Por estas fechas, coincidiendo con
la liberación del campo de exterminio situado en el pueblo polaco de Auschwitz,
se conmemora a las víctimas del Holocausto judío. Algunos países, como España,
han suscrito además la Declaración de Estocolmo, del año 2000, comprometiéndose
a llevar a los centros educativos el estudio obligatorio del crimen nazi. ¿Los
resultados? Muy escasos. Los docentes se quejan de que no hay tiempo y todo se
resuelve, en el mejor de los casos, con un par de ratos donde se tocan
"temas generales como la intolerancia o el racismo".
Pese a la buena intención de quienes
así piensan y hacen, es una grave equivocación. No es lo mismo defender en
abstracto la tolerancia que escuchar los gritos de los desesperados en las
cámaras de gas. Y no lo es por dos razones de peso teórico y también educativo.
En primer lugar, porque las teorías ilustradas sobre la tolerancia se
disolvieron como un azucarillo cuando apareció el vendaval nacional-socialista.
A Alemania, cuna del filósofo y dramaturgo Efraim Lessing, autor del tratado
más brillante sobre la tolerancia, titulado Natán
el Sabio (una pieza teatral), le sirvieron de bien poco los argumentos en favor de la convivencia respetuosa. Estos
se resumían en una idea muy ilustrada, a saber, que todos, antes que judíos,
moros o cristianos, somos hombres, es decir, antes que diferentes somos
iguales. Estos nobles ideales, barridos por el nacionalismo de los siglos XIX y
XX, no supieron prevenir ni predecir la barbarie nazi, basada precisamente en
la diferencia étnica. Entonces, si queremos luchar eficazmente contra la
intolerancia o el racismo, hay que movilizar otras fuerzas. En concreto:
ponernos delante de la experiencia de la barbarie que han protagonizado seres
pertenecientes a esa cultura ilustrada
que es también la nuestra. Más eficaz que proclamar ideales en la escuela es
recordar el sufrimiento que nuestra
cultura es capaz de generar en el futuro porque lo ha hecho ya en el
pasado.
La otra razón tiene que ver con la
elocuencia del espacio. No se puede plantear una "educación contra
Auschwitz" sin tener en cuenta el papel de los testigos y los lugares de
la memoria. Treblinka, Dachau o Sobibor son lugares muy visitados por alumnos
de esos países que han firmado el protocolo de Estocolmo. Nada puede sustituir
al poder educador de esos lugares. El espacio tiene un poder del que carece el
tiempo. Podemos imaginar la máquina del tiempo porque el pasado, pasado es y
sólo podemos hacerle presente con la ficción, pero no podemos inventar la
máquina del espacio porque éste no se deja ya que siempre está ahí cargado con
todo lo que en él ha tenido lugar. Podemos borrar todos los rastros y convertir
lo que fue otrora una fábrica de muerte en un bosque amable, como ha ocurrido
con el campo de Belec, o construir sobre el gheto de Varsovia un pujante barrio
burgués, que es lo que ha pasado, pero basta que se acerque un testigo y diga
"era ahí" para que las piedras hablen y el lugar se transforme. Las
palabras del testigo perforan el olvido y deconstruyen todo lo que hemos
superpuesto en ese lugar de muerte. Ni
el tiempo transcurrido ni nuestro empeño en invisibilizar las huellas pueden
impedir que ese espacio vuelve a ser lo que fue. Las ruinas de Belchite, pesen
a su programado abandono, siguen denunciando la injusticia que allí tuvo lugar,
al igual que los sillares del Valle de los Caídos no pueden disimular la
infamia con la que fueron colocados.
Mal asunto, pues, si pensamos cubrir
el expediente educativo abogando por la tolerancia o denunciando el racismo.
Nada puede sustituir, en esta lección de historia, la experiencia de la
memoria, esto es, escuchar las palabras de los testigos y prestar oídos a la
elocuencia de los lugares de la memoria.
Reyes Mate (revista Bez.es, 3 de Febrero 2016)