Un buen planteamiento de los problemas supone ya media
solución o, mejor dicho, la solución de un problema depende de cómo se plantee.
Se puede dar solución a lo que se entiende que es problemático pero lo que no
plantea problemas no merece solución. Comienzo esta reflexión con esta
declaración, tan solemne como banal, para dar a entender que el vasto mundo de
eso que llamamos bioética sólo tiene ojos y oídos para un determinado campo
problemático, dejando fuera de su consideración otro que yo considero previo y
determinante.
1. La bioética se ocupa de
las relaciones entre biología y ética, es decir, de los conflictos morales que puede plantear la investigación sobre el
cuerpo humano. Esos conflictos tienen como marco o límite, por un lado, la
manipulación genética, y, por otro, los derechos humanos. La prensa nos sirve
periódicamente sonoros titulares que son conflictos entre la ciencia y la moral,
ya sea en torno a la clonación de embriones, la reproducción asistida mediante
el recurso a células madres embrionarias, etc. Lo que es conflictivo en todos
esos casos es el choque de dos lógicas: por un lado, la del científico que
quiere investigar, la de la ciencia que quiere seguir conociendo, y, por otro,
la de la moral que aboga por los derechos del ser humano que es objeto de
conocimiento o de manipulación científica. Por eso digo que el campo
problemático viene decidido por dos supuestos que entran en conflicto: que todo
puede ser conocido (supuesto científico) y que enfrente tenemos a un ser humano
(supuesto moral).
Si esos son los términos del conflicto, el debate tiene
que concentrarse sea en la naturaleza humana o no del objeto de la investigación
científica (el gen, la célula madre embrionaria, el embrión ¿son o no son
persona?) o en el cuestionamiento del supuesto científico de que el
conocimiento es bueno de por sí. El enorme prestigio de la ciencia no facilita
el cuestionamiento de este segundo supuesto con lo que todo el debate se centra
en si el material u objeto de la investigación científica es o no persona.
Porque en lo que todo el mundo parece de acuerdo es que con la persona humana
no se juega, quiero decir, no se la manipula. Es lo que, más elegantemente,
dice la declaración Universal sobre el Genoma Humano y los Derechos Humanos,
aprobado por la Unesco, en noviembre de 1997: “No deben permitirse las prácticas que sean
contrarias a la dignidad humana, como la clonación con fines de reproducción de
seres humanos”.
El problema entonces es saber si los clones o las células
madres embrionarias son ya sujetos de derechos humanos, es decir, son persona o
no lo son, un asunto endiablado donde todo el mundo tiene algo que decir y,
algunos, las religiones, parecen saberlo todo. Como la ciencia, el derecho, la
filosofía y las religiones no son ajenas a esa definición, la polémica está
servida dado que cada una puede colocar el ser humano en un momento diferente.
Es evidente que no pueden valer lo mismo cada una de esas voces. En un Estado
laico, por ejemplo, voces con pretensión de universalidad, como la ciencia, el
derecho o la filosofía, tienen que tener un peso específico superior al de las
religiones que son voces privadas (y sólo públicas en la medida en que
convenzan al resto de los ciudadanos). La cosa cambiaría lógicamente en una
Estado confesional en el que la voz de los valores queda en manos de los
clérigos. Lo que ya resulta más extraño es que un Estado aconfesional defienda
posiciones confesionales como hizo España en la reciente cumbre de Johanesburgo
a propósito de la reproducción asistida.
Una variante substancial a todo este planteamiento es la
que representa la manipulación genética con fines terapéuticos. Aunque en esos
casos se trate de manipular un hipotético ser humano, la manipulación se hace
en orden a afirmar la identidad de un ser humano amenazado por la enfermedad.
Si la casuística teológica clásica acepta la craneotomía del feto, en caso de
que el desarrollo del feto suponga una peligro mortal para la madre, no se ve
muy bien por qué no habría de aceptar la clonación de embriones humanos con
fines terapéuticos, tal y como plantea el Gobierno británico. Otra cosa es que,
por razones prudenciales, no se de ese paso porque de darlo se abría el camino
a la clonación con fines de mejora de la raza. Esta restricción, debida no a
principios morales, sino a prudencia política, no es nada baladí, habida cuenta
de que la investigación científica se abre paso de la mano de la terapia para
luego campar por sus respetos.
Si estos son los términos del problema, lo que procede es
afilar la argumentación para demostrar que las células madres embrionarias no
son células o que el cigoto no es un hombre etc. Esto es lo que
hacía, por ejemplo, Mayor Zaragoza en un ponderado artículo titulado Gen-ética
(El País, 5 de julio del 2002) con un tipo de argumentación que iba de la
biología a la filosofía. Lo que así se consigue es que los límites a la
investigación científica que impone el ser humano se debiliten cuando lo que
está en juego no es aún un ser humano.
2. Hasta aquí, nihil
novum. Ahora bien, todo este planteamiento de la bioética pende de un hilo:
que el problema consista en la relación entre investigación científica y
derechos humanos, es decir, derechos de seres humanos. Pero ¿se agota la
reflexión moral en los derechos de los seres humanos? ¿qué significa moralmente
la especie humana, la estructura antropológica? ¿acaso no existe algo así como
una estructura ética de la especie de cuya intocabilidad depende la moralidad
del ser humano?. Tratemos de aclarar los términos del problema.
En castellano tenemos dos palabras con significación
semejante -moral y ética- aunque de origen distinto (latina, una; griega, la
otra). Los filósofos no la emplean como sinónimos, sino que designan momentos
distintos del complejo moral. Hegel, por ejemplo, decía “que los antiguos eran éticos pero no morales”, queriendo con ello decir que para los
antiguos el ser bueno consistía en respetar las reglas de juego o costumbres de
la polis, en tanto que para los modernos el ser bueno tiene mucho más que ver
con la autonomía de las personas. Si uno rastrea el contenido que la filosofía
da a uno y otro término puede enloquecer pues cada cual da su propia definición.
Para ser fiel a esa tradición haré lo mismo, es decir, propongo que reservemos
el término de moral a la decisión libre y responsable de un sujeto
autónomo, en tanto que reservamos el término de ética a aquella
estructura de la especie humana que permite que haya sujetos morales.
Esta distinción entre moral y ética no es gratuita. Mal
que bien la humanidad ha ido avanzando en la construcción del hombre hasta
llegar a un modelo adulto caracterizado por la autonomía personal, por la
capacidad de optar por un proyecto de vida propio, más allá de los
condicionamientos naturales o sociales que encuentre en su camino. Pues bien,
ese tipo de hombre tiene que ver con una determinada estructura de la especie
humana. Hay una relación entre el hombre libre y racional que hemos conocido y
la intocabilidad de la especie humana, entre el nacimiento natural y la
libertad, de suerte que alterar la estructura de la especie, mediante la
manipulación genética, puede significar acabar con la libertad del hombre.
Cuando hasta ahora hablamos de ser moral, hablamos de un
hombre que no es un juguete del destino, que puede decir sí o no, que distingue
lo que él es de lo que él hace, que tiene, por tanto, una raíz de libertad.
Imaginemos ahora un ser seleccionado en sus características por sus padres:
como lo que él es, es fruto de una decisión de otro hombre (los padres o el
científico) su libertad siempre estará hipotecada a la libertad de otro hombre,
es decir, se le privará de esa raíz de libertad. La vieja naturaleza neutral ha
sido sustituida por un miembro de la especie humana que se sitúa por encima de
ella pues ha decidido cómo tiene que ser él. Así no puede ser libre.
Naturalmente, se dirá, que eso no está de momento en
juego, que no estamos hablando de la selección del hijo o de la mejora de la
raza sino de la manipulación genética con fines curativos. Pero la
responsabilidad del filósofo moral en un debate sobre la bioética es no sólo
defender los derechos del ser humano, sino garantizar las condiciones de posibilidad
de la vida moral. El debate ya no es sólo ni primordialmente entre
investigación científica y derechos humanos, sino entre manipulación genética y
estructura ética de la especie.
La tesis que afirma una estructura ética de la especie
supone que hay una relación entre libertad y natividad, entendiendo por ello un
proceso natural que el hombre no puede alterar substancialmente desde el
exterior.. Este es, como bien sabemos los filósofos, un punto arduamente
defendido y argumentado por Hanna Arendt. Con cada nacimiento empieza no otra
historia sino una nueva historia. La nueva historia es sólo posible si al recién
nacido le es dada la posibilidad de hacer un nuevo comienzo. Ese nuevo comienzo
significa dos cosas: por un lado que lo que pueda llegar a ser sea algo más que
lo que le proporcione el proceso de socialización consiguiente o la educación
que se le dé; y, por otro, que no nazca con recados inferidos por otro hombre.
Que la libertad necesite la neutralidad de la naturaleza es un viejo convencimiento
de la filosofía. Cuando en la Edad Media debatían pensadores judíos, árabes y
cristianos sobre la creación del mundo, los que defendían la creación ex nihilo
lo hacían para poder hablar del hombre libre. Si la creación, en efecto, se
producía a partir de un elemento previo, lo creado tenía que atenerse al
mandato de ese algo previo y así no podía haber libertad. La misma idea subyace
a la tesis moderna de Habermas cuando dice que sólo puede haber moralidad, es
decir, una comunidad de hombres iguales en dignidad, si todos somos actores de
un diálogo en el que se pregunta y se responde, en el que sólo hay primeras y
segundas personas, en el que nadie tiene la posibilidad de instrumentalizar al
otro como medio. Ahora bien, el diálogo desaparece tan pronto como el otro se
erige en señor de los demás, buscando en la genética lo que debería de dar la
ética (es lo que propone Peter Sloterdijk con su “antropotécnica”, en sustitución de la
ética).
No debe concluirse de lo dicho que haya que clausuras
definitivamente la investigación
genética, entre otras razones porque la que se haga con fines curativos
no pretende alterar la natalidad sino propiciarla en mejores condiciones. Lo
que digo es que el debate importante no es la posible lesión a los derechos
humanos sino a la estructura ética de la especie.
3. Habría que completar la
apertura del campo temático, a propósito de la bioética, con el cuestionamiento
de otro principio hasta ahora intocable: que todo conocimiento es bueno, es
decir, que no hay límites a la investigación, sólo a la aplicación. No creo que
las cosas sean tan simples. Sócrates, en el diálogo Cármides o de la
Sabiduría sueña con un mundo pensado y organizado desde la ciencia, “pero”, pregunta a su interlocutor
Critias, “¿tu crees que seremos más
felices?”. Es una pregunta muy elemental,
pero que tiene su aquel, pues lo que plantea Platón es que no se puede desligar
la racionalidad interna de la ciencia de la racionalidad de sus objetivos, o,
dicho en otras palabras la ciencia no sólo consiste en alcanzar objetivos
mediante la metodología apropiada (racionalidad interna) sino en justificar
racionalmente por qué investiga. Dicho en términos ciclistas: lo científico no
se reduce a ganar la etapa, sino que afecta también a la ubicación de la meta.
A la pregunta de por qué investiga la ciencia esto o
aquello, ésta respondería que porque ahí hay dinero para investigar. El mercado
o la política (cuando no la guerra) son los que responden a esa pregunta sobre
la racionalidad de los objetivos de la ciencia. La investigación genética no
escapa a esa irracionalidad pues aunque en determinados casos pueda responder
que lo hace con fines terapéuticos, habría que ver si esas enfermedades son las
más urgentes. Uno de los puntos más oscuros de la modernidad es la facilidad
con la que todos hemos aceptado que la racionalidad de la ciencia se centra en
el cómo lograr sus objetivos (Zweckrationalität), desentendiéndose de la
racionalidad a la hora de fijar los objetivos (Wertrationalität).
Naturalmente que esta tarea no incumbe sólo a los científicos, sino que afecta
a toda la sociedad. Pero mientras no se plantee esta tarea como una
responsabilidad moral mayor de la sociedad, debates parciales entre ciencia y
moral, como los que lleva a cabo la bioética, serán sospechosos de ideología.
Reyes Mate, ("La estructura ética de la
especie", en Eidon. Revista de la Fundación de Ciencias de la Salud,
octubre 2002-enero 2003, 10-13)