Desde que el Rey pidiera en su
mensaje navideño "rigor, seriedad y ejemplaridad ente quienes representan
las instituciones", se ha repetido por cabañas y palacios el deber de dar
ejemplo. Parece algo tan obvio que habría que preguntarse por qué suena tan
nuevo. Lo que ha pasado en los últimos decenios es que al político se le medía
por sus éxitos o, al menos, por su eficacia, sin preocuparse mucho de cómo
vivía o cómo lo hacía. Los políticos españoles
seguían la senda del francés Bernard Mandeville, el autor de un libro cuyo subtitulo
era ya una declaración de principios: "Los vicios privados hacen la
prosperidad pública".
No parece, sin embargo, que los
vicios privados y el saltarse a la torera la normas públicas hayan contribuido
a la prosperidad general a juzgar por la crisis que padecemos. Lo que sí han
traído consigo han sido muchos casos de corrupción que han generado fortunas
sospechosas al precio de vaciar las arcas públicas. El caso de Berlusconi es harto ilustrativo. Sus votantes celebraron
durante años sus vicios privados pensando que lo importante era la buena salud
de las cuentas públicas. Hasta que el famoso mercado le echó del poder porque
todo ese ajetreo orgiástico lo que estaba produciendo era la ruina del país.
Con su discurso navideño el Rey
quería salir al paso de esas malas prácticas que someten los bienes públicos a
los vicios privados, acuciado sin duda por un personaje de la Casa Real que
dejaría boquiabiertos a los más afamados pícaros de nuestra literatura. Juan
Carlos I pide ejemplaridad a quienes de una manera u otra representan al
pueblo.
Esto de dar ejemplo tiene sus
complicaciones. Lo que se quiere decir con ello es, por un lado, que los hombre
públicos sean virtuosos para poder ser un ejemplo. Pero para que el hombre
virtuoso sea un ejemplo a seguir es necesario que la gente admire la vida
virtuosa. El buen ejemplo del hombre público sólo funciona en el supuesto de
que la gente común valore la excelencia . Ejemplaridad del que está arriba,
claro, pero también admiración del que se encuentra abajo, entendiendo por tal
"un sentimiento de alegría que brota a la vista de alguna excelencia moral
ajena que suscita en el espectador el deseo de emularla", dice Aurelio
Arteta en su Ensayo sobre la admiración moral. Si el ciudadano no está animado por esa disposición admirativa por la vida ejemplar del que le
representa, el ejemplo puede ser razón de mofa. Por eso conviene preguntarse si
a la gente le importa el buen ejemplo. Como todo el mundo diría que sí, habría
que analizar entonces por qué políticos
corruptos ganan por mayorías absolutas.
No es evidente que admiremos la vida
ejemplar. Hace casi cinco siglos un francés, llamado Etienne de la Boëtie,
publicó un librito, El discurso de la
servidumbre voluntaria, en el que se pregunta por qué la gente prefiere las
cadenas a la libertad; por qué busca la protección del más fuerte entregándose
de pies y manos a su servicio. De la Boëtie observaba que el hombre corriente
no admira la virtud, ni se mueve por el buen ejemplo. Como dice El Gran Inquisidor de Dostoievski,
prefiere el pan a la libertad. Esta extraña predisposición del ser humano al
sometimiento, incluso a la servidumbre más humillante, es una observación que
se podría hacer hoy en tantos lugares de la geografía española. Sólo así podríamos explicarnos que dudosos
personajes que pasaron de la poltrona a la cárcel -siendo banqueros o presidentes de equipos de
fútbol, por ejemplo- hayan sido jaleados como héroes populares. No es el ejemplo lo que la gente admira sino
el poder o el éxito.
Pese a la masa de candidatos a la
"servidumbre voluntaria" ¿sirve de algo el buen ejemplo? Digamos que
ante ese tipo de actitud servil lo que procede
no es sólo dar ejemplo, sino enfrentarse a esas patologías políticas que
prefieren al de casa, aunque sea un corrupto, al de otro partido, aunque sea
ejemplar. Necesitamos hombres públicos virtuosos pero para educar, dispuestos a
ir contracorriente y no halagar los
bajos instintos. Lo que se echa de menos es la función pedagógica del político.
Se puede adivinar que si esa tarea brilla por su ausencia es porque
su práctica podría enfriar los
ánimos del correligionario y distraerle entonces del gran objetivo que persigue de todo político que se precie:
ganar a cualquier precio. Los estrategas de imagen que revolotean en torno al aspirante al poder,
aconsejan al candidato que se muestre
"como uno de ellos", sin destellos que les aleje. Dicen que Al Gore,
el brillante candidato demócrata, que siguió a Bill Clinton, perdió las
elecciones porque su historial académico y profesional, lleno de sobresalientes,
espantó al americano medio que no daba para tanto. Al final ganó George W. Bush
que al parecer tenía dificultad para entender informes de más de cuatro
páginas.
Si queremos que el buen ejemplo
cunda, no basta darle. Hay que esforzarse además en hacerle admirable por parte
de aquellos a los que se dirige. Esa admiración no nace por generación espontánea
si no que es el resultado de una educación que poco tiene que ver con lo que se
gasta en política.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla ,7 de
enero 2012)