El filósofo alemán Ernst Bloch se
inventó el término de acontemporaneidad para designar al hombre de su tiempo.
Acontemporáneo no es el moderno que está
al día en modas, gustos o corrientes de pensamiento, sino el que viene de lejos
y se enfrenta a su tiempo con una cierta distancia. En vez de rendirse
incondicionalmente a lo que ahora manda, lo que hace es tomarle la medida
críticamente, consciente de que ser moderno no es estar a la última sino
intervenir creativamente en los tiempos que corren.
Mariano Pérez Galán venía de lejos y
como esos forasteros en las películas del Oeste, su presencia no pasaba
desapercibida, aunque callara. Tenía algo que decir, algo que no sacaba de los
periódicos al alcance de todo el mundo, sino que traía guardado en algún
pliegue de su memoria.
Al recorrer las páginas del libro
que tenemos entre manos, Historia,
Política y Educación. Las claves del compromiso de Mariano Pérez Galán, constatamos
el interés por la historia, sobre todo referida a la historia de la enseñanza
en España. Si Mariano venía de lejos era
porque se había entretenido en el pasado, en vez de precipitarse sobre el
presente. Manuel Puelles señala en su estudio introductorio la vocación
historiadora de Pérez Galán. Aunque químico por formación, su obra escrita es
fundamentalmente la de un riguroso historiador que supo rescatar lo que fue la
enseñanza en la II República
española, en el franquismo y en la democracia. Desde luego, su aportación al
conocimiento histórico, llevado a cabo con el rigor del método más exigente, es
indiscutible. Pero conviene entenderlo bien. No le interesaba tanto enriquecer
el conocimiento científico del pasado cuanto rescatar para el presente una
memoria olvidada que él entendía fundamental para el futuro de este país. Dicen
que lo que mueve al historiador es la búsqueda en el pasado de preguntas que
hace el presente y que no sabe cómo responder. Lo de Mariano era un poco
diferente pues partía de la intuición de que en el pasado republicano había
preguntas que no se hacía el presente franquista pero que eran capitales para
la construcción de la democracia.
Ese trabajo de rescate de la memoria
republicana permitió a muchos lectores u oyentes hacer un extraño viaje a un
pasado, cercano en el tiempo pero sideralmente alejado de los valores
imperantes. Descubrieron, mucho antes de que se hablara de “sociedad del
conocimiento”, la importancia que dio la República a la educación, invirtiendo en maestros
y escuelas mucho más de lo que las exhaustas finanzas parecían aconsejar; o lo
que significaba, en unos tiempos en los que todo, también la escuela, estaba
imantado de nacionalcatolicismo, la escuela
laica, que no era resentimiento anticlerical, sino rechazo de todo
adoctrinamiento y respeto a la pluralidad; y a los docentes inquietos que leían
a hurtadillas lo que decían Ivan Illich o Paulo Freire sobre la educación no represiva, los trabajos de este singular
historiador les hablaban de experiencias pedagógicas que habían germinado en su
propia tierra. Por inimaginable que pareciera en España había habido una
escuela, pocos lustros atrás, donde cohabitaban chicos y chicas, en la que se
fomentaba la educación estética y el desarrollo físico y la comunidad escolar y
la autonomía del alumno y su educación ciudadana. Mariano no visitaba el pasado
para enriquecer la historiografía. El pasado era una reserva de sentido
crítico, anegado por los dominadores, que él quería sacar del olvido.
Ese tenaz empeño de memoria no se
reducía al pasado republicano. La longeva dictadura franquista había tenido
tiempo para revestirse con piel de cordero y así hacer olvidar la ferocidad con
la que persiguió a los maestros, el fanatismo con el que combatió los valores
pedagógicos modernos y el rancio sabor fascista que inspiró la refundación del
sistema educativo del nuevo régimen. Mariano Pérez Galán, que desde su
militancia antifranquista soñaba y trabajada por una alternativa democrática,
no quería que nadie se llamara a engaño, es decir, no podía permitir que se
olvidara de donde veníamos. Y el empeño que puso en recuperar el legado del
socialismo democrático y del proyecto educativo de los institucionistas, lo aplicó también a las fuentes del
franquismo. Con rigor detectivesco señala las opiniones fascistas de José Pemartín,
asesor ideológico del ministro Sainz Rodríguez, que ya en la guerra pone una
cruz sobre la Institución Libre
de Enseñanza, tachándola de anticatólica y antiespañola; o del pintoresco
ministro de educación, Ibáñez Martín, que aleccionaba a los inspectores para
que vigilaran si lo que se enseñaba en las escuelas contribuía o no a la
salvación del alma. Cuentan de uno que llegó a una escuelita de pueblo mientras
el maestro, que había sobrevivido a la purga política, hablada a los alumnos
del pararrayos de Benjamin Franklin. Sobresaltado por tamaño exceso científico,
saltó el inspector como movido por un resorte gritando “¿y el trisagio?”. El
trisagio era la jaculatoria “Santo, Santo, Santo”, más eficaz contra los rayos,
según el aleccionado funcionario, que el pararrayos de Franklin. Del examen de
libros, discursos y manuales educativos se desprende algo que los actuales
reformadores no deben perder de vista, a saber, que estamos ante un proyecto educativo que viola sistemáticamente la conciencia del
niño, cargándole de dogmas y sustituyendo la ciencia por la creencia. Un
proyecto tan a contrapelo de la modernidad sólo se sostiene con fuertes apoyos
institucionales (Estado e Iglesia) y sustanciosos intereses económicos
(enseñanza privada). Esas resistencias hay que tenerlas en cuenta, si alguien
se plantea algún día el cambio.
Luis Gómez Llorente reconoce que lo
que cautivaba de la personalidad de Mariano Pérez Galán era su discreción, una
modestia que no sacrificaba nada de dignidad propia pero que conseguía poner en
relieve la de los demás. Era la suya una presencia discreta que conseguía sacar
lo mejor del interlocutor. Es posible que eso le saliera con toda naturalidad.
Así como otros necesitan lucirse, a él le bastaba ser. Me inclino a pensar, sin
embargo, que esa naturalidad con la que siempre fue así, nacía de una profunda
convicción, sacada de su pasión por la historia. Se suele decir que la historia
la escriben los vencedores. Tiene mucho de verdad. Pensemos en ese fenómeno
difuso que llamamos antifranquismo. Los había de todos colores y de muchos
formatos. Alguna relación tuvo que haber entre esa oposición y los primeros
resultados electorales que llevaron a la abrumadora victoria, en 1982, del
Partido Socialista, dirigido por Felipe González. Cuando luego se escribe la
historia, acecha la tentación de
escribir o describir todo ese proceso desde el triunfo o desde los triunfadores
de 1982. Sin negarles el protagonismo
que se merecen, lo cierto es que esa es una opción discutible e insuficiente
porque ese triunfo es inexplicable sin el paciente trabajo de muchos
protagonistas anónimos que en tiempos y lugares precisos lucharon por cambiar
las cosas. Los sujetos reales de la historia son gente como ese abuelo que en
el calor del hogar contó su pasado al nieto; o ese maestro que en lugar del
trisagio, explica científicamente las cosas; o ese vecino que organiza
democráticamente a los vecinos; o ese grupo de obreros que montan una
cooperativa de viviendas sin más provecho a su trabajo que la satisfacción de
ver cómo consigue una vivienda un compañero que de otro modo no podría; o ese
ciudadano dispuesto a dedicar una parte de su tiempo y de su dinero a un
sindicato clandestino… Esos son los sujetos reales de la historia.
Mariano fue un sujeto real,
conciente de la pequeña historia. Y a ello se aplicó en el Colegio de Doctores
y Licenciados, en la refundación de FETE o en el Grupo Federal de Educación.
Pero donde mejor se expresa esta forma realista de ver la historia es en su
actividad como asesor. Sabido es que declinó múltiples propuestas para
desempeñarse como alto cargo en el Ministerio de Educación o de consejero en la Comunidad de Madrid.
Prefería la figura gris del asesor. No era miedo de la gestión, sino el
convencimiento de que era así, opinando con precisión sobre propuestas
políticas, como él podía volcar su capacidad operativa. Luis Gómez Llorente
cuenta, por ejemplo, que gracias a su opinión argumentada se consiguió que al
menos figurara la Etica
de 4º en la ESO.
La política real le colocó ante decisiones que suponían incómodos compromisos
que él, haciendo gala de lo que Gómez Llorente llama “posibilismo pablista”, aceptó
con cierta resignación. Pero incluso en esos casos, él sentía que su
responsabilidad era señalar los costos de los mismos, apuntando al margen la
deuda o déficit que esa decisión del
momento endosaba al futuro.
En esta semblanza casi impresionista
de Mariano Pérez Galán no se puede ignorar un rasgo que le hacía singular. Me
refiero a una concepción de la vida como compromiso. Podemos, desde luego,
desglosar su vida en facetas: la del profesor, la del político, la del
intelectual, la del historiador o la del asesor. Es lo que solemos hacer
habitualmente en el estudio de una biografía. Decimos de alguien que era
profesor y luego se dedicó a la política y, para relajarse, pintaba. Lo que
llama la atención en Pérez Galán es que lo era todo al tiempo, es decir, era
una personalidad íntegra porque integraba todos esos aspectos en su quehacer
cotidiano. Esa integridad era el resultado de una vida entendida como
compromiso con una causa. No con una idea, sino con un proyecto político en el
que se jugaba el bienestar de mucha gente, sobre todo de los más
desfavorecidos. Mariano no era un socialista a ratos, sino como una forma de
vida, por eso cuando estudiaba cómo era la enseñanza en la República , estaba
pensando, teniendo delante un proyecto de ley, cómo tendría que serlo hoy y eso
para que hubiera gente más instruida y también más educada, es decir, mejores
ciudadanos. Y así, sin ruido, Mariano Pérez Galán ocupa con todo derecho -aunque
él no lo aceptara- plaza de intelectual, tal y como lo entiende Aranguren: “el
que sabe escuchar y por eso puede pronunciar la palabra que muchos buscaban,
sin acabar de encontrarla. El que presta su voz a los sin voz y procura
despertar la conciencia de los enajenados, dispuesto a decirlo
comprometidamente en voz alta”.
El resumen de escritos que componen Historia, Política y Educación dan una buena
idea del itinerario intelectual del autor, así como de su implicación en la
historia de España. En un arco de tiempo que va de 1969 al 2007, los artículos
publicados en revistas o periódicos van siguiendo críticamente los avatares de
la educación, mirando siempre de reojo lo que ocurre en la sociedad. Si el
primer artículo se titula “La ideología en la Enseñanza Media ”,
el último, “El cardenal primado y el mal“. En medio de ese tiempo van quedando
claras “las claves del compromiso”, como dice el subtítulo del libro.
Quizá se entienda ahora por qué
Mariano era un hombre de su tiempo. Lo suyo no era ritualizar lo obvio ni
someterse a lo que todos celebraban, sino situarse en su tiempo con una cierta
distancia para intervenir con mejor juicio. Se sentía heredero de una rica tradición
que aunque derrotada por las armas y olvidada por el tiempo, era portadora de
un legado fecundo. El, junto a otros pocos compañeros, eran la memoria viva del
proyecto educativo socialista. Esta vida, metabolizada en memoria, invita a
quien le recuerde a tomar el testigo.
Reyes Mate (Prólogo
al libro Mariano Pérez Galán. Educación, historia y política, edición de
A. Liébana, Biblioteca Nueva, 2009, Madrid, 17-23)