De esta pertinaz crisis hemos sacado,
al menos, un par de lecciones. La primera, que los economistas en puestos de
mando ni se enteraron. La segunda, que los políticos en el poder no saben, no
pueden o no quieren hacerla frente. Ángela Merkel ha cogido el timón para
salvar sus muebles, es decir, los intereses de la banca alemana; y Sarkozy
trata de evitar el naufragio hundiendo a la vecina España. La crisis acabará cuando
escampe, no porque alguien la haya vencido.
Como la historia ha de seguir y de ésta
saldremos, lo que puede resultar productivo es aprovechar la dura experiencia
para fraguar un nuevo tipo de político. No nos vale aquel cuyo ideal es volver
a los viejos buenos tiempos. Y ese tal, aunque con matices y diferencias, es el
que está en el mercado. Ese político, si se cree lo que dice, es un inconsciente,
y si no se lo cree y lo dice, un farsante.
El nuevo político debería formarse
en la escuela del trapero. No es una boutade. Trapero en alemán se dice Lumpen, un término mayor en la jerga
política clásica, como bien saben los viejos marxistas. Marx despreciaba al Lumpen porque eran unos parásitos
andrajosos que no producían nada. Por esa misma razón cortejaba al Proletariat que, esos sí, hacían andar
la rueda de la historia. Pensó en una revolución que reconociera al proletariado en la esfera
política un peso similar al que tiene en el proceso de producción.
Esto se dijo hace siglo y medio. El
capitalismo ha cambiado desde entonces.
El problema ya no es tanto la explotación cuanto el consumo. El centro
de gravedad se ha desplazado de la fábrica al escaparate y ahí sí tiene algo
que decir el trapero.
Tres son las lecciones que podemos
aprender de él. En primer lugar, que sólo valoramos lo desechable. Al trapero
no se le oculta que para nuestra sociedad sólo vale lo que puede ser consumido.
Y lo que es consumido tiene por destino la cloaca. El sistema funciona creando
desechos que luego recicla para acabar siendo artículo de consumo. Nada hay que
merezca ser admirado o conservado. Todos los valores tienen fecha de caducidad.
Será por eso que la gastronomía se ha convertido en una religión o en el templo
del arte y que se quiere comparar al cocinero Ferrán Adrià con Picasso. Un arte
efímero en el que lo definitivo son las sobras.
Las sobras son una realidad del
sistema y también su gran metáfora: sólo vale lo desechable. Convierte en
basura todo lo que usa y que un momento
antes ha sido festejado con todos los honores.
La segunda lección es que se
enfrenta a la crisis sin prisas. No le obsesiona convertir la situación en un
problema abstracto, sino que observa todos los desastres que provoca la deuda.
Toma nota de lo que significa despedir a alguien de su trabajo. La pobreza se
traduce en estómagos vacíos de seres humanos, en humillación por no poder
relacionarse con los demás, en frustración por tener que renunciar a los sueños
de su vida.
La sabiduría del trapero consiste en
ver la fiesta desde la madrugada. Mientras los consumidores hacen la digestión,
preparándose para una nueva comilona, y los camiones de la basura se llevan los
desechos para que todo parezca limpio, él hace el recuento de los desastres que
provocan las medidas que esos mismos privilegiados acaban de tomar.
Al político ese recuento minucioso
del empobrecimiento le desasosiega. Prefiere huir de la quema, reunirse con los
asesores y trasformar la angustia existencial en ecuaciones abstractas que
pueda manejar. Lo que le encanta es salir a la tribuna y llenar el espacio con
frases prometedoras que no llenan el
estómago ni alivian la angustia.
El trapero no se deja engañar por
tanta palabrería. Lo que sí hace es pinchar con su bastón cartones sueltos que
han quedado en la calle. El pequeño zurcido en un abrigo de lujo altera el
valor de la pieza en una proporción infinitamente superior a lo que representa
la superficie zurcida. Es lo que hizo el pintor Antoni Tapies con el famoso
calcetín roto. Lo sacó de la basura y lo colocó en un cuadro para dar a
entender que el calcetín desechado altera la supuesta belleza del resto de la
obra. El trapero se fija en el cosido y en el calcetín pero no para devaluar la
belleza sino para dar a entender su valor. Sin esos trapos desechados no podemos
hacernos una idea cabal de la vida.
La tercera lección se refiere a la
modestia de sus proclamas políticas. Marx llenó al proletariado de ínfulas
revolucionarias que no han tenido lugar. Querían cambiar el mundo. El trapero
es mucho más sobrio. Se apunta al "mesianismo pobre" que no quiere
cambiar todo sino sólo hacer algunos ajustes. Le basta con que la política
trace dos rayas rojas que nadie podría traspasar. Una, por abajo, marcando el
límite de la pobreza que no se debería sobrepasar porque arrojaría al menos
favorecido al infierno de la inhumanidad; y otra por arriba, señalando el
límite de la riqueza que nadie debería sobrepasar porque le deshumanizaría.
Hay quien se imagina al intelectual
como un trapero que al alba, malhumorado y somnoliento, se afana en pinchar con
su bastón frases sueltas y trozos de discursos que echa en su carretilla para
que no se pierdan del todo.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 14 de
abril 2014)