo está desalojado".
(5)
Maravall, J.A., 1996, La cultura del
barroco, Ariel, 47
(6)
Notemos el cambio de significado del término "desengaño". Uno se
desengaña, decimos hoy, cuando reconoce que persigue algo ilusorio. El
desengaño es una cura de realismo. En el barroco, sin embargo, el engaño
consiste en pensar que hay una clara distinción entre lo real y lo ficticio. Y
uno se desengaña cuando comprende que no existe esa distinción entre ficción y realidad . Como dice Segismundo:
" Para mí no hay fingimientos,/ que, desengañado ya,/sé bien que la vida es sueño".
(7)
Cuesta creer que se haga justicia a la religiosidad del barroco reduciendo a
Dios a "tramoya". Eso no sería justo y tampoco lo pretende decir
Benjamin. El se atiene a la representación de la religión, a lo que Maravall
llama poder de la Iglesia o iglesia como poder. En el seno del mundo los
actores sobrenaturales sólo intervienen como personajes que no alteran el orden
del mundo. Incluso en el supuesto de que la Iglesia del poder actúe convencida
de que Dios no escapa de la tramoya para intervenir en la historia -algo que es
fácil aceptar teniendo en cuenta la historia- quedan todos esos hombres y mujeres
del barroco que cultivan un mundo interior que subsiste más allá de la tramoya.
(8) Oía decir recientemente en televisión a
una vendedora de ropa de moda para perros, "importada de Milán y de
París", que "mejor que su perro vaya a la última porque es su
presentación". Los aparejos del chucho son como el carnet de identidad de
su ama.