La visita del Presidente Obama a
Cuba cerraba el capítulo de la guerra fría y abría un nuevo tiempo en el que la
lengua, la lengua española, está llamada a jugar un papel fundamental en la
política del imperio. Algo de esto se decían los participantes del Congreso
Internacional de la Lengua Española que se había celebrado unos días antes en
Puerto Rico cuando debatían, además de sobre reglas gramaticales, del poder
político de la lengua que hablamos.
Nadie duda a estas alturas de que el
español, hablado por más de 500 millones (50 de ellos en los propios EE.UU.),
es un factor de presión y de poder político. Es la ley del número. Pero
haríamos un flaco favor a Cervantes -y, por tanto, al genio de la lengua que
hablamos- si todo lo cifráramos en poder y presión. El español tiene otras
estancias que pueden enriquecer nuestro modo de ser y de vivir si hay hablantes
dispuestos a habitarlas. En concreto, la que nos abre el capítulo VIII del
Primer Libro del Quijote. Al final del mismo refiere la pelea de Don Quijote y
el vizcaíno, privándonos del final de tan encendido episodio porque su autor
“no halló más escrito de estas hazañas de Don Quijote”. De repente el lector
descubre que el libro que tiene entre manos es traducción o transcripción de un
texto al que le faltan hojas. Como el autor no quiere dejarnos en vilo se va en
busca de la parte que falta. En un barrio de mala fama de Toledo donde se
trafica con papeles un joven le ofrece en venta unos folios, escritos en
arábigo, que el autor castellano no entiende y se los hace traducir por “dos
arrobas de pasas y dos fanegas de trigo”, resultando ser la secuencia de la
pelea pendiente entre el vasco y el manchego. Ahí nos enteramos de que el autor
del texto originario es árabe, un tal Cide Hamete Benengeli.
El gesto de Cervantes es muy
significativo. Es como si nos dijera “ese libro que tanto ponderáis es la
traducción de una lengua prohibida y escrita por un autor maldito”. No
olvidemos en efecto que a esas alturas el árabe era ya una lengua prohibida y
estaba a punto de producirse la expulsión de los moriscos. El gesto de
Cervantes, aunque refunfuñe contra el descubrimiento de Toledo “al pensar que
su autor era moro”, es de resistencia contra prácticas políticas que atacan la
riqueza cultural propia de una comunidad plurilingüística. El lector toma nota
de que habla una lengua que se ha impuesto después de acallar otras, pero que
sólo teniendo en cuenta la lengua acallada -en este caso el árabe- puede
entender las andanzas del Quijote.
A la luz del Quijote el famoso poder
de la lengua se hace más ambiguo porque si la hablamos porque se ha impuesto al
árabe y al hebreo, por ejemplo, gracias a expulsiones de sus hablantes,
resultará que su riqueza consistirá en tener en cuenta las lenguas acalladas.
Con la lógica cervantina en la mano, lenguas como el español deberían ser
conscientes del precio que otros han pagado para imponerse. De ese precio habla
García Márquez en Cien años de soledad.
Ahí se cuenta la historia de Macondo que representa al Nuevo Mundo. Nos dice
que sus habitantes nacen enfermos, víctimas de una peste especial: la del
olvido pues no recuerdan de dónde vienen. Esa amnesia es una forma de nombrar
la política del conquistador español que se presenta en el Nuevo Mundo como
representante de la civilización más avanzada diciendo a los indígenas: si
queréis entrar en la historia tenéis que olvidaros de lo que habéis sido, es
decir, de vuestra lengua, de vuestros dioses, de vuestra cultura. Nosotros
somos la historia y vosotros la prehistoria. Ese olvido que el invasor impone
es la causa de todos sus males, de esa cadena de violentos fracasos que
encarnan las seis generaciones de los Buendía. ¿La solución? No consiste en
negar lo que ahora son sino en reconocer lo que fueron o, dicho de otra manera,
en dar cabida en la lengua que ahora hablan a las dolorosas experiencias que
han vivido y también a los sueños de felicidad que tuvieron en las lenguas
dominadas.
Entiéndase bien. No se trata de
negar la lengua que hablamos. Hay que estar agradecidos a la lengua que nos
acoge. Lo que nos quiere decir Cervantes es que el sentido que brota del
castellano bebe en otras lenguas, habladas por generaciones pasadas, con las
que estamos en deuda. Tenemos que decidir qué queremos: si sacar partido
político o económico al hecho de que la hablamos muchos o más bien, en plan
cervantino, escuchar las voces que vienen de su interior. Nuestra lengua se
presta a ambas estrategias. Hacen bien los hispanos en Estados Unidos
defendiendo y haciendo valer su lengua y su cultura. Son momentos de una lengua
de poder. Pero no podemos olvidar que el castellano o el español al haber sido
lengua hablada por señores y esclavos, por dominadores y dominados, es un
arsenal de preguntas pendientes que esperan respuestas. Pensar o hablar en español
se enriquecería exponencialmente si esas voces se pusieran al habla. El
resultado no sería un idílico cuadro de consensos sino un nuevo modo,
responsable y respetuoso, de relacionarnos entre nosotros, los que hablamos la
misma lengua, y con los herederos de las que perdimos en el camino.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 2 de abril 2016)