La muerte de Umberto Eco ha puesto
sobre la mesa el papel del intelectual. Esta venerable figura que tan bien
representó en Francia Emile Zola cuando se enfrentó con su pluma, en el caso
Dreyfus, a todos los prejuicios antisemitas franceses al grito de "Yo
acuso", ha ido consumiéndose, devorada por otros voceros a los que se les
oye más porque se adaptan mejor a los gustos del respetable. Eco ha sido una
excepción. El profesor universitario se vistió de novelista y consiguió
hacernos ver que el rey iba desnudo. En El
nombre de la rosa, en efecto, desmonta el tabú más preciado por el ser
humano del siglo XX, a saber, el progreso. Aquel bibliotecario, fray Jorge, que
envenena a los monjes deseosos de leer un libro nuevo que ha llegado a la
abadía, no es el representante de una cultura medieval periclitada que se
prohibía a sí misma toda novedad "porque la humanidad ya sabe lo necesario
para salvarse" y no necesitaba más, sino que nos representa a nosotros.
Nuestro progreso, en efecto, es más de lo mismo; no aporta ninguna novedad por
muchos inventos que incorporemos porque seguimos igual de pasivos que los
monjes medievales.
Antaño dominaba lo ya sabido y ahora la novedad que se nos
impone. En medio queda un sujeto vacío que necesita, para llegar a la madurez
de Guillermo de Baskerville, libros viejos y nuevos, el tiempo lento del
monasterio y un sano juicio crítico que le salve de comulgar con rueda de
molinos. Eco marca ahí el lugar del intelectual que no es la candente
actualidad, sino la medida distancia; no la vorágine de lo que pasa, sino el
medio y largo tiempo. Con razón acababa uno de sus artículos más celebrados,
ironizando sobre el progreso de la técnica, con un "tendamos al futuro
¡atrás a toda máquina". No confundir futuro con progreso. Para que haya
futuro hay que contar con la irrupción de algo nuevo y eso sólo se consigue
rompiendo el ritmo de los tiempos que corren. La diferencia entre el
intelectual italiano y los que se presentan como tales entre nosotros es que
los nuestros se enfrentan a lo obvio y no se embarcan en causas que incomoden.
Denuncian la corrupción, por ejemplo, porque eso se lleva, pero saben adaptarse
al entorno poniendo, eso sí, una gotas de moralina que eso siempre da bien.
Pero, como dice Brecht, no saben decir ¡basta! cuando llega el momento.
El intelectual no encuentra su sitio
porque no tiene el valor de mirarse por
dentro. El problema es él. Hace setenta años Albert Camus fue a Nueva York para
explicar al mundo la responsabilidad de una generación de franceses, la suya,
que, nacida entreguerras y criada entre totalitarismos, no creía en nada. Su
nihilismo se expresaba literariamente en el surrealismo que era una protesta
contra la claridad; en pintura con el
arte abstracto, una forma de rebelión contra el sujeto y la realidad; en música,
despreciaban la melodía, y en filosofía, se mofaban de la verdad. Ayunos de
valores y creencias tuvieron que ir a la guerra sin saber por qué.
Aquellos jóvenes arrogantes se
presentaban ahora ante los demás sin sombra de orgullo porque sabían que no
estuvieron a la altura de las circunstancias, pero con una lección bien
aprendida. Para hacer frente a peligros como el que habían vivido, cada
individuo tenía que trabajarse a fondo. El modelo tenía que ser Sócrates que es
un personaje discreto y no quiere ser maestro ni siquiera un crítico político.
Lo suyo es más personal como conversar
con los que se le acercan, pensar en voz alta e interpelar a sus conciencias.
"No hay que preocuparse, dice, de los asuntos de la ciudad sino de la
ciudad misma", es decir, no de los asuntos de Estado sino de la vida de la
gente. La política es importante pero puede ser un desastre personal y colectivo si no la precede una
intensa vida privada. Si los que se dedican a los asuntos públicos no llegan a
ello después de un tiempo de maduración personal o, en términos socráticos, de
vida virtuosa, lo que hagan (si son políticos) o lo que aconsejen (si son
intelectuales) no valdrá la pena. Como luego explicitará Aristóteles, un hombre
público no es virtuoso porque haga las cosas bien sino que las hace bien porque
es virtuoso.
Lo que tienen en común Umberto Eco, Albert
Camus o Sócrates es el interés por marcar el territorio propio del intelectual.
Ese lugar se sitúa a una cierta distancia de la actualidad y en un tiempo que
no es el de la inmediatez. Ninguno de ellos tiene vocación solitaria, al
contrario, son hombres públicos pero al no depender de los aplausos del público
pueden relativizar las líneas rojas que en el día a día nos pueden parecer
incuestionables o señalar otras que nuestra conciencia no tiene registradas.
Estos ciudadanos, de alguna manera acontemporáneos, son los que podrían aportar
la serenidad que nos falta.
Reyes
Mate (El Periódico, 8 de marzo 2016)