10/3/20

Un maestro discreto que deja huellas


             Decía José Jiménez Lozano que él escribía ut luceat et ardeat, es decir, para que la escritura brillara con toda su hermosura y perturbara a sus lectores y quemara a quien se le acercara, quedando el autor al margen, como los maestros pintores de las iglesias románicas.

          Y así ha sido a lo largo de su vida. De su pluma han salido libros de una hermosura inquietante, como Sara de Ur o El Mudejarillo, o libros de ensayo magistrales como Los Cementerios Civiles o biografías como la dedicada a Fray Luis de León que parece escrita al dictado de una conversación tenida con el maestro salmantino.


            Sin la distancia necesaria para hacer un juicio global sobre su obra, bien podemos, sin embargo, decir que acaba de morir uno de los más grandes escritores o, mejor, intelectuales españoles contemporáneos. Fue ya, a mediados del siglo pasado, un contemporáneo del pensamiento europeo, cuando lo que aquí se llevaba era vulgar escolasticismo. Gracias a las luces largas que proyectaba sobre lo que ocurría, sabía relativizar las doxas dominantes, como él decía, y señalar la vitalidad de tradiciones ocultas, fueran judías, moriscas o heterodoxas, en las que había que confiar. Y luego, cuando todo el mundo se puso al día y al paso de lo que venía de fuera, él tiraba de resortes acontemporáneos para tomar distancias y no renunciar al sentido crítico.

            Preguntado que cómo escribía respondió diciendo que “cuando escribo me esfuerzo por no mentir sobre todo si se fabula”. No era una boutade sino definición precisa de la creación literaria. El escritor se debe, cuando fabula, a la parte oscura de la realidad, esa que no existe para los cogedores de hechos, y que sólo es traída al presente si interviene la creación artística. Mentir es invisibilizarla o frivolizarla, algo que no podían permitirse sus personajes. Les pasa lo que a la protagonista de “El espejo”, que le ha echado un manto por encima porque ya ha visto demasiada cosas, mientras se dice para sus adentros: “si se olvidara todo lo de antes ¿quien se acordará de los pobrecillos y cómo iba a descansar tranquila su memoria?”

            Sobre su tumba bien podría figurar el epitafio que consta en la de su querido Pascal: “Doctus Non Doctor”, un hombre bueno que impartió generosamente sabiduría sin engolamientos. No quería público sino lectores. Lo que sí tiene por doquier son seguidores que reconocen en él el carisma de un maestro.

Reyes Mate (El Norte de Castilla, 10 de marzo 2020)