La noticia
de que el medio millón de doblones de oro de la fragata "Nuestra Señora de
las Mercedes", rescatados del fondo del mar por la compañía norteamericana
Odyssey, volvía a la península, fue saludada por el facundo Ministro de Educación,
José Ignacio Wert, con un suspiro de alivio. “Por fin, una buena noticia” dijo,
"que no nos saca de pobre pero que nos va a enriquecer". Luego vino
el debate para decidir que hacer con ese inesperado regalo: que si para un
museo, que si invertirlos en cultura o para paliar algún desperfecto de la esta
crisis de nunca acabar. En algunos de
esos programas cara al público, alguien ha deslizado la idea de por qué no
devolverlos al Perú o al Ecuador. Es una idea extravagante porque español era
el barco, españolas sus colonias y español el dinero gastado en pleitear por su
propiedad.
Claro que
el oro era indígena como las manos de los que lo arrancaron de las entrañas de
sus tierras. Convendría detenerse ante esa extravagante idea. Si hay un lugar
en el que esa recomendación tiene sentido es precisamente en Valladolid. Aquí
tuvo lugar un debate en el que, con cuatro siglos y medio de anticipación, se
discutió sobre los derechos de los españoles sobre los bienes de aquellas
tierras.
Aunque no hubo una sentencia final, la opinión generalizada es que
triunfó Bartolomé de Las Casas y perdió Ginés de Sepúlveda. Para el famoso
fraile dominico, lo que se
hizo en las Indias “ha
sido contra todo derecho natural y derecho de gentes, y también contra todo
derecho divino...y por consiguiente nulo, inválido y sin ningún valor y momento
de Derecho”. De acuerdo con esta doctrina, los doblones de oro que
trasportaba la fragata Mercedes serían lo más parecido a un robo. Y no se
quedaba ahí el obispo de Chiapas. Años después diría, pensando en las
generaciones futuras de españoles, que estábamos obligados "a restituir lo
robado y velar por el buen nombre de los indígenas".
Se entiende
que con estos argumentos la posteridad haya preferido seguir las posiciones de
Ginés de Sepúlveda que justificaba la conquista y la consiguiente explotación
económica de esas tierras en nombre de la superioridad cultural de los
conquistadores. La política no sabe de responsabilidades históricas.
Seguro que
los conocimientos que hoy tenemos de ese pasado nos permiten matizar el duro
juicio del obispo dominico. Pero antes de archivar el debate que apenas si se
ha iniciado, convendría recordar que dos discípulos de Las Casas, Salazar y
Benavides, nombrados obispos de Filipinas, convencieron a Felipe II de que se
hiciera un referendum entre los nativos filipinos, preguntándoles si querían
que se quedaran los españoles. El referendum se hizo, y hay constancia de sus
resultados (remito al estudio de Lucio Gutiérrez en "Pensar Europa desde
América", Anthropos, 2012). Se entendió entonces que la presencia española
estaba legitimada desde el referendum y no antes, con lo que se dispuso por la
corona restituir los tributos recaudados anteriormente. No vale pues decir que
no debemos medir el pasado con criterios del presente. Ya ha habido al menos un
caso en la historia española de reparación histórica.
La
extravagante idea de devolver el oro a los países de origen quizá no lo sea tanto
si tenemos en cuenta que diputados negros franceses, descendientes de esclavos,
plantearon hace unos años el deber de reparar los daños pasados. No piden
dinero. "Yo creo que África tiene derecho a una reparación y los europeos
deberían reconocer esa deuda que hay que planteársela en términos morales más
que comerciales", dice el político y hombre de letras, Aimé Césaire,
nacido en La Martinique y parlamentario francés.
El
reconocimiento de una deuda moral puede tener la forma de un gesto tan simple
como devolver ese medio millón de monedas de oro al pueblo peruano y
ecuatoriano. No es dinero para arreglar los grandes males de esos países, pero
sí lo suficiente para acabar con hueca retórica entre España e Iberoamérica.
A Bartolomé
de Las Casas le preocupaba la restitución de lo que no era nuestro y, al
tiempo, que se respetara el buen nombre de los indígenas. Las dos aspectos van
juntos. Si mantenemos el tópico de que eran como niños o unos pervertidos -las
dos cosas se dijeron- entonces podríamos pensar que lo que les ocurrió lo
tenían bien merecido. Algo de esos juicios infamantes se perpetúa en el término
"sudaca" con que designamos a los ciudadanos iberoamericanos que hoy frecuenta
nuestras calles o ambulatorios. Ese juicio despectivo tranquiliza nuestras
conciencias y pesará sin duda en la opinión de quienes proponen que los
doblones de oro se queden en España. No se lo merecían.
Habría
entonces que preguntarse qué razones tenemos -allende los prejuicios- para
tomar la decisión de quedarnos con el tesoro. Parece indudable que hay razones
jurídicas, pero la justicia no se agota en el derecho. Quizá tengamos a mano
una oportunidad de oro para establecer nuevas bases de convivencia entre pueblos
que han tenido durante muchos siglos una historia en común, pero enfrentados.
Reyes Mate, (El Norte
de Castilla, 10 de marzo 2012)