20/5/15

Alegato a favor de una estructura ética de la especie

            Un buen planteamiento de los problemas supone ya media solución o, mejor dicho, la solución de un problema depende de cómo se plantee. Se puede dar solución a lo que se entiende que es problemático pero lo que no plantea problemas no merece solución. Comienzo esta reflexión con esta declaración, tan solemne como banal, para dar a entender que el vasto mundo de eso que llamamos bioética sólo tiene ojos y oídos para un determinado campo problemático, dejando fuera de su consideración otro que yo considero previo y determinante.

1. La bioética se ocupa de las relaciones entre biología y ética, es decir, de los conflictos morales  que puede plantear la investigación sobre el cuerpo humano. Esos conflictos tienen como marco o límite, por un lado, la manipulación genética, y, por otro, los derechos humanos. La prensa nos sirve periódicamente sonoros titulares que son conflictos entre la ciencia y la moral, ya sea en torno a la clonación de embriones, la reproducción asistida mediante el recurso a células madres embrionarias, etc. Lo que es conflictivo en todos esos casos es el choque de dos lógicas: por un lado, la del científico que quiere investigar, la de la ciencia que quiere seguir conociendo, y, por otro, la de la moral que aboga por los derechos del ser humano que es objeto de conocimiento o de manipulación científica. Por eso digo que el campo problemático viene decidido por dos supuestos que entran en conflicto: que todo puede ser conocido (supuesto científico) y que enfrente tenemos a un ser humano (supuesto moral).

            Si esos son los términos del conflicto, el debate tiene que concentrarse sea en la naturaleza humana o no del objeto de la investigación científica (el gen, la célula madre embrionaria, el embrión ¿son o no son persona?) o en el cuestionamiento del supuesto científico de que el conocimiento es bueno de por sí. El enorme prestigio de la ciencia no facilita el cuestionamiento de este segundo supuesto con lo que todo el debate se centra en si el material u objeto de la investigación científica es o no persona. Porque en lo que todo el mundo parece de acuerdo es que con la persona humana no se juega, quiero decir, no se la manipula. Es lo que, más elegantemente, dice la declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos, aprobado por la Unesco, en noviembre de 1997: No deben permitirse las prácticas que sean contrarias a la dignidad humana, como la clonación con fines de reproducción de seres humanos.


            El problema entonces es saber si los clones o las células madres embrionarias son ya sujetos de derechos humanos, es decir, son persona o no lo son, un asunto endiablado donde todo el mundo tiene algo que decir y, algunos, las religiones, parecen saberlo todo. Como la ciencia, el derecho, la filosofía y las religiones no son ajenas a esa definición, la polémica está servida dado que cada una puede colocar el ser humano en un momento diferente. Es evidente que no pueden valer lo mismo cada una de esas voces. En un Estado laico, por ejemplo, voces con pretensión de universalidad, como la ciencia, el derecho o la filosofía, tienen que tener un peso específico superior al de las religiones que son voces privadas (y sólo públicas en la medida en que convenzan al resto de los ciudadanos). La cosa cambiaría lógicamente en una Estado confesional en el que la voz de los valores queda en manos de los clérigos. Lo que ya resulta más extraño es que un Estado aconfesional defienda posiciones confesionales como hizo España en la reciente cumbre de Johanesburgo a propósito de la reproducción asistida.

            Una variante substancial a todo este planteamiento es la que representa la manipulación genética con fines terapéuticos. Aunque en esos casos se trate de manipular un hipotético ser humano, la manipulación se hace en orden a afirmar la identidad de un ser humano amenazado por la enfermedad. Si la casuística teológica clásica acepta la craneotomía del feto, en caso de que el desarrollo del feto suponga una peligro mortal para la madre, no se ve muy bien por qué no habría de aceptar la clonación de embriones humanos con fines terapéuticos, tal y como plantea el Gobierno británico. Otra cosa es que, por razones prudenciales, no se de ese paso porque de darlo se abría el camino a la clonación con fines de mejora de la raza. Esta restricción, debida no a principios morales, sino a prudencia política, no es nada baladí, habida cuenta de que la investigación científica se abre paso de la mano de la terapia para luego campar por sus respetos.

            Si estos son los términos del problema, lo que procede es afilar la argumentación para demostrar que las células madres embrionarias no son células o que el cigoto no es un hombre etc. Esto es lo que hacía, por ejemplo, Mayor Zaragoza en un ponderado artículo titulado Gen-ética (El País, 5 de julio del 2002) con un tipo de argumentación que iba de la biología a la filosofía. Lo que así se consigue es que los límites a la investigación científica que impone el ser humano se debiliten cuando lo que está en juego no es aún un ser humano.

2. Hasta aquí, nihil novum. Ahora bien, todo este planteamiento de la bioética pende de un hilo: que el problema consista en la relación entre investigación científica y derechos humanos, es decir, derechos de seres humanos. Pero ¿se agota la reflexión moral en los derechos de los seres humanos? ¿qué significa moralmente la especie humana, la estructura antropológica? ¿acaso no existe algo así como una estructura ética de la especie de cuya intocabilidad depende la moralidad del ser humano?. Tratemos de aclarar los términos del problema.

            En castellano tenemos dos palabras con significación semejante -moral y ética- aunque de origen distinto (latina, una; griega, la otra). Los filósofos no la emplean como sinónimos, sino que designan momentos distintos del complejo moral. Hegel, por ejemplo, decía que los antiguos eran éticos pero no morales, queriendo con ello decir que para los antiguos el ser bueno consistía en respetar las reglas de juego o costumbres de la polis, en tanto que para los modernos el ser bueno tiene mucho más que ver con la autonomía de las personas. Si uno rastrea el contenido que la filosofía da a uno y otro término puede enloquecer pues cada cual da su propia definición. Para ser fiel a esa tradición haré lo mismo, es decir, propongo que reservemos el término de moral a la decisión libre y responsable de un sujeto autónomo, en tanto que reservamos el término de ética a aquella estructura de la especie humana que permite que haya sujetos morales.

            Esta distinción entre moral y ética no es gratuita. Mal que bien la humanidad ha ido avanzando en la construcción del hombre hasta llegar a un modelo adulto caracterizado por la autonomía personal, por la capacidad de optar por un proyecto de vida propio, más allá de los condicionamientos naturales o sociales que encuentre en su camino. Pues bien, ese tipo de hombre tiene que ver con una determinada estructura de la especie humana. Hay una relación entre el hombre libre y racional que hemos conocido y la intocabilidad de la especie humana, entre el nacimiento natural y la libertad, de suerte que alterar la estructura de la especie, mediante la manipulación genética, puede significar acabar con la libertad del hombre.

            Cuando hasta ahora hablamos de ser moral, hablamos de un hombre que no es un juguete del destino, que puede decir sí o no, que distingue lo que él es de lo que él hace, que tiene, por tanto, una raíz de libertad. Imaginemos ahora un ser seleccionado en sus características por sus padres: como lo que él es, es fruto de una decisión de otro hombre (los padres o el científico) su libertad siempre estará hipotecada a la libertad de otro hombre, es decir, se le privará de esa raíz de libertad. La vieja naturaleza neutral ha sido sustituida por un miembro de la especie humana que se sitúa por encima de ella pues ha decidido cómo tiene que ser él. Así no puede ser libre.

            Naturalmente, se dirá, que eso no está de momento en juego, que no estamos hablando de la selección del hijo o de la mejora de la raza sino de la manipulación genética con fines curativos. Pero la responsabilidad del filósofo moral en un debate sobre la bioética es no sólo defender los derechos del ser humano, sino garantizar las condiciones de posibilidad de la vida moral. El debate ya no es sólo ni primordialmente entre investigación científica y derechos humanos, sino entre manipulación genética y estructura ética de la especie.

            La tesis que afirma una estructura ética de la especie supone que hay una relación entre libertad y natividad, entendiendo por ello un proceso natural que el hombre no puede alterar substancialmente desde el exterior.. Este es, como bien sabemos los filósofos, un punto arduamente defendido y argumentado por Hanna Arendt. Con cada nacimiento empieza no otra historia sino una nueva historia. La nueva historia es sólo posible si al recién nacido le es dada la posibilidad de hacer un nuevo comienzo. Ese nuevo comienzo significa dos cosas: por un lado que lo que pueda llegar a ser sea algo más que lo que le proporcione el proceso de socialización consiguiente o la educación que se le dé; y, por otro, que no nazca con recados inferidos por otro hombre. Que la libertad necesite la neutralidad de la naturaleza es un viejo convencimiento de la filosofía. Cuando en la Edad Media debatían pensadores judíos, árabes y cristianos sobre la creación del mundo, los que defendían la creación ex nihilo lo hacían para poder hablar del hombre libre. Si la creación, en efecto, se producía a partir de un elemento previo, lo creado tenía que atenerse al mandato de ese algo previo y así no podía haber libertad. La misma idea subyace a la tesis moderna de Habermas cuando dice que sólo puede haber moralidad, es decir, una comunidad de hombres iguales en dignidad, si todos somos actores de un diálogo en el que se pregunta y se responde, en el que sólo hay primeras y segundas personas, en el que nadie tiene la posibilidad de instrumentalizar al otro como medio. Ahora bien, el diálogo desaparece tan pronto como el otro se erige en señor de los demás, buscando en la genética lo que debería de dar la ética (es lo que propone Peter Sloterdijk con su antropotécnica, en sustitución de la ética).

            No debe concluirse de lo dicho que haya que clausuras definitivamente la investigación  genética, entre otras razones porque la que se haga con fines curativos no pretende alterar la natalidad sino propiciarla en mejores condiciones. Lo que digo es que el debate importante no es la posible lesión a los derechos humanos sino a la estructura ética de la especie.

3. Habría que completar la apertura del campo temático, a propósito de la bioética, con el cuestionamiento de otro principio hasta ahora intocable: que todo conocimiento es bueno, es decir, que no hay límites a la investigación, sólo a la aplicación. No creo que las cosas sean tan simples. Sócrates, en el diálogo Cármides o de la Sabiduría sueña con un mundo pensado y organizado desde la ciencia, pero, pregunta a su interlocutor Critias, “¿tu crees que seremos más felices?. Es una pregunta muy elemental, pero que tiene su aquel, pues lo que plantea Platón es que no se puede desligar la racionalidad interna de la ciencia de la racionalidad de sus objetivos, o, dicho en otras palabras la ciencia no sólo consiste en alcanzar objetivos mediante la metodología apropiada (racionalidad interna) sino en justificar racionalmente por qué investiga. Dicho en términos ciclistas: lo científico no se reduce a ganar la etapa, sino que afecta también a la ubicación de la meta.

            A la pregunta de por qué investiga la ciencia esto o aquello, ésta respondería que porque ahí hay dinero para investigar. El mercado o la política (cuando no la guerra) son los que responden a esa pregunta sobre la racionalidad de los objetivos de la ciencia. La investigación genética no escapa a esa irracionalidad pues aunque en determinados casos pueda responder que lo hace con fines terapéuticos, habría que ver si esas enfermedades son las más urgentes. Uno de los puntos más oscuros de la modernidad es la facilidad con la que todos hemos aceptado que la racionalidad de la ciencia se centra en el cómo lograr sus objetivos (Zweckrationalität), desentendiéndose de la racionalidad a la hora de fijar los objetivos (Wertrationalität). Naturalmente que esta tarea no incumbe sólo a los científicos, sino que afecta a toda la sociedad. Pero mientras no se plantee esta tarea como una responsabilidad moral mayor de la sociedad, debates parciales entre ciencia y moral, como los que lleva a cabo la bioética, serán sospechosos de ideología.

Reyes Mate, ("La estructura ética de la especie", en Eidon. Revista de la Fundación de Ciencias de la Salud, octubre 2002-enero 2003, 10-13)