"Las grandes figuras históricas tienen que aplastar muchas flores
inocentes, destruir por fuerza muchas cosas a su paso”, Hegel
"Yo estoy recogiendo flores al borde de una
existencia bajo mínimos", Walter Benjamin
Quiero comenzar esta intervención agradeciendo
a los profesores Eduardo Fermandois y María José López la organización de este
congreso. Ellos han asumido la enorme responsabilidad de convocar a la
comunidad iberoamericana de filosofía a sabiendas que la escasez de medios
tenían que suplirla con su inteligencia y su trabajo. En esta última sesión del
IV Congreso Iberoamericano de Filosofía, bien se puede decir que ha sido un
éxito, de ahí que, además de felicitarles, les reitere, a ellos y a cuantos lo
han hecho posible, el más sincero agradecimiento en nombre de los
participantes.
1. En el día de ayer tuve la
oportunidad de visitar el Museo de la Memoria de Santiago de Chile. Hay a la
entrada unos pequeños paneles que recuerdan los países que han creado
comisiones de la verdad. Son más de treinta. Este hecho avala la idea de que la
memoria está en alza. Sería exagerado calificarlos como "era de la
memoria" aunque sí de progresivo desprestigio del olvido. Las víctimas se
han hecho visibles y eso es una novedad porque durante siglos habían sido
invisibilizadas, ocultadas, olvidadas.
La cultura occidental es una cultura de olvido
y no me refiero con ello sólo al olvido del ser, desde Platón hasta Heidegger,
sino al permanente intento de privar de significación a las víctimas sobre las
que se ha construido la historia, un empeño en el que se han implicado todos
los saberes. Hegel que es una especie de notario de lo que la conciencia
occidental ha pensado y ha hecho, decía que las víctimas son unas
"florecillas pisoteadas al borde del camino". Son el precio
inevitable del progreso. Habría que sumar a este cruel testimonio lo que
occidente ha pensado de la violencia: en la Odisea,
libro fundante, las heridas de guerra son descritas con el entusiasmo de una
obra de arte. Las iglesias cristianas seguían la doctrina Torquemada, el Gran
Inquisidor, que predicaba matar los
cuerpos para salvar a las almas. ¿Y no decía Marx que la violencia es la
partera de la historia? Mi generación hizo de esa frase consigna política. Y
luego está la guerra, todas las guerras, que provocaron el entusiasmo de Max
Weber, de Unamuno, de Jünger, de Teilhard de Chardin...porque era el lugar
donde se ponían a prueba las más altas virtudes viriles y donde se podían
desenredar los grandes conflictos sociales.
2. Eso es lo que está cambiando. Se
valora intelectual y socialmente el desocultamiento de lo ocultado y, en primer
lugar, la presencia de las víctimas gracias a la memoria.
La memoria ocupa así el centro de la
escena, pero ¿de qué memoria hablamos?
Los Estados, por ejemplo, practican "políticas de la memoria"
que ocultan más que recuerdan porque sólo buscan inventarse el pasado que les
conviene.
Por eso es menester poner un poco de
orden en esta invocación anamnética. La memoria se dice de muchas maneras
porque el pasado es un rico caladero de sentido que frecuentan todas las
disciplinas: la literatura, la historia, el derecho, las artes, la teología y
también la filosofía.
La literatura, en primer lugar. No
me refiero a la novela historia sino a aquella escritura cuyo "espíritu de
la narración" como diría Imre Kertezt, es la memoria. Pensemos en Cien
años de soledad. Macondo que representa al Nuevo Mundo es un cúmulo de
desgracias porque sus habitantes nacen apestados del mal del olvido. Los recién
llegados les anuncian que para entrar en la historia hay que renunciar a la
prehistoria, a su pasado, a sus raíces. Ese olvido es una enfermedad crónica,
causa de sus males. La memoria que persigue el narrador se lleva mal con la del
historiador, hasta el punto de que en una novela previa, Los funerales de la Mamá Grande ,
se descuelga con esta reflexión: “es la hora de recostar un taburete a la
puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta
conmoción nacional antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores”.
Los historiadores, claro, tienen su
idea de memoria: es algo subjetivo, es
decir, no-objetivo y, también, algo privado y, por tanto, no público; desde el
supuesto de que la historia es ciencia o algo que se le parece, la memoria es
una aproximación no-científica a los hechos.
También la teología sabe de memoria
pues no en vano su gesto fundamental es un memorial, un rito que hace presente
un acontecimiento pasado (de pasión y de resurrección).
Pero yo quisiera centrarme en idea
que se hace la filosofía de la memoria porque creo que la filosofía ha sido
determinante en el interés actual por la memoria. La filosofía se ocupa de la
memoria desde antiguo: en Platón, la anamnesis es conocimiento; en Aristóteles,
sin embargo, sentimiento. Ahora bien, si quisiéramos señalar con una pincelada
la diferencia entre la memoria antigua y las nuestra, diría que durante siglos
la memoria era un conocimiento a posteriori
y, para nosotros, desde antesdeayer, es un conocimiento a priori. Expliquemos esto.
En Platón la memoria es un a posteriori del conocimiento, tal y
como se explica en El Menón, porque
el conocimiento ya ha tenido lugar, en el lenguaje o en el mundo de las ideas, y lo que hace la memoria es reconocerlo. La
memoria es la huella que deja lo conocido para que sea ahondado y transformado
en un conocimiento fundado. Gracias a la memoria lo conocido se hace presente
como pregunta que busca transformar lo recibido (doxa) en conocimiento razonado (episteme).
Hoy, sin embargo, la memoria es un a
priori. Es del orden del conocimiento y no del re-conocimiento. ¿Cómo
explicarlo? Digamos que esa memoria nace en Auschwitz.
Ocurre, en efecto, que cuando las víctimas son liberadas, gritan "nunca
más". Lo que han vivido no puede repetirse. La humanidad no lo soportaría.
Para evitarlo ellas tienen una propuesta que choca con la opinión de todos,
incluso de los Aliados que las liberan, el deber de memoria. No el plan
Marschall, o la constitución democrática para Alemania o más progreso. No,
memoria, el deber de recordar. ¿Por qué esa insistencia que roza el
empecinamiento? Pues porque han vivido algo inimaginable, impensable. Y lo
impensable ocurrió. Cuando lo impensable ocurre se convierte en lo que da que
pensar.
Entonces,
si queremos evitar la repetición de la barbarie no hay que fiarse de los
sabios, ni de los políticos, ni de los economistas. Hay que fiarse de lo que
ellos han pasado. Hay que tener siempre presente lo ocurrido. En este caso la
memoria es un apriori porque el punto de partida del nuevo conocimiento no es
el razonamiento sino el acontecimiento.
Ese es el que da que pensar.
El
Nuevo Imperativo Categórico -que es la formulación que da Adorno del deber de
memoria, sin que le falte un punto de ironía-, es un ambicioso proyecto
cognitivo que propone re-pensar el concepto de realidad, de política, de ética
y de estética a la luz de la barbarie para construir un mundo que no sea más de
lo mismo.
Aunque
el desarrollo de ese ambicioso plan de pensamiento está fuera de mi alcance,
permítaseme al menos aclarar en qué consiste la búsqueda:
a)
Re-pensar la realidad pensable es distinguir entre realidad y facticidad. La
realidad es algo más que los hechos. También forma parte de ella lo que quiso
ser y no llegó a serlo, lo fracasado y vencido, los sin-nombre. "Es más
difícil honrar a los sin-nombre que a los famosos. A la memoria de los
sin-nombre está consagrada la construcción de la historia", dejó dicho
Walter Benjamin. A partir de este supuesto se abre un exigente capítulo de
revisar todos los saberes que reduzcan la realidad a los hechos: la ciencia, la
política, el derecho.
b)
Re-pensar la política desde el deber de memoria consiste en revisar la lógica
del progreso sobre el que se ha construido y legitimado la construcción de la
historia. Progreso y barbarie coinciden, decía el citado Benjamin, en el hecho
de que uno y otra asumen como inevitable para la marcha de la historia el
sacrificio de los más débiles. A partir de este supuesto -revisión de la lógica
del progreso- lo que se abre es una revisión de los conceptos fundamentales de
la política: ciudadanía, nación, estado, derechos humanos: si la ciudadanía se
basa en nacer en un territorio ¿cabe un tipo de ciudadanía que supere los
límites de la tierra y de la sangre?; ¿por qué el Estado-nación se erige como
un poder absoluto que aplasta al individuo de dentro y desconfía del otro
estado? y sobre los derechos humanos, ¡alguna vez habrá que explicar por qué es
más importante tener papeles que ser humano, por qué, como decía un político
español, "para cualquier Estado el emigrante sin papeles no existe"!
c)
Habrá que repensar también la ética a la luz de la experiencia de la barbarie.
Dice Ernst Tugendhat que todas las éticas modernas están construidas sobre el
prejuicio humanitario de la dignidad, de que todos somos iguales en dignidad.
Lo que sabemos, sin embargo, es que en los campos no hubo dignidad. En Auschwitz,
para sobrevivir, había que dejar la dignidad fuera. Jean Améry decía: nos
salvamos los peores; no éramos solidarios, salimos sin haber aprendido
nada...No es que estuvieran hechos de peor pasta que nosotros, es que, como
apunta agudamente Elie Wiesel, "los santos (o los héroes) son los que
mueren antes del final". Hay un umbral de sufrimiento que si se le
traspasa, ya no hay dignidad, ni santidad, ni heroicidad posible. Y en los
campos ese límite fue sistemáticamente
superado. Claro que hubo héroes y santos, pero eran la excepción.
No tuvieron dignidad,
pero ¿fueron inmorales? Para hacernos una idea de lo que significa un
comportamiento digno en el campo, Levi recurre a la paradójica expresión de
"suerte ética". Pero la mayoría no tuvieron la suerte de
encontrar un gesto humano. No fueron dignos ¿pero fueron inmorales?
Si les juzgáramos con los criterios
de nuestra moral diríamos que eran unos seres inmorales (egoístas hasta el
extremo, insolidarios, despiadados), pero eso ¿quien lo osaría? Ninguna de nosotros
tiene derecho a hacerlo.
Lo que tenemos que hacer es pensar
la ética de otra manera. Ser bueno -y de eso va la ética- consiste en hacernos
cargo de la inhumanidad del otro o, como diría Primo Levi, responder a la
pregunta que da título a su libro de memorias: Si esto es un hombre. Sólo
alcanzaremos la dignidad de ser humano si respondemos a esta pregunta que nos
hace el otro: si esto es un hombre, una pregunta, la de Levi, que coincide casi
literalmente con la de Antón Montesinos en La Española, hace cinco siglos. El
famoso fraile dominico también se preguntaba: "estos ¿acaso no son
hombres?". En Auschwitz se clausura la ética de la buena conciencia y nace
la ética de la alteridad. Esa es la tarea pendiente.
3. También hay que re-pensar la estética, tema central de
nuestra mesa. Todavía resuena la pregunta provocadora de Adorno: si es posible
hacer poesía después de Auschwitz, ¿cómo representar estéticamente, en efecto, el
horror?
La respuesta varía
según sea nuestra actitud ante ese acontecimiento singular. Podemos, en efecto,
pensar que "hubo Auschwitz" o, también, que "no hubo
Auschwitz":
a) "Hubo Auschwitz", es decir, reconocemos la
existencia de víctimas. En ese caso la representación es posible e inevitable
porque venimos de una cultura en la que el mal, la injusticia, no es la última
palabra. No hay injusticia sin retorno, sin restablecimiento del equilibrio que
el daño causa: en este caso, la representación es inevitable porque funciona como rescate de lo
dañado, de ahí la naturalidad con la que fluyen los monumentos, museos o
símbolos memorísticos.
El problema sería entonces si hay que poner límites a la
representación: si todo debe ser contado, expuesto, representado o hay un
límite. Es la pregunta que se hace el Premio Nobel, J.M. Coetzee se pregunta a
través de su personaje Elizabeth Costelo
si podemos escribir o describir el mal sin más, sin límite. O hay un límite. Se
hace la pregunta al leer el relato de un tal Paul West de los ahorcamientos de
aquellos militares -con Stauffenberg a la cabeza-que atentaron contra Hitler.
El ahorcamiento no es una muerte limpia. West se recrea en la inmundicia.
"Lo que escribimos puede ponernos en peligro...No creo que uno pueda salir
intacto, como escritor, después de invocar escenas como esas...El artista no
tendría que invadir las muertes ajenas". Es como si al violar una
frontera, el artista, aún sin quererlo, se convirtiera en un eslabón de la
cadena demoníaca que va de Hitler, al verdugo y de este, al narrador realista.
No todo puede ser escrito, ni representado (¿ni conocido?).
Habría pues que plantearse si no hay una línea roja en la
representación. Y no sólo por razones estéticas (la muerte del ahorcado no es
un bello espectáculo) cuanto éticas: hay un momento en el que el relato se
convierte en cómplice del crimen.
b) Pero también podemos situarnos en la perspectiva de
que "no hubo Auschwitz". En ese caso la representación es imposible.
No me refiero a los burdos negacionistas que niegan lo innegable. Pienso más en
la distancia insalvable que se puede establecer entre el artista y el horror
que hace imposible la representación. Ese abismo puede originarse por dos
razones bien distintas:
1) porque el crimen afecte
a la capacidad de representación e impida tomar conciencia de lo que se ha
hecho. La producción del horror conlleva la muerte de la capacidad de
representación. Es lo que describe genialmente Borges en su relato "Deutsches Requiem": aquel
oficial nazi mató a Jerusalem, aquel viejo poeta que era inocente, para matar
la compasión que empezaba a renacer en él. No se mata impunemente. O también
Dostotievski en Crimen y Castigo:
"no maté a la vieja, dice Raskolnikof, me maté a mí mismo". En el
crimen muere la humanidad del asesino. El criminal asesina sus sentimientos
humanitarios, por eso podía leer a Rilke por la mañana, activar las cámaras de
gas durante las horas de trabajo, y escuchar a Schubert por la noche. Y también
la de los demás por no haber sabido impedir el horror. El desafío del artista,
que es uno de nosotros, consiste en saltar sobre su sombra, en sobreponerse a
esa contaminación.
2) La segunda causa de esa
distancia abismal entre el artista y el acontecimiento es que el crimen es de
tal magnitud que le priva de significación: convierte en insignificante lo
ocurrido. El crimen contra la humanidad deshuesa a la víctima, al judío, hasta
reducirle a grasa sobrante, superflua. Eso otro, privado de la condición
humana, no inspira sentimientos humanitarios, su sufrimiento no dice nada, es
insignificante. Los muertos no eran computables como seres humanos, no tenían
significación, eran "Schmatten" (trapos) o "Figuren"
(leños) como había que nombrar a los gaseados so pena de graves sanciones.
In-significantes en sí y para nosotros.
Digámoslo: no hay desaparición, no hay ausencia,
porque su hipotética presencia no
llenaría ningún vacío. La desaparición digna de representación supone el
reconocimiento del espesor propio de la condición humana. Como en Mcbeth, el
espectro de
Banquo que se aparece a su asesino, es
el de un ser humano. El horror es irrepresentable no porque el "artista" haya perdido la
sensibilidad, sino porque no hay "nada representable".
En este caso el problema no es el reconocimiento de que
hay lo irrepresentable, sino cómo representar lo que se pueda sin que eso vele
u oculte le irrepresentable. El problema ya no es el límite del museo, sino si
no hay museo o comisión de la verdad.
c) Por muy repugnante que nos resulte, nosotros nos
encontramos más cerca de los que dicen "no hubo Auschwitz" que de los
que dicen "hubo Auschwitz". Nosotros -me refiero a los filósofos- convivimos
sin problemas con los desaparecidos. La desaparición no es un concepto que nos
incomode. Seguimos siendo fieles a Aristóteles cuando decía que "ciencia
sólo hay de los hechos". Los no-hechos, las desapariciones, carecen de
significación.
Nosotros hemos reducido los millones de muertos en las
carreteras a meros accidentes porque desde la altura de nuestro saber hemos
decretado que lo substantivo es el progreso y accidental, las muertes que
provoca. Justificamos las víctimas como el precio del progreso. Escribimos y
enseñamos, fieles a las pautas de Rawls y Habermas, que las injusticias no
pesan a la hora de establecer criterios de justicia; que hay que hacer abstracción
de cómo se han producido las desigualdades; que no hay que preguntarse por la
riqueza de los ricos ni por la pobreza de los pobres. Creemos que podemos
salvar el mundo cerrando los ojos a la realidad.
d) Habida cuenta de la dura piel de la filosofía,
conviene frecuentar las artes que, como decía Kafka, "dan la hora por
adelantado". Avisan del peligro de incendio y abren caminos que la
filosofía no debería ignorar.
Las artes se han enfrentado de hecho a lo irrepresentable,
sabiendo lo que es obsceno y no se puede expresar; y sabiendo lo que no se debe
callar. Me remito a tres casos que sólo enumeraré sin poder analizar a fondo:
el de un escultor, Eduardo Chillida; el de un arquitecto, Peter Eisemann; y el
de un músico Gustav Mahler.
Chillida trabaja
con grandes bloques de hormigón o de hierro fundido que representan la
facticidad, la contundencia de los hechos. Pero el artista convoca a los
no-hechos bajo la forma de grandes huecos, grandes vacíos, que pasan a formar
parte del volumen escultural. Su presencia altera y transforma la contundencia
de lo fáctico (del hormigón o el hierro fundido) de dos maneras: primero
permitiendo que gracias a esos vacíos se hagan presentes mundos extraños (como
el mar en El Peine de los Vientos); y
también retorciendo, doblegando la contundencia de los materiales fácticos. La
memoria de lo ausente resquebraja el poder del presente y nos abre a la
novedad.
Peter Eisemann es el autor del Monumento a las víctimas
del nazismo, en Berlín. Quien se adentre en el laberinto de sus bloques de
hormigón, a solas consigo mismo y sus recuerdos, no saldrá entusiasmado
diciendo "qué maravilla", sino cabizbajo, abrumado, como cargado de
un espesor que le obliga a meditar en silencio.
En "Das klagende Lied" (la
canción del lamento), Mahler cuenta la historia de una reina que promete su
mano a quien encuentre una flor roja oculta en el bosque. Dos hermanos salen en
su búsqueda, siendo el menor quien la encuentra. Feliz por el hallazgo se
permite una cabezadilla que resulta mortal porque el hermano mayor se acerca,
le arrebata la flor, le asesina y entierra su cuerpo al pie de un árbol. Al
llegar la primavera un juglar ve brillar un hueso al borde del camino que le
resulta tan aparente para hacerse una flauta. La sorpresa es que cuando la
acaba, el hueso narra en música su
triste historia. Corre al palacio donde se celebra la boda y los invitados
pueden oir los lamentos que emite el hueso cantor.
¿Qué quiero decir con esto? que la
música elocuente, la que traspasa las convenciones dominantes, procede de un
hueso cantor que primero fue una existencia asesinada, negada. La música no
viene del Olimpo sino de las ruinas de la historia. No es abstrayendo de la
realidad sino escuchando el sentido de lo ocurrido como podemos redimir lo
frustrado.
4. No podemos guardar silencio ni
renunciar a la representación, por eso tiene que haber museos. Pero sabiendo
que el horror tiene un punto irrepresentable, desaparecido. Y ese es el gran
desafío: hacer elocuente al silencio; que la palabra o la imagen se ponga al
servicio del silencio y de lo irrepresentable. Que no lo sustituya, ni anule;
que no nos consuele ni satisfaga, sino que incordie y desasosiegue. La memoria
de las víctimas nos prohíbe guardar silencio, pero la hondura de su sufrimiento
nos manda guardar al silencio.
La representación es una forma
modesta de justicia. Modesta porque la justicia que proporciona consiste en
mantener viva la injusticia. Modesta, pero imprescindible, porque sin esa
memoria no hay justicia que valga.
Reyes
Mate (Mesa Plenaria en el IV Congreso Iberoamericano de Filosofía, Santiago de Chile, 9 de noviembre 2012)