8/5/15

"Estos ¿no son hombres?" La pregunta de tiempos de peligro.

            1. A América fueron muchas Españas: la de los aventureros, de los negociantes, de los militares, de los evangelizadores... Hubo una España, sin embargo, que no pudo ir: la que quedó arrumbada el 23 de marzo de ese 1492, fecha del decreto de la expulsión de los judíos. Entre las Españas que iban en busca de lo desconocido, no iba la España política que fue capaz de convivir con el diferente.

            Pero no faltaron españoles que iban con los ojos bien abiertos, como esa comunidad de dominicos que en 1510 salió del Monasterio de Santo Tomás de Ávila, con Pedro de Córdova al frente. Eran cuatro, entre ellos Antón Montesino, a los que pronto se sumaron otros provenientes del Convento de San Esteban de Salamanca, hasta completar una comunidad de quince frailes, el número autorizado por la Corona.

            Historiadores, como Miguel Ángel Medina o Pedro Tomé, han llamado la atención sobre un  detalle singular: viajaban con libros, algo excepcional porque los libros debían quedar en los conventos para uso de todos, pero justificable en este caso porque había mucho que estudiar en el nuevo destino. El saber de la época estaba muy circunscrito al Orbis Catholicus. Ahora, sin embargo, había que interpretar el derecho, la antropología, la ciencia y la teología teniendo en cuenta a nuevos actores que no eran de las razas conocidas, que  no habían oído hablar del evangelio y que se ubicaban allende los finisterrae ya cartografiados. Había que ir con libros y cuando estos corrían peligro de naufragio, como ocurrió en Campeche a la expedición de Las Casas con 46 dominicos de San Esteban en 1544, los frailes ponían tanto empeño en salvar a los hombres como a los libros.

            Durante todo un año observan en la calle, estudian en los libros y rezan en sus oficios, llegando a la conclusión de que había que hablar. Fieles a su lema -"contemplata aliis tradere"- tenían que pasar de la meditación a la denuncia, del conocimiento a la palabra. Encargan entonces a su mejor predicador, Montesino, "que era aspérrimo en reprender vicios", que tome la palabra y diga lo que todos piensan. Y así lo hace. Ante las autoridades del reino Montesino denuncia la violencia de los conquistadores y plantea una pregunta de consecuencias incalculables: "Estos ¿no son hombres?”

            Hoy la pregunta -¿acaso no son hombres como nosotros?- nos puede resultar ociosa o retórica, pero entonces no lo era. El español venía de una sociedad fuertemente jerarquizada: arriba el "cristiano viejo" y abajo esos seres inferiores que figuran en una esquina de las Meninas (la María Bárbola, el Nicolasillo Pertusato) y, en medio esos despreciados "mudéjares" que comían carne de pollo y verduras, hortalizas y frutas, cosas de poco alimento. Como dice Jiménez Lozano, los conquistadores proyectaron sobre los indios la misma mirada que en España tenían sobre los seres inferiores. El eclesiástico de formación aristotélica vio en ellos al "esclavo", un ser privado del alma racional; el hidalgo los vio como casta vil y despreciable; el señor, como bufones o sabandijas o siervos; el soldado, como enemigos; los mercaderes, como mercancía.

            Sólo estos frailes vieron en ellos hombres como nosotros. Un escándalo y una novedad ya que dominaba la idea de que los indios no eran personas. "Sólo un fraile dominico siente lo contrario", decía un cronista que aún no se había enterado del carácter coral de la voz de Montesino.  Si este incidente ha pasado a ser un acontecimiento ha sido gracias al testimonio de Bartolomé de Las Casas. Hasta él, a la sazón un cura encomendero, llegó la noticia de la pregunta, una pregunta que le transformó hasta el punto de que toda su larga y azarosa vida no fue más que una interminable meditación sobre su sentido.

            2. Desde la ilustración asociamos "el proyecto hombre", esto es, el ser humanos y no animales a tres preguntas: ¿qué debemos hacer? ¿qué podemos conocer? ¿qué nos cabe esperar? Preguntas sobre el ser moral, sobre el alcance de la razón y sobre el sentido de la vida. Conquistaremos la dignidad de ser humano si somos capaces de dar una respuesta razonable, desde nosotros mismos, a esas preguntas.

            La pregunta de Montesinos es de otro calibre. Es la pregunta que la humanidad se la plantea en momentos de peligro, cuando la amenaza no se refiere sólo al despliegue del proyecto humano, sino a su posibilidad. Es una pregunta que viene de lejos y no ha cesado de resonar.

            Resonó, por ejemplo, con fuerza el siglo pasado en los campos de exterminio. Con esa misma pregunta Primo Levi da título al testimonio de su experiencia en Auschwitz. El libro se llama "Si esto es un hombre". Nos pregunta si esos deportados torturados, humillados y expulsados por los nazis de la condición humana, no son acaso hombres. Pero también se hizo antes. Nos la hizo el "servidor doliente" de Isaías, ese ser cuyo rostro "tan desfigurado estaba que no parecía ser de hombre (52.13). Ese también nos preguntaba si, pese a carecer "de hermosura que atraiga las miradas", es un hombre digno de ese nombre. La Biblia avanza dos respuestas: la del hombre que le condena porque tiene lo que se merece, como dirían los amigos de Job, convencidos de que "nunca sufrió el inocente", como si el sufrimiento fuera la consecuencia de la culpa; la de Yahvé que ve en el sufrimiento del servidor humillado el resultado de su vocación compasiva, concediendo al sufrimiento del otro humillado una indiscutible y misteriosa autoridad moral.

            Un filósofo francés, Jean Luc Nancy, emparenta estas preguntas con el Ecce Homo de los evangelios y habla de la ecceitas como substancia de una ética a la altura de los tiempos. Pilatos  pregunta a los que acusan a Jesús de sedición si con esa pinta el predicador galileo puede ser un peligro. Pero más allá de la intención de Pilatos, el Ecce Homo es la figura histórica que no sólo pregunta por la humanidad del otro humillado, sino también y al mismo tiempo por la nuestra, la de los que miran.

            En la pregunta de Montesinos, de Isaías, de Levi o la de Pilatos no sólo está en juego la humanidad del otro, sino la del que responde. Están en juego las cadenas del otro, pero también las nuestras, hasta el punto de que sólo liberando al otro, nosotros alcanzaremos la libertad. En esa pregunta estaba en juego no sólo el destino de América sino también el sentido de Occidente. Por eso es una pregunta epocal, porque inaugura la ética de la alteridad.

            3. Hay otro aspecto que quisiera señalar. Le podríamos llamar el gesto intelectual de Las Casas.

            La pregunta de Montesinos tuvo cola porque introdujo la duda sobre la legitimidad de la conquista y eso era palabras mayores. La vemos rebrotar, cuarenta años después, en la Controversia de Valladolid de 1550. Carlos V toma la sorprendente y osada decisión -sorprendente y única en la historia de los pueblos- de someter a debate público los títulos de la conquista. Los protagonistas son Ginés de Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas, dos primeras espadas: un moderno, Sepúlveda, que defiende la conquista y un teólogo de formación medieval, pero al tanto de la Escuela de Salamanca, que está en contra.

            Uno y otro recurren a los saberes de su tiempo -Aristóteles, Salamanca- para dilucidar si la autoridad papal es competente en el asunto, si la potestas del emperador alcanza tierras tan lejanas, si los indios son racionales, si son sujetos de derechos, si hay seres humanos nacidos para obedecer y otros para mandar...

            En esa Controversia Bartolomé de Las Casas se encuentra con un pie forzado: brilla con fuerza en el conocimiento de los hechos y por sus sentimientos compasivos, pero los saberes de su tiempo no siempre están de su lado.

            Su contrincante, Ginés de Sepúlveda, cuenta con notables cómplices académicos -empezando por Aristóteles, la autoridad indiscutible- que no sólo distinguen entre seres inferiores y superiores, sino que asocian la inferioridad natural con la inhumanidad. No les cuesta considerar a los indígenas como seres inferiores que no poseen ninguna ciencia, que no conocen la escritura, que practican el canibalismo y hasta los sacrificios humanos. Este es un asunto mayor  porque era considerado, hasta por el propio Vitoria, como una especie den crimen contra la humanidad(1) que obligaba a la Iglesia  y también a los príncipes cristianos a intervenir para salvar a los inocentes. Si los indígenas practicaban sacrificios humanos, merecían ser herrados "con el hierro de nuestra marca", como pedía el Cardenal García de Loaysa, es decir, podían ser conquistados y sometidos violentamente a la Corona española.

            Las Casas lo tiene difícil pues, por un lado está  el saber académico de la época que antes él ha invocado y que ahora da la razón a su adversario; por otro, su experiencia in situ que le dice que la presencia de los españoles es un desastre. La situación del indio ya es insostenible pero si se llega a legitimar ese estado de cosas, la catástrofe está asegurada. Ese es el dilema en que se encuentra: o seguir la ciencia y hacer daño; o defender al indio y olvidarse de la razón.

            ¿Qué hacer? Las Casas se enfrenta al dilema con gesto intelectual de gran altura. Un "gesto intelectual" es algo más que un argumento; es una toma de posición, desde el saber y desde la experiencia, que compromete a uno totalmente. Las Casas lo tiene claro: lo primero es la experiencia de la injusticia y si los saberes establecidos proponen interpretaciones de los hechos que en vez de solucionar la injusticia la agravan, habrá que "mandar a Aristóteles a paseo", es decir, habría que declarar irracional a la racionalidad canónica(2). "Quien desee tener muchos súbditos", añade, "para (siguiendo la doctrina de Aristóteles) comportarse con ellos como cruel carnicero y oprimirlos con esclavitud y así enriquecerse, es un tirano... un bandolero". No hay razón que valga. La verdad no puede ser injusta, al contrario, tiene que hacernos libres.

            Con su gesto Las Casas propone un giro epistémico de una enorme actualidad. Si hubo un tiempo en el que podíamos pensar que la verdad está más allá del tiempo y del espacio, hoy sabemos que no, que hay que tener en cuenta el tiempo y el espacio. Y como "lo que hay de tiempo en la vida es el sufrimiento" (Adorno), "dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad".  Esa es la gran verdad de nuestro tiempo, una verdad que se anunció madrugadoramente en los acontecimientos de hace cinco siglos que hoy conmemoramos en Madrid.

            En una sociedad como la nuestra, que tanto echa de menos la voz libre de los intelectuales, nos conmueve este grupo de frailes que osaron enfrentarse al poder de un imperio en nombre de los sin-nombre. Es una razón de orgullo para la Orden de Predicadores que tanto se implicó en la defensa de la verdad pagando un duro precio por esa libertad de juicio. El asesinato de Antón Montesino en Venezuela, a manos de sicarios de unos banqueros alemanes, molestos con las denuncias del insobornable fraile, da fe de lo que quiero decir. También para España es razón de orgullo. La conquista violenta de América nubló el juicio de la mayoría de teólogos, filósofos, militares, políticos y gente de a pie. Iban a lo suyo. Por eso reconcilia con la humanidad del hombre la historia de quienes, como la comunidad de Pedro de Córdova, supieron distinguir con tanta claridad el valor del precio.

Reyes Mate (Intervención en Casa de América, 21 de diciembre 2011, fecha del Quinto Centenario del famoso sermón).

Notas:
(1) Citado por G. Gutiérrez, (2003), En busca de los pobres de Jesucristo. El pensamiento de Bartolomé de Las Casas, Cep, Perú, 249
(2) "Quien desee tener muchos súbditos para (siguiendo la doctrina de Aristóteles) comportarse con ellos como cruel carnicero y oprimirlos con esclavitud y así enriquecerse, es un tirano, no un cristiano; un hijo de Satanás, no un hijo de Dios; un bandolero, no un pastor; inspirado por el espíritu diabólico, no por el espíritu celeste"; Las Casas, 1975, Apología, 134