Ratzinger es un teólogo que acaba de
ser nombrado Papa, nada extraño entonces que, ante un escrito suyo interese más
que lo que dice, cómo lo dice. En su forma de pensar, de argumentar, podemos
buscar claves que trasciendan el escrito y permitan vislumbrar cómo el Papa va
a reaccionar ante los problemas de su Iglesia y del mundo.
Este libro recoge escritos ya
publicados, uno en 1963 en homenaje a Karl Rahner, y los otros, en la década de
los noventa. Hablan de la relación de la fe cristiana con la cultura de su
tiempo y con otras religiones. No es Ratzinger un pensador que oculte sus
cartas, al contrario, ante cada situación aplica un esquema muy meditado que
revela ese modo de pensar que, debido a su notoriedad actual, va a ser sometido
a una investigación detectivesca.
Si analizamos el trabajo que da
título al libro, por ejemplo, encontramos que polemiza con contrincantes de
talla, en este caso con la posmodernidad alemana. Esta ha tomado la forma de un
neopaganismo o polimitismo que idolatra la libertad, ensalza el relativismo, y
cuestiona la pretensiones de verdad. Uno de sus portavoces más señalados es Jan
Assmann, un egiptólogo que ha reescrito el origen del monoteísmo. En el
principio era el politeísmo, con sus muchos dioses que vivían pacíficamente
debido a una repartición del poder lejos de todo monopolio. Hasta que llegaron
Akhenatón y Moisés “el egipcio”con una especie de contrarreforma monoteísta que
alteró totalmente las relaciones religiosas y el destino de la humanidad. Desde
la altura de su monoteísmo empezaron a distinguir entre creencia e increencia.
De la mano de Moisés entraba en la humanidad una distinción hasta entonces
desconocida: entre verdadero y falso. Nace entonces una idea exclusiva de
verdad, un acaparamiento de la universalidad que se traduce en la violencia
política de la religión que ha marcado al mundo. Assmann y los suyos quieren
que los dioses vuelvan de una manera, eso sí, civilizada, es decir, defendiendo
la libertad como manda la ilustración.
Ratzinger reacciona ante lo que
llama “la dictadura del relativismo” con una defensa de la libertad “bien
entendida”, es decir, con una libertad basada no en la autonomía del individuo
sino en la verdad. “La verdad” es el hilo conductor de su discurso y en ella
invierte lo mejor de su talento de pensador. Su estrategia no consiste en
invocar la autoridad infalible de algún dogma sino en un discurso registrado al
alimón en Atenas y Jerusalén. Pieza capital de ese armazón es la identificación
platónica entre bien y verdad: sin la idea de verdad no hay manera de
distinguir entre lo bueno y lo malo. Luego vienen los Padres de la Iglesia que
colocaron al cristianismo no del lado de las religiones, sino junto a la
filosofía, es decir, como una posibilidad del conocimiento. Al final resulta
que el modelo del conocimiento humano es un reflejo de las relaciones
trinitarias, es decir, que pensar bien es pensar “desde” (una exterioridad
trascendente), pensar “con” (los demás)
y pensar “para” (lograr el fin para el que ha sido creado).
Todos estos escritos tienen un
poderoso nervio teórico. Está claro que para este hombre se podrá o no estar en
desacuerdo con la fe cristiana. Lo que no acepta es que se la banalice con aggiornamentos
que la hacen irreconocible. Eso es un punto a su favor. Lo que pasa es que la
claridad y contundencia de su esquema teológico le hace lógicamente vulnerable
a la crítica. Su particular cruzada contra todo relativismo le lleva a
simplificaciones peligrosas, como la que hace con el autor de la parábola de
los tres anillos, Epfraim Lessing. Este no renuncia a la pretensión de verdad
sólo que la traduce por búsqueda -y no posesión- “mientras llega el juez dentro
de miles y miles de años”. No es un relativista pues en el “mientras tanto” hay
un criterio de verdad: ser bienquisto por los demás, el reconocimiento por
otros.
Un escrito tan decidido como éste
obliga a un par de reflexiones críticas. El teólogo sabe bien que la fe del creyente
no es un producto de la razón, sino un don. Pero como está convencido de que lo
cree es verdad, da un paso al frente y exige a la razón que acepte su visión
del hombre y de la historia. Hemos pasado de la fase modesta de la teología en
la que ésta trataba de decir al filósofo que su creencia era razonable (Santo
Tomás), a la fase agresiva en la que el teólogo dice al filósofo que sin Dios
no hay razón que valga (neoescolástica). Hacer de esa verdad “la suprema
garantía de la tolerancia” infunde mucho respeto. El paso de propuestas
razonables a verdades casi de razón coloca a Ratzinger en la órbita del
Vaticano I y lejos de Vaticano II. Se echan de menos mediaciones más finas
entre lo divino y lo humano.
Tampoco han faltado las críticas a
su esquema mental de corte platónico, procedentes de quienes, fieles a la
tradición bíblica de los profetas, definen la verdad como justicia. Ratzinger
se defiende invocando la helenización de la misma Biblia, pero no es lo mismo
hacer de la justicia el criterio de la verdad que a la verdad, criterio de
justicia, que es lo que él sostiene sin desmayo. Para empezar la tradición
profética tiñe la verdad de compasión, algo que no aparece en estas 240
páginas. De ahí las críticas a la impasibilidad de una teología que desenfunda
la verdad con inusual ligereza. Eso le ocurrió en 1998, durante un célebre
debate público con Baptist Metz, bávaro como él pero ideológicamente en el lado
opuesto. Alguien le echó en cara la inmisericordia de la Iglesia con los
homosexuales, divorciados, amenazados del sida, jóvenes embarazadas. Ratzinger
no negó la dureza del trato. Exigió, eso sí, respeto a su postura porque estaba
“contra cualquier dictadura doctrinal”. A la vista de lo que ha hecho con los
disidentes, queda la duda sobre si su constante invocación de la verdad era
protesta contra la dictadura doctrinal o expresión de la misma. La solución,
mañana.
Reyes Mate (El País, 30 de abril 2005)