Nos preguntamos perplejos cómo hemos
podido llegar hasta aquí, y no hay respuesta. Algo hemos hecho mal para que
hayan caído, una tras otra, las barreras que nos defendían del abismo. Pero ahí
estamos, en plena caída.
Como los pasos que hemos dado no son
verdades sino errores, no son conquistas civilizatorias sino tumbos hacia el
desastre, cabe rectificar. Ha llegado la hora de volver sobre nuestros pasos y
preguntarse qué hemos hecho mal. Y esto nos afecta a todos, sobre todo a los
que toman decisiones políticas y también a los que crean opinión pública. Y,
para empezar por uno mismo, me pregunto cómo hemos permitido que el
nacionalismo disfrute de prestigio alguno. Es una pregunta que afecta en primer
lugar a los intelectuales cuya tarea consiste en sopesar la calidad moral de
los productos políticos en circulación.
Uno envidia a los intelectuales
alemanes que, tras enfrentarse con su terrible pasado, llegaron a la
conclusión, formulada claramente por su más cualificado portavoz, Jürgen
Habernas, de que Alemania “cuando ha sido nacionalista no era democrática y
cuando era democrática no era nacionalista”. Se refería a su país pero entre
líneas dejaba entrever que la severa afirmación tenía validez universal. Es
verdad que la tipología del nacionalismo es muy variada. No es lo mismo el
hitleriano que el vasco o el catalán. Aquél derivó en dictadura y éstos
conviven en democracia. Pero tienen un gen común: primar la sangre y la tierra
sobre la libertad. Los estudiosos saben que el fenómeno moderno del
nacionalismo es un subproducto del romanticismo, un potente movimiento cultural
del siglo XIX, que engloba tanto la llamada a la tierra y a la sangre del
tradicionalismo (violenta reacción contra la universalización de los valores
revolucionarios de igualdad y libertad) como la elevación de la religión y de
la lengua a principios definidores de una comunidad política. Con todos esos
elementos -sangre, tierra, religión y lengua- caben múltiples combinaciones,
pero ninguna llegará a reconocer la primacía absoluta de la igualdad, libertad
y fraternidad. Podrán flirtear con esos valores pero sin tomarlos en serio. Por
eso el nacionalismo tiene un problema con la democracia.
Esto que tan bien formulaba Habermas
para Alemania no hemos sabido defenderlo en España. Aquí nos ha obnubilado el
hecho de que Franco persiguió a los nacionalismos periféricos con lo que su consiguiente
antifranquismo lo hemos valorado como reconciliación democrática. Pero sobran
los ejemplos de antifranquistas alérgicos a la democracia (empezando por los
estalinistas). Ese pasado, que tanto ha pesado en mi generación, explica la
dejación intelectual y el abandono del sentido crítico respecto a los
nacionalismos de cualquier pelaje, incluido el español.
Pero hay más. Eso que llamamos
“deber de memoria” es incompatible con el nacionalismo. El deber de referirnos
a la barbarie nazi para pensar de nuevo y de otro modo la política, afecta de
pleno al asunto del nacionalismo por la sencilla razón de que el hitlerismo fue
la expresión más extrema del culto a la sangre y a la tierra. A los judíos,
primero se le expulsó de su país porque carecían de ocho apellidos germanos y
luego se decretó el exterminio porque eran de otra sangre. Esa lección no la
podemos olvidar. De esa memoria nació la Unión Europa. La Europa unida es la
respuesta a la barbarie del nacionalismo o, como dice Jorge Semprún, la
respuesta moral a la experiencia de muerte que supuso ese tiempo oscuro que va
de 1914 a 1945 marcado por el nacionalismo.
En un debate público que hace poco
tiempo sostuve con un aguerrido monje benedictino de Monserrat, apasionadamente
independentista, me preguntaba si ellos, los nacionalistas catalanes, eran
fascistas. Me lo preguntaba decepcionado porque pensaba que, compartiendo otros
muchos valores, yo no fuera capaz de reconocer el ansia de liberación que anima
el soberanismo catalán. Le respondí que nunca lo diría. El fascista no es
alguien que piensa de una determinada manera sino quien llevó a cabo el
exterminio. Con esta palabra no se juega. Un nazi es un genocida y sólo se
puede llamar nazi a quien ha perpetrado un crimen contra la humanidad. Pero es
verdad que estas palabras, antes de que consumaran toda su capacidad
destructora, eran sólo palabras con sinónimos inocuos como nacionalista o
patriota. A mi buen amigo, que trufa su nacionalismo de referencias religiosas,
le espanta lógicamente el nazismo, pero debería pensar que hoy, en Cataluña, al
amparo de palabras como nacionalismo o patriotismo están teniendo lugar
prácticas que recuerdan las de los nazis: ¿qué diferencia hay entre la pintada
en la tienda de los padres de Albert Rivera “no és la vostra terra” y la de los
nazis en Berlín “Juden raus”? Se traducen igual: ¡fuera de aquí! La cineasta
Isabel Coixet, poco sospechosa de desafección por su tierra, denunciaba con
pena que los cachorros del independentismo la griten ¡fascista! por no someterse
al pensamiento único de la Generalitat. Transitan por un camino peligroso: el
mismo de la vieja España que se construyó excluyendo a judíos y moriscos por
ser diferentes; el del nazismo que llevó la ruina de Europa por divinizar la singularidad
incomparable de su sangre y de su tierra.