Nadie se podía explicar que fueran
ellos los autores de la masacre. A los ojos de todos parecían integrados y felices
o, como decía la educadora social de Ripoll, "eran como mis hijos". Y
ocurrió lo inimaginable: aquellos jóvenes educados y cariñosos se presentaron
de repente como asesinos. ¿Cómo explicárselo? Si fueran pobres y marginados,
nos decimos, cabría una explicación, pero ¿cómo llegaron a eso siendo como
nosotros? Hay acontecimientos que ocurren habiendo sido literalmente
impensables, es decir, que ocurren sin causas que lo expliquen. Lo que pasa es
que cuando ocurren son capaces de iluminar todo lo anterior con una luz nueva.
Algo no hemos hecho bien para que estos jóvenes educados entre nosotros se
hayan comprometido en la causa yihadista que es la negación de todos los
valores que hemos querido transmitirles.
Lo más fácil es seguir la pista
perversa del imán que con sus artes diabólicas ha sabido embrujarles hasta
hacerles perder el juicio. Es una pista necesaria que naturalmente hay que
seguir y perseguir para taponar esa salida. Pero esos cantos de sirena sólo
consiguen seducir si encuentran complicidades domésticas, quiero decir en la
educación que les proporcionamos.
Estos jóvenes de origen marroquí,
pero nacidos y formados en España, pertenecen a una generación entre dos mundos
o, como se decía antaño, aplicado a los judíos falsamente conversos, son "marranos".
Algo les falta para ser plenamente marroquí y algo para ser un español más. Son
"marranos" porque "marran" en algo o les falta algo. Eso
significa que por muy integrados que se estén en Ripoll o Barcelona, también se
sienten marroquís y sienten, por tanto, como propia, la cultura árabe o
musulmana. Lo que entonces tenemos que preguntarnos es cómo les presentamos en
la escuela ese mundo suyo con el que tenemos tanto que ver. No se trata de
justificar el crimen sino de entender a los criminales. Y un punto decisivo -no
el único- es saber cómo se sienten cuando nuestra cultura habla de ellos. Y eso
lo hacemos constantemente porque nuestra historia no se explica sin el
ingrediente árabo-musulmán, con el añadido de que la España que se impone es la
negación de ese componente. Nosotros podemos haberlo olvidado pero ellos no
como bien se empeñan en recordarlo los ideólogos yihadista con su lamento por
"la pérdida de Al Andalus".
Ante ese pasado podemos adoptar dos
posturas: la cervantina o la del cristiano viejo. Cervantes tributa honor al
pasado morisco al reconocer en El Quijote
que su obra es mera traducción de un original árabe escrito por un moro llamado
Cide Hamete. Hay que tener valor para semejante reconocimiento teniendo en
cuenta que a esas alturas el árabe era una lengua proscrita y estaba a punto de
producirse la expulsión de los moriscos. Es un gesto de reconocimiento, por un
lado, y crítico, por otro. Reconoce Cervantes que su lengua, el castellano, se
nutre de la lengua prohibida; y critica una identidad colectiva que se
construye desde la exclusión del morisco. La otra postura no hace falta
explicarla porque nos la sabemos de memoria. Es la que cuentan los libros de
historia con el mito de la reconquista y la España del yugo y las flechas.
El discurso cervantino dice al joven
catalán de origen marroquí que su mundo originario forma parte del nuestro y
que, al enjuiciar hoy críticamente aquella expulsión, estamos comprometiéndonos
a no conformar identidades colectivas excluyendo de nuevo, excluyéndoles a
ellos. Estos jóvenes aprenden así que para Cervantes y otros muchos españoles
la expulsión de judíos y moriscos fue una catástrofe nacional cuyas fatales
consecuencias todavía nos persiguen.
El término marranismo ha sido
aplicado históricamente a los judíos españoles que no acababan de ser
cristianos ni dejar de ser judíos. Repudiados por unos y otros, acabaron
alumbrando la modernidad. Hartos, en efecto, de las identidades excluyentes
(tanto religiosas como políticas) apostaron por un espacio político abierto,
laico, liberado de purezas de sangre.
Los nuevos marranos son estos
jóvenes que llevan en su mochila dos culturas. Representan el futuro porque el
creciente fenómeno de las migraciones forja ciudadanos que se sienten ligados
al mundo del que proceden y quieren apropiarse la cultura del que les acoge. No
sabemos si yace en alguna cuna un genio como Baruch Espinosa que dé forma a una
manera nueva de ser ciudadano, allende toda pertenencia identitaria. Mientras
eso llega bien haríamos en revisar la imagen que nosotros tenemos de su pasado
que es la que queremos imponerles en la escuela. Si sólo nos empeñamos en
hacerles como nosotros, fracasaremos de nuevo porque a estos, como a los
antiguos conversos, jamás les consideraremos como iguales (y ellos lo saben).
Tenemos que acercarnos a ellos dejando de ser de alguna manera como somos. Cierto
es que la dirigencia catalana está muy ocupada en subrayar e imponer lo suyo.
Se sienten tan distintos que necesitan excluir al otro o a lo otro que siempre
ha estado ahí. Es el mismo camino del yugo y las flechas de Isabel y Fernando.
Y ojalá tenga razón Marx cuando decía que la historia acostumbra a vivir dos
veces el mismo acontecimiento: la primera vez, como tragedia; la segunda, como
farsa.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 2 de septiembre 2017)