El monolingüismo del otro es el título de
un librito de Jacques Derrida con el que responde a la pregunta de si su lengua
es el francés. La pregunta, a primera vista ingenua, tiene, sin embargo, su
miga ya que Derrida nace en Argelia y sus padres son judíos. Esto le lleva a
decir que su lengua materna debería haber sido el hebreo si los padres no lo
hubieran perdido, y su lengua natural, el árabe, de no ser porque al ser
Argelia una colonia francesa, el árabe había sido degradado al nivel de lengua
extranjera. Por supuesto que en su casa, como en la de cualquier otro ciudadano
francés, se hablaba la lengua nacional, pero con un acento inconfundible que le
colocaba automáticamente en la periferia de Francia. La conclusión a la que
llega Derrida -y ese es el hilo conductor de su libro- es que “no tengo más que
una lengua y esa no es la mía”. La lengua que habla, en efecto, tiene dos
características. En primer lugar, es una lengua dada, que acoge al hablante y
precisamente por eso no se la puede apropiar. Aunque la hable, no es suya. En
segundo lugar, que habla francés porque las circunstancias han tachado el
hebreo, su posible lengua materna, y el árabe, la lengua del lugar, es decir,
la lengua natural. Así que el francés no es su lengua propia, porque le ha sido
dada; tampoco su lengua materna, que debería haber sido el hebreo; ni siquiera
su lengua natural ya que los lugareños hablan árabe. Habla francés, ciertamente,
pero con un acento que le delata (“por eso, dice, mi costumbre de hablar bajito”,
como disimulando). Monolingüista, sí, pero hablando una lengua prestada, de
otro. Derrida entiende que su situación no es exclusiva de un pied noir judío, es decir, no se reduce
a la situación excepcional de un colono judío. Si él pone tanto empeño e
inteligencia en el análisis es porque la suya es en el fondo la situación de
todo el que hable lengua oficial o cooficial.
Comparte opinión en esto con otro
personaje que también anduvo por Argel, cinco siglos antes, pero cautivo. Me
refiero al autor del Quijote. El lector recordará el momento en el que el susodicho
autor no puede contar, en el capítulo octavo de la Primera Parte, cómo acaba el
duelo entre el vizcaíno y el hidalgo manchego porque “no halló más escrito de
estas hazañas de Don Quijote”. De repente uno descubre que lo que está leyendo
es la transcripción de unos papeles originales que, como cuenta en el capítulo
siguiente, están escritos en arábigo y por un autor moro, Cide Hamete.
El gesto de Cervantes es muy
significativo. Es, para empezar, un ingenioso recurso literario porque no
consta la existencia de Cide Hamete ni tampoco hay huella de esos papeles.
Cervantes recurre a ese artificio para señalar un dimensión moral que afecta no
sólo a su libro sino a todo lenguaje. No podemos olvidar que cuando aparece el
Quijote el árabe es ya una lengua prohibida. Al invocar la autoridad de un
original en la lengua proscrita Cervantes se solidariza con la lengua
desaparecida al tiempo que protesta contra una política lingüística afanada en
liquidar la pluralidad lingüística que había dominado el paisaje español
durante setecientos años. El gesto literario tiene pues una dimensión moral de
solidaridad y resistencia.
Y algo más. No se le pasa por la
cabeza a Cervantes que haya que renunciar a su lengua, pero al remitir el genio
de su escritura a una lengua desaparecida (no olvidemos que cuando le presentan
el original se lo hace traducir porque él ya no entiende el árabe) está
diciendo a sus lectores que el castellano bebe en otras lenguas, habladas por
generaciones pasadas, con las que estamos en deuda. El se refiere al árabe pero
sólo por discreción o miedo no menciona el hebreo, la lengua de sus antepasados.
Unamuno sí se permite en su Vida de Don
Quijote y Sancho enmendar a Cervantes al escribir “por mi parte, creo que
el tal Cide Hamete no era árabe, sino judío y judío marroquí”. No es fácil determinar con qué lenguas estamos
en deuda, lo importante es reconocer el endeudamiento.
Lo que desprende de esta singular
aventura cervantina es que sólo la autoridad de esas otras lenguas -que, por
muy desaparecidas que estén han alimentado en algún momento la lengua que
hablamos- puede neutralizar la querencia de toda lengua hablada a imponerse. La
memoria de las otras lenguas son el antídoto a la violencia innata de las
lenguas que se hablan.
Cuando Nebrija
presentó, en 1942, a Isabel de Castilla su Gramática en castellano se dice que
la reina le preguntó “¿por qué querría yo un trabajo como este, si ya conozco
la lengua?” .A lo que el
andaluz sagazmente le respondió: “Alteza,
la lengua es el instrumento del Imperio”. Y así es. La
lengua es un poder político y por eso conviene no perder de vista a gente como Cervantes
con el fin de devolver a la lengua que hablamos su dimensión humana,
recordándola que nada sería si no fuera por las lenguas
que silencia.
Reyes
Mate (El Periódico de Catalunya, 17
de abril 2016)