Uno de los momentos más reveladores
del debate de investidura fue aquel en el que Pablo Iglesias espetó a Pedro
Sánchez lo de "no haga caso a Felipe González que tiene las manos
manchadas de cal viva". No digo que fuera ni el más brillante ni el más
ejemplar, sino el más revelador del nivel político. Habida cuenta de la
importancia que tiene en el panorama político español la confrontación entre lo
viejo y lo nuevo, era inevitable que los recién llegados pusieran a los
representantes de la política anterior ante sus responsabilidades políticas.
Pedro Sánchez perdió la ocasión de
aclarar las cosas y despejar el camino. A estas alturas de la historia es
difícil negar a Felipe González un papel estelar en el desarrollo de la
democracia. Su indiscutible prestigio internacional se debe al buen hacer
político. Pero tan cierto como es eso es su responsabilidad en la existencia de
los GAL. Los jueces no pudieron demostrar que estuviera "manchado de cal
viva", es decir, que fuera culpable, pero sí que fue responsable político
de los delitos cometidos por sus subordinados directos. En el largo historial
del Partido Socialista hay grandes triunfos y también sombras. Pedro Sánchez
debería reconocerlo así, añadiendo, además, que el PSOE ha pagado por ello. Si
los electores le han colocado en la posición en la que se encuentra es como
consecuencia de sus errores. Reconocerlo no significa ni traicionar a Felipe
González ni mostrar debilidad ante el adversario. Es la forma más eficaz de
decir que no transitará por los mismos parajes porque asume que aquello fue un
grave error.
La respuesta de Sánchez, que prefirió
mostrarse indignado, pone de manifiesto que la nueva generación no acaba de
liberarse del peso de su pasado. Esto no se logra marginando a la vieja guardia
sino asumiendo críticamente la herencia. Me parece ejemplar la actitud de un
gran líder comunista (y cristiano) de los sesenta y setenta llamado Alfonso
Carlos Comín. "Soy miembro", decía, "de un Partido que ha
fusilado a héroes y de una Iglesia que ha quemado a santos". Solo así se
puede entender o heredar lo que hay de heroico o santo en las tradiciones a las
que pertenecemos.
Pero tampoco era de recibo la
andanada de Pablo Iglesias ni por el fondo ni por la forma. Cuando uno, en
efecto, pide o recuerda responsabilidades políticas se entiende que lo hace
movido por el sentido moral propio de una llamada a la responsabilidad, es
decir, lo hace porque piensa que el reconocimiento del daño causado contribuye
a la reparación y, por tanto, al hacer justicia. ¿Movía al líder de Podemos la
compasión con las víctimas o destrozar al adversario? No parece que el
sufrimiento de las víctimas de la violencia terrorista sea el fuerte de Podemos.
Al contrario, su coqueteo con el mundo abertzale y sus múltiples torpezas (titiriteros, Otegi,
etc.) hablan más bien de una utilización política de la indignación moral. Esa indignación es una impostura.
El uso político de la indignación
moral es muy delicado porque eso supone erigirse en juez, es decir, en
descartar por principio que quien se indigna pueda ser responsable de algo al
que otro juez exija rendir cuentas. Y ese nivel de inocencia es casi imposible
en política. Es verdad que Iglesias no tiene en su mochila política, que está
casi por estrenar, el lastre de un partido centenario. Pero no es inocente. Ya
tiene una trayectoria política, conformada por hechos y dichos de los que parece
no querer acordarse ni que los demás se lo recuerden. Me refiero a su pasado
ideológico leninista, anticapitalista y chavista o castrista. Uno tiene todo el
derecho a ser cualquiera de esas cosas, incluso a cambiar. Ahora bien, cuando
se pasa de una posición (ser leninista) a su contraria (ser socialdemócrata) no
se puede pretender tener la razón en ambos casos. Para creerles ahora tienen
que reconocer que se equivocaron antes. Con ese pasado también ellos tienen que
rendir cuentas, eso sí, en su justa medida, porque tan reprobable como acusar a
Felipe González de ser el autor de la cal viva sería hacerle a él responsable
de los crímenes perpetrados en nombre del leninismo.
En asuntos de responsabilidad
política es peligroso hacer de jueces o árbitros, como si uno estuviera por
encima del mal del bien. ¡Cómo no recordar a Jordi Pujol en la balaustrada de
la Generalitat diciendo, en 1984, aquello "en adelante de ética y moral
hablaremos nosotros" o al superministro de Economía, Rodrigo Rato anunciando
en 1997 que había por fin llegado la hora, con ellos, de combatir la corrupción.
Atacaban sin piedad al adversario mientras se lo llevaban crudo.
Conviene, por eso, cuando se piden
responsabilidades, hacerlo desde el mayor respeto al otro. El recurso a la
moral en el debate político debe hacerse con sentido de la justicia, pero no en
plan justiciero, porque los héroes de hoy pueden ser los villanos de mañana
como le ha pasado a Jordi Pujol y le está pasando a Rodrigo Rato. Esa lección
de moral política está pendiente.
Reyes
Mate (artículo que no pudo ser publicado por censura del medio, marzo 2016)