El teatro de Mérida ha invitado a
Sócrates a subir al escenario para someter al público de este siglo XXI las
razones de su condena. Platón ha recogido en un trepidante diálogo, titulado Apología, la autodefensa de ese gran
ciudadano ateniense, condenado hace veinticinco siglo por los notables de la
ciudad.
La razón por la que, a lo largo de
los siglos, hacemos hablar a Sócrates es porque estamos convencidos de que hay
en todo este proceso una lección política que merece ser conocida y
transmitida. Pero no es de política de lo que aquí se trata sino de algo más
serio.
Para empezar, le acusan a él, un hombre
austero y virtuoso, de pervertir a la juventud porque no les enseña la
verdadera religión, esto es, los valores sagrados de la polis, esos que han
engrandecido a Atenas en las letras y en las armas. Sócrates se defiende
diciendo que él no ha enseñado nada a nadie. No es un maestro. Se ha limitado a
poner en evidencia a los grandes hombres por aparentar lo que no eran; por
engañar, ocultando su ignorancia o su incapacidad. Su crimen consistía en
demostrar que el rey iba desnudo. Un crimen que merecía la pena capital porque
los grandes hombres de la polis no sólo se sabían triunfadores sino que quería
ser reconocidos por los demás como los mejores. Que los jóvenes de Atenas
aprendieran de Sócrates el ejercicio de la crítica, eso los hombres públicos no
lo podían tolerar.
A este hombre paciente, le molestaba
sobremanera que le acusaran de hacer crítica política. La política no le
interesa. Y se lo dice bien claro al jurado: "no hay que preocuparse de
los asuntos de la ciudad sino de la ciudad misma". Lo que le interesa es
la vida de los ciudadanos y no los asuntos de Estado. No dispone de un plan
alternativo para salvar al mundo. Prefiere moverse a escala humana: "me he
pasado la vida", dice, "intentando convencer a cada uno de vosotros
de que no se preocupara de ninguna cosa antes de preocuparse de ser él mismo lo
mejor y más sensato posible". Busca el cara a cara, tratando de convencer
y no seducir o imponerse. Decían de él que "cuchicheaba en las esquinas
con cuatro jóvenes". Lo suyo era pensar en voz alta, conversar con los
paseantes, hablar con los jóvenes que se le acercaban "porque les gusta
oírme examinar a los que creen ser sabios y no lo son".
Le hacía gracia que quisieran hacer
con él un escarmiento general, dirigido a los disidentes. A él le daba lo mismo
el mandamás que el opositor pues a uno y otro les pedía lo mismo: honestidad y
virtud. Quizá le mataron porque eso no importa a nadie. A Nietzsche le sacaba
de quicio que este hombre prefiriera la muerte a cualquier apaño con el
tribunal (el destierro o una multa). Nada hay más peligroso para una sociedad ,
como diría Camus, que considerar a la virtud, delito. El se sabía inocente, por
eso pudo despedirse de este mundo con una elegancia incomparable:“ya hora de
marcharnos, yo a morir y vosotros a vivir. Quien de nosotros se dirige a una
situación mejor es algo oculto para todos, excepto para el dios”.
Reyes
Mate (revista Bez.es enero de 2016)