No nacemos inocentes. Cada
generación llega al mundo con una responsabilidad heredada. Sobre nosotros, los
nacidos después de Auschwitz, pesa el deber de memoria que no consiste en
acordarse de lo mal que lo pasaron los judíos en los campos de exterminio, sino
en la obligación de reflexionar sobre la historia política europea que llevó a
la catástrofe.
Sabemos hoy que el ser humano hizo
lo que no había sido capaz de pensar ni de imaginar. El deber de memoria nos
pide revisar cada una de las piezas que llevaron al proyecto de exterminio y valorarlas
a la luz de lo que se hizo aunque no se pensara. Historiadores y filósofos
coinciden en que una de esas piezas, quizá la más importante, fue el
nacionalismo.
El deber de memoria nos obliga a
repensar el nacionalismo no en base a sus orígenes en el siglo XIX, por
ejemplo, sino a partir de su consumación en el nacionalsocialismo. Y esto no
por descalificar de entrada un fenómeno tan proteico como éste, sino por deber
de memoria, es decir, porque el nacionalismo se expresó ahí de una manera
nueva, que no estaba en los manuales, pero que tuvo lugar porque estaba entre
sus posibilidades más ocultas.
El primero que dio el tono fue
Stephan Zweig. En El mundo de ayer
cuenta dolorido que por su vida han galopado los cuatro corceles del
Apocalipsis pero que “la peor de todas las pestes es el nacionalismo que
envenena la flor de nuestra cultura europea”. No era un calentón. Alguien tan
ponderado como Jürgen Habermas resumía su posición en El Debate de los Historiadores -que enfrentó a los intelectuales
alemanes sobre el ser alemán después de Auschwitz- diciendo que “los alemanes
cuando han sido nacionalistas no eran demócratas y cuando eran demócratas no
eran nacionalistas”.
¿Es
extrapolable esta tesis a todos los nacionalismos? Para el filósofo alemán,
desde luego, porque todo el nacionalismo quedó contaminado por la experiencia
extrema de los campos. Ya sabemos pues adonde puede llegar, de ahí el deber de
tenerlo siempre en cuenta.
Pero los españoles deberíamos ser
los primeros en entenderle. Venimos de una historia especializada en construir
identidades a base de exclusiones. La España de Castilla y Aragón construyó la
unidad expulsando a judíos y exterminando moriscos. Contra todo derecho y toda
razón se decidió que no tenían sitio los diferentes, aunque fueran tan
españoles como los cristianos. Ni siquiera les detuvo el desastre económico y
cultural que aquello suponía. El arzobispo de Valencia, Juan de Ribera, autor intelectual
de lo que Calderón de la Barca representó como un genocidio, celebraba ese
doble empobrecimiento como prueba del fervor patriótico de los nobles
valencianos. Les pudo el fanatismo identitario. Juan Goytisolo decía, siguiendo
a su maestro Márquez Villanueva, que evocar este pasado no es “ejercicio de
nostalgia, sino candente actualidad”. Aquel gesto fundacional nos persigue y
repite cada vez que asoma el problema de la identidad.
Lo que se desprende de estos dos
momentos históricos (el alemán y el español) es que el futuro no pasa por los
nacionalismos sino por “un espacio espiritual construido desde la libertad y la
razón”, que era como Semprún definía Europa.
Reyes
Mate (El Periódico de Catalunya, 23
de octubre 2017)