Decía José Jiménez Lozano que él
escribía ut luceat et ardeat, es decir, para que la escritura brillara
con toda su hermosura y perturbara a sus lectores y quemara a quien se le
acercara, quedando el autor al margen, como los maestros pintores de las
iglesias románicas.
Y así ha sido a lo largo de su vida.
De su pluma han salido libros de una hermosura inquietante, como Sara de Ur o
El Mudejarillo, o libros de ensayo magistrales como Los Cementerios
Civiles o biografías como la dedicada a Fray Luis de León que parece
escrita al dictado de una conversación tenida con el maestro salmantino.
Sin la distancia necesaria para
hacer un juicio global sobre su obra, bien podemos, sin embargo, decir que
acaba de morir uno de los más grandes escritores o, mejor, intelectuales
españoles contemporáneos. Fue ya, a mediados del siglo pasado, un contemporáneo
del pensamiento europeo, cuando lo que aquí se llevaba era vulgar
escolasticismo. Gracias a las luces largas que proyectaba sobre lo que ocurría,
sabía relativizar las doxas dominantes, como él decía, y señalar la
vitalidad de tradiciones ocultas, fueran judías, moriscas o heterodoxas, en las
que había que confiar. Y luego, cuando todo el mundo se puso al día y al paso
de lo que venía de fuera, él tiraba de resortes acontemporáneos para tomar
distancias y no renunciar al sentido crítico.
Preguntado que cómo escribía
respondió diciendo que “cuando escribo me esfuerzo por no mentir sobre todo si
se fabula”. No era una boutade sino definición precisa de la creación
literaria. El escritor se debe, cuando fabula, a la parte oscura de la
realidad, esa que no existe para los cogedores de hechos, y que sólo es traída
al presente si interviene la creación artística. Mentir es invisibilizarla o
frivolizarla, algo que no podían permitirse sus personajes. Les pasa lo que a la
protagonista de “El espejo”, que le ha echado un manto por encima porque ya ha
visto demasiada cosas, mientras se dice para sus adentros: “si se olvidara todo
lo de antes ¿quien se acordará de los pobrecillos y cómo iba a descansar
tranquila su memoria?”
Sobre su tumba bien podría figurar el
epitafio que consta en la de su querido Pascal: “Doctus Non Doctor”, un hombre
bueno que impartió generosamente sabiduría sin engolamientos. No quería público
sino lectores. Lo que sí tiene por doquier son seguidores que reconocen en él
el carisma de un maestro.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 10 de marzo 2020)