1.
Para poder hablar “del hombre que viene” conviene no perder de vista el hombre
que hemos querido ser. Ese ser humano viene de lejos y se ha ido construyendo
al hilo de la pregunta “Si esto es un hombre”, es decir, al hilo de la pregunta
que surgía una y otra vez de la situación real del hombre. Esa pregunta da,
ciertamente, título al libro de memorias de Primo Levi, pero coincide también
con la que un fraile dominico, Antón Montesinos, se hizo en La Española al denunciar proféticamente,
un cuarto domingo de Adviento de 1511, los atropellos de los conquistadores
para con los indígenas –“¿Éstos, acaso no son hombres?”. Y es la también la del
“servidor doliente” del Segundo Isaías. Hubo una respuesta a esta pregunta, la
que dio Pilatos, cuando, mostrando a ese ser de dolores que era un Jesús
martirizado, sentenció “Éste es el hombre”. Un filósofo francés, Jean Luc
Nancy, ha denominado esta singular investigación sobre el hombre de ecceitas. Digo que es una antropología
singular porque se hace en torno al sufrimiento real del hombre que si, por un
lado, cuestiona la humanidad de los que causan sufrimiento, apunta como
respuesta a la inhumanidad de los ofensores, el sufrimiento del ofendido.
Lo que me interesa señalar desde el
principio es que este hilo parece haberse roto. La violencia del ofensor no
plantea preguntas así como tampoco el sufrimiento del inocente.
Consecuentemente se ha decretado la muerte del hombre.
En la convocatoria se hace
referencia a la muerte del hombre, decretada, dice, “desde hace varias
décadas” (y cita a Foucault). Lo cierto
es que en esto Foucault es un epígono de Nietzsche que levantó acta, el sí, de
la “muerte de Dios”, a manos de los cristianos. El no le mata sino que constata
su muerte desde el momento en que la teodicea le exculpa. Y es que si Dios no
está para lo malo tampoco para lo bueno.
Lo que me interesa señalar es la
lectura que hace un teólogo como Metz de la muerte de Dios a la que se refiere
Nietzsche: lo que realmente produce, dice, es la muerte del hombre. Esto hay
que aclararlo pues no parece, a primera vista, evidente ya que la muerte de
Dios supuso un subidón en la autoestima del hombre: él desplaza a Dios para
hacerse cargo de las preguntas y respuestas sobre el mal que Dios no había
sabido ni querido responder. No hay más que darse una vuelta por los clubs de los jóvenes hegelianos, los del círculo del
Marx joven, para excitar la excitación y exaltación del hombre que provocaba la
muerte de Dios. Querían comerse el mundo, conscientes de que podían hacerlo. ¿Por
qué decir entonces que la muerte de Dios supuso la muerte del hombre? Pues porque
cuando se meten en harina, se dan cuenta estos enterradores de Dios de que la
tarea le sobrepasa. Marx dice sabiamente que
no hay que hacerse más preguntas que la que se pueden responder. El problema
al que hay que enfrentarse no es el del sufrimiento sino el de la explotación
capitalista. La pregunta ya no es “¿quien sufre?” sino “¿quién trabaja”. Y el propio Nietzsche
cierra el círculo cuando sentencia: “hay que elegir entre Dyonisios o el Crucificado”,
es decir, entre el sufrimiento como escándalo o como parte del paisaje. En esa
encrucijada del camino se produce la muerte del hombre que hemos conocido: del
que buscaba respuestas a la gran pregunta que plantea la existencia humana
según el mito bíblico de la caída.
El tiempo comienza el octavo día de
la creación. Según el mito bíblico de la creación, Dios creó al hombre en siete
días. El tiempo comienza con el primer gesto libre de ese hombre perfecto,
Adán, creado “a imagen y semejanza de Dios”. Su primer gesto libre ocurre “el
octavo día”, el día siguiente a la creación. Y lo que nos dice ese genial
relato es que el primer gesto libre del hombre más perfecto, fue una
transgresión que fue la causa, sigue diciendo el Génesis, del sufrimiento y de
la muerte del ser creado. Reconozcamos que algo importante se nos quiere decir
cuando lo que se nos dice es que el primer acto libre del mejor de los hombres
es una transgresión del mandato del Hacedor. Y lo que se nos quiere decir es
que el sufrimiento y la muerte son el resultado de la acción del hombre, algo
que interroga a la estructura del ser humano pero también a la creación del
Creador.
Así comienza el tiempo que da pie a
un desarrollo que llamamos historia. La historia consiste en dar respuesta a
las preguntas que plantean el sufrimiento y la muerte. La historia es esa
elipse que va del Primer Adam al Segundo, que diría San Pablo. Y lo que tiene
que ocurrir en ese desarrollo del tiempo es la respuesta a las primeras
preguntas, es decir, la salvación del hombre y del mundo.
Lo que hace Nietzsche es, por un
lado, naturalizar el sufrimiento: no hay que romperse la cabeza con ello sino
tomárselo con naturalidad, como parte de la vida. Sin más. Y, por otro,
sustituir a Dios por la marcha inexorable del tiempo. Todo es movimiento,
evolución, por eso no hay que plantearse preguntas por el sentido. El único
sentido es la dinámica de la evolución constante. Y, para terminar, lo que en
Nietzsche sustituye a ese hombre por el que hemos luchado es lo que él llama el
superhombre, que no es un Superman, sino el robot que encarna todas las figuras
que dibuja el movimiento que sólo quiere moverse.
2.
¿Nos vale este diagnóstico para hoy?. Habría que preguntarse cómo valoramos hoy
la muerte, el sufrimiento, las injusticias, la infelicidad ¿lo naturalizamos o
lo combatimos? A primera vista lo combatimos: no hay más que ver las farmacias,
el sistema universal de salud, el funcionamiento de las unidades de cuidados
paliativos, los debates sobre la eutanasia, la muerte digna, los gabinetes
terapéuticos. Luchamos contra el dolor y tratamos de encajar el sufrimiento.
Eso es verdad aunque también hay señales que van en dirección opuesta: nunca
tanta riqueza en el mundo y tanta desigualdad; nunca ha estado el planeta más
amenazado que ahora por el propio hombre; nunca tanta capacidad de destrucción;
nunca tanta incapacidad de reacción ante la catástrofe que se prepara.
Si bien nos fijamos nuestro
compromiso contra el mal tiene dos límites. Por un lado, tenemos claro que
hacemos lo que podemos, en el sentido de que sólo debemos hacer lo que nuestras
limitadas fuerzas permiten. Estamos renunciando a preguntas que no tienen
respuesta. Hay una cierta resignación. A mediados del siglo pasado abundaban
las expresiones literarias o artísticas que denunciaban lo absurdo de la
existencia. Esa rebelión tenía su grandeza pues no se resignaba al posibilismo
de la pobre naturaleza humana. Quería más y como no veía la forma de lograrlo
proclamaba lo absurdo de la vida. Eso ya no se lleva. Por otro, hemos desligado
el mal de la culpa. Tomemos, por ejemplo, esa modalidad del mal que es la
injusticia. Cuando luchamos contra ella no lo hacemos porque nos sintamos
culpables, es decir, no luchamos contra ella porque reconozcamos que tenemos
que ver con su origen. No vemos relación alguna entre nuestra riqueza y su
miseria. No, luchamos contra ella casi por razones estéticas: está feo que haya
pobres; la pobreza hiere nuestra sensibilidad moral que quiere que todo el
mundo sea feliz. Más que un deber es un regalo que hacemos.
Con
este tipo de planteamiento nos alejamos sideralmente de la sabiduría encerrada
en el mito bíblico de la caída, al menos en estos dos puntos: que el mal tiene
que ver cn la libertad del hombre y con la creación divina.
2.1. El debate Camus-Sartre de los
años cincuenta aclara bien esta deriva e inhibición de la responsabilidad divina
y humana ante el mal.
Albert Camus era un intelectual
decente. Este agnóstico sabía que el hombre moderno había destronado a Dios, no
para darse la gran vida al grito de “si Dios no existe, todo está permitido”,
sino para hacerse cargo del hombre, es decir, hacerse cargo de la pregunta al
sufrimiento que Dios no había sabido o podido dar. Lo que no entendía, por
tanto, es que ahora, tras la muerte de Dios, el hombre se desentendiera de esa
responsabilidad bajo el pretexto de que “sólo hay que formular las preguntas
que se pueden responder”, que es lo que decía el Marx de las Tesis sobre Feuerbach. Camus sabía que
tenía que enfrentarse a la muerte como “meurtre” y como “mort”, es decir, no
sólo al crimen sino a la muerte. La publicación de L’homme revolté permitió escenificar la originalidad de su punto
de vista al provocar Sartre, su hasta entonces amigo, una polémica que le
estalló en las manos. A Sartre le parecía, en efecto, que la preocupación de
Camus por la muerte del inocente era un asunto más bien teológico -“es como si a Vd. le preocupara más Dios que
el sufrimiento del hombre”- algo que debilitaba la lucha contra la opresión de
la clase obrera. Sartre le estaba dando a entender que la preocupación por el
sufrimiento del inocente formaba parte de una tradición teológica que se creía
lo de la justicia universal pero que no era de este mundo. A Camus eso le dolió
porque lo que realmente le preocupaba era el hombre y no Dios. Pero lo que
tenía claro es que si no se cuestionaba la suerte del inocente; si se le ponía
entre paréntesis porque lo importante era el sufrimiento de la clase obrera,
entonces se estaba abriendo la puerta a la barbarie porque si se aceptaba que
el precio del bienestar de unos era el sacrificio de otro, llegaría el tiempo
en que se sacrificara a millones de inocentes para salvar no ya a la clase
obrera sino a su representante. Es lo que ocurrió con Stalin y el estalinismo.
La diferencia entre Sartre y Camus es que aquel no tenía sentido de lo sagrado
y Camus, sí. ¿Cómo no evocar aquí sus conversaciones con los dominicos
franceses, particularmente un encuentro con los frailes del Couvent Saint
Dominique de París, donde estaban alojadas Les Editions du Cerf? Ahí lo que
pide a los cristianos es que lo sean a fondo para que el espíritu compasivo del
cristianismo contagie al ser humano más allá de toda creencia. Por no hablar de
Simone Weil, otra pensadora de época también muy ligada a los dominicos de
Marseille, que él descubre y promociona.
Camus no era creyente pero tenía
sentido de lo sagrado porque entendía que sin esa referencia, la lucha de
clases supondría abrir la puerta a los campos de exterminio y a la barbarie
totalitaria (es lo que ocurrió con el estalinismo ante la mirada alelada de una
buena parte de los intelectuales europeos de izquierda, “compañeros de viaje
del comunismo”). Camus había comprendido que sólo podía protestar ante el
sufrimiento del inocente si tenía en el horizonte o en la trastienda el
concepto de justicia divina. Y si el hombre quería sustituir a Dios tenía que
hacerse cargo de todo el alcance de esa justicia mesiánica.
2.2. Lo que tenemos que tener en
cuenta es que los campos tuvieron lugar, es decir, se produjo, tras la muerte
de Dios la muerte del hombre. Tenemos pues que reconocer que la línea que
consuma la muerte de Dios -y que pasa por Nietzsche (muerte de Dios), pero
también por Hegel (divinización del hombre y del Estado) y
por
Marx (con su crítica radical de la
religión)-, lleva a la muerte del hombre. Como decía Jorge Semprún, los campos
de muerte del fascismo y del comunismo son la viva imagen del mal y de la
barbarie histórica.
Lo que tenemos que tener muy claro
es que la barbarie -muerte del hombre tras la muerte de Dios- es obra de la
modernidad o, mejor, de posibilidades de la modernidad, y no de fuerzas
atávicas primitivas. Por algo Franz Rosenzweig hablaba de consumación y
consumición de la Ilustración en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.
En esa guerra la Ilustración se realiza (consuma) y se destruye (consume).
Precisamente por eso hay que volver
sobre el tema planteado al principio de esta conversación, a saber, relacionar
la muerte del hombre con la muerte de Dios. Que ¿por qué? Pues porque la muerte
del hombre se ha producido por ausencia de Dios.
3.
Pero ¿cómo hablar hoy de Dios si está ausente y el hombre no tiene oído para
esa música? Dios está ausente -vivimos en una cultura profundamente
secularizada- y el hombre no tiene oído para lo divino. Puede haber una
aproximación estética o lógica al problema de Dios pero difícilmente
existencial. Es lo que decía el filósofo Jurgen Habermas muy interesado
últimamente por la religión. Que nadie se engañe, avisaba, porque es verdad que
“ahora soy más viejo, pero no más piadoso”. La interesa la religión por razones
filosóficas.
Para responder de alguna manera a
ese interrogante podríamos buscar el apoyo de otra experiencia que se hizo la
misma pregunta en un contexto igualmente desfavorable. Me refiero a la Carta al Padre de Kafka que es como el manifiesto de una generación de
jóvenes judíos, desengañados con la asimilación porque el ideal que ésta
perseguía había desembocado en la catástrofe que supuso la I Guerra Mundial.
Enseguida se dieron cuenta de que lo tenían difícil, es decir, que no era fácil
leer hoy aquella tradición, no sólo porque su mundo estaba ya profundamente
secularizado sino porque ellos mismos carecían de la sensibilidad judaica que
les hubiera permitido conectar con ese pasado.
La genialidad de Kakfa consistió en
abrir un camino al señalar que había restos y rastros de ese pasado que eran
valores en el mundo secular pero sin que la secularización fuera capaz de
justificarles. Por ejemplo, la vergüenza ante el crimen. Al final de El Proceso Joseph K es degollado por dos
verdugos por orden del tribunal. Y, dice la novela “se llenaron de vergüenza”.
Extraña reacción porque si ejecutan la ley ¿por qué han de avergonzarse? Ese es
un resto. Derrida señala otro: el perdón de lo imperdonable. Nuestra cultura
perdona lo perdonable. Hasta ahí llega. Por eso, por ejemplo, establece la pena
de muerte: porque hay lo imperdonable. Hay una relación entre la pena de muerte
y la idea de que nada se puede esperar de algunos criminales. Pero si, a pesar
de todo, hoy nos resulta horrorosa la pena de muerte es porque hay perdón de lo
imperdonable. Esas señales o huellas de redención son más numerosas de lo que
parece. Es a lo que apunta el teólogo dominico alemán Tiemo Peters con su
concepto de “contra historia del sufrimiento”. Para entenderlo hay que
referirse a Hegel para quien la historia está construida sobre víctimas. Esas
víctimas, precio de la historia, tienen nombres y apellidos: los olvidados, los
despreciados, los explotados y humillados, pero también la escoria de la
sociedad. Tiemo Peters lo llamaba “la contra historia” porque es la parte
oculta de la realidad, y, Adorno, “la historia del sufrimiento”. Esa parte
oculta es, para la tradición que invoca Kafka, una reserva de sentido. Bastaría
para descifrarle que, como dice Dietrich Bonhöeffer “aprendiéramos a considerar
los grandes acontecimientos de la historia desde abajo, desde las perspectiva
de los abandonados, de los sospechosos, de los maltratados, de los débiles, de
los oprimidos y escarnecidos, en una palabra, de los que sufren”. Esa mirada de
los “bienaventurados” sabe algo que los demás ignoramos. Saben que son el
negativo del Reino que de revelarse mostrarán el camino.
Esa generación encontró en su
tradición materiales útiles con los que revolucionaron la razón. Walter
Benjamin da un paso más y plantea una nueva racionalidad que nazca del cruce
entre mesianismo e ilustración crítica. Es lo que plantea en su Primera Tesis
donde propone como nueva racionalidad no una emancipación de la religión sino
una alianza entre la “teología” y “el materialismo histórico”.
Quisiera llamar la atención sobre el
hecho de que la “teología” (que remite como he dicho al mesianismo o a la
“Cultura de la Alianza”) está representada por “el Jorobadito” (un “enano feo y jorobado”), pero que ese
mismo “Jorobadito”, en otro lugar, representa la memoria. Benjamin están
relacionando mesianismo y memoria, dando
a entender que la nueva racionalidad es una razón anamnética o memorial.
4.
Hay que hablar pues de la memoria, de la memoria de las víctimas, que es la
única memoria que vale pues del pasado victorioso no hace falta memoria ya que
está muy presente.
Reconozcamos que hoy se habla mucho
de memoria. No siempre ha sido así pero desde hace un tiempo todos los saberes
parecen interesados en invertir en memoria: la historia, la literatura, la
filosofía, la teología como si se hubiera descubierto de repente que el pasado
es un rico caladero de sentido del que cualquiera puede nutrirse.
También es cierto que arrecian las
críticas: se conmemora todo; se multiplican los lugares de la memoria; los hay
que hacen de la memoria un motivo para un circuito turístico. Por otro lado, se
ha investido a la memoria de un aura casi sacramental, como si invocándola,
sanara. La mayor crítica de todas, sin embargo, se refiere a la desproporción
entre las posibilidades de la memoria y la contundencia de la barbarie a la que
tiene que hacer frente. Porque, vamos a ver, ¿a quien se le puede ocurrir que
con la memoria se puede impedir la repetición de la barbarie? Por eso hay que
seguir hablando sobre la memoria y precisar mucho más.
Ya he apuntado que se puede hablar
de la memoria de muchas maneras: desde la filosofía, desde la literatura, desde
la historia etc. También desde la teología: no hace falta recordar que el
momento central del cristianismo, la eucaristía, es un “memorial”. Aunque
asociamos con razón el interés actual por la memoria a Auschwitz, es la
teología la que mejor nos abre el camino a su comprensión. El teólogo alemán,
Johan Baptist Metz, es un buen guía ya que a él se debe en buena parte en lugar
que ocupa la memoria en la cultura contemporánea.
Llama la atención que llegue a ella
no siguiendo el rastro de Auschwitz sino de la propia teología. Su teología, en
efecto, se asienta en el concepto de memoria
passionis. ¿Qué entiende por ello? De ella dice, en primer lugar, que es herencia
judía. Israel es el pueblo de la memoria entre otras razones porque ni archiva
ni idealiza el sufrimiento (construyendo tragedias, por ejemplo) sino que le
hace presente (por la memoria) para ser interpelado por él. El monoteísmo juega
ahí un papel decisivo porque el sufrimiento que acompaña la historia de la
creatura a quien va a interpelar es a Dios y también al hombre. El monoteísmo
no se puede permitir mirar para otro lado ante algo tan decisivo en la historia
del ser humano como es el sufrimiento y la muerte. Tiene que comparecer, tal y
como exigía Job. Y Dios compareció.
La segunda característica consiste
en la importancia de la culpa, de ahí el peso que tiene en su teología el
relato bíblico de la caída. Metz se fija en el hecho ya mencionado de que el
primer gesto libre de un hombre perfecto (Adán fue dotado con el donum integritatis) es una
transgresión, causa del sufrimiento y de la muerte. Esto lleva a afirmar que la
historia de la libertad sea misteriosamente una historia del sufrimiento (“die
Freiheitsgeschichte als Leidensgeschichte”), algo que repugna a la sensibilidad
moderna pero que parece difícilmente rebatible con la historia en la mano. Esta
particular visión de la historia de la libertad, tan ligada al mal histórico,
le lleva a plantearse el sufrimiento, por supuesto como “alienación”, que diría
Marx, es decir, como una patología social ligada a causas económicas o sociales
y que substanciamos con términos como opresión o explotación, pero también como
algo más, inherente al ejercicio de la libertad. Esa relación entre libertad y
mal obliga a una concepción antropológica de la que forman parte inevitable la
culpa y la responsabilidad. El ser libre tiene que hacerse cargo del mal en el
mundo sin que esa culpa y responsabilidad exculpen al Dios que nos ha hecho
libres.
Finalmente, el rigor de la respuesta
a la pregunta del sufrimiento: esta teología convoca a Dios no para que perdone
los pecados sino para que salve al hombre. Ese es el desafío teológico que
indirectamente también afecta a la filosofía. Si la filosofía tiene en algún
momento la tentación de desplazar a Dios, tendrá que hacerse cargo del desafío que
supone el sufrimiento. Como esa operación “desplazamiento” ha ocurrido,
entonces Metz se ve obligado a analizar críticamente las respuestas utópicas o
idealistas de la filosofía. Y llega a la conclusión de que son gesticulaciones
vacías y no respuestas auténticas. Están por un lado las respuestas utópicas,
que tanto abundan. Ahora bien ¿qué significa luchar por generaciones futuras,
como el héroe rojo de Bloch? ¿acaso la felicidad de los nietos salda las
injusticia a los abuelos? ¿les hacen así felices? Luego están las respuestas
idealistas, a lo Hegel, que convierte al mal en combustible del bien; que habla
de la “astucia de la razón”, como si Dios escribiera derecho con renglones
torcidos. ¿Qué dice Metz? A los utopistas, que si lo que la filosofía puede
ofrecer a las víctimas es utopía, mal asunto porque las utopías, frente a los
muertos, sólo tienen palabras vacías, promesas vanas. Y a los idealistas, que
de poco consuelo es afirmar que el Todo no muere porque quien sufre y muere es
el individuo concreto y para él idealismo no tiene ninguna noticia.
Para que las respuestas fueran
aceptables tendrían que ser mesiánicas y eso obliga a convocar a Dios: “la
pregunta por el sufrimiento desemboca en la nada (se disuelve en nihilismo) si
no implicamos a Dios en la pregunta que plantea el susodicho sufrimiento”. Aquí
el teólogo juega todas sus cartas. Dios tiene que intervenir por eso dice que
“el sufrimiento conduce a la nada si no interpela a Dios”. Al filósofo le puede
parecer precipitada esta convocatoria de Dios, pero Metz lo tiene claro: sólo
valen respuestas que estén a la altura de las preguntas que plantea el
sufrimiento y la muerte. El filósofo está en su derecho al sorprenderse ante la
respuesta del teólogo pero tiene que entender la lógica del teólogo. Si no hay
justicia a los muertos, no puede haber justicia a los vivos. Si basta morir
para que la justicia se extinga ¿qué impide matar? Si el pensamiento occidental
es la búsqueda de respuestas a la pregunta por el mal, lo que no puede el ser
humano es negar las preguntas porque no tiene respuestas. Las preguntas deben
seguir.
5.
He dicho que el epicentro de la memoria es Auschwitz pero Metz llega tarde a
Auschwitz, según confesión propia. Esto paradójicamente “refuerza” su teoría de
la memoria pues para el cristianismo está ahí desde el primer momento. Pero
Metz lo lamenta, y lo lamenta porque tardó en descubrir no la centralidad de la
memoria, sino que es un deber porque el deber de memoria nace en los campos. Lo
que añade Auschwitz a su memoria
passionis es el concepto de deber de memoria.
El deber de memoria tiene fecha,
está datado: Auschwitz. Los supervivientes salen del campo con un mensaje
–“nunca más”- y un antídoto: la memoria. Es un planteamiento extraño pues cómo
la frágil memoria puede ser el antídoto contra la omnipotente barbarie. A otros
se le ocurrieron cosas más eficaces: estado de bienestar, constitución
democrática, educación en la tolerancia, más policía, endurecer el código
penal, prohibir los grupos pronazis, perseguir a sus ideólogos. Pero ellos, no.
Podríamos preguntarnos que por qué pero lo importante no es por qué lo
plantearon así sino que lo dijeron así. Primo Levi, sin embargo, da una pista
de ese por qué. Dice que "el acontecimiento (Auschwitz) es algo
que trasciende la verdad porque inexpresable, porque supera los esquemas
racionales que manejamos, porque es sencillamente inconmensurable”. Y
añade: “el acontecimiento es la verdad” en el sentido de que es el punto de
partida que nos lleva a la verdad; es lo que debe dar que pensar, por
eso hay que crear un nuevo esquema partiendo de lo que hemos hecho aunque no
hayamos sabido pensarlo. Porque lo ocurrido fue impensable e inimaginable. Hay
que distinguir entre la verdad que surge del acontecimiento y la verdad de
nuestros conocimientos anteriores. Así nace el deber de memoria. Es la propuesta de los
supervivientes para hacer justicia a las víctimas y sobre todo para que
Auschwitz no se repita pero ¿cómo lo entienden? No se trata de acordarse de ellas,
por muy duro que esto parezca sino de re-pensar todo a la luz de la experiencia
de la barbarie. La memoria piensa en la víctima pero va más allá de eso: piensa
en el futuro o, si queréis, nos propone una forma de hacer historia que evite
los errores del pasado. Esta forma de entender el deber de memoria, a saber,
repensar la historia a partir de la barbarie para hacer justicia y que la
historia no se repita, es lo que Adorno lo resume en esta proposición: “dejar
hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”. Una nueva forma de
pensar y de vivir.
Reyes
Mate (Conferencia en Virgen del Camino, León, Domingo 14 de octubre 2018.
Encuentro “Lo humano que viene”, publicado en la obra de G. Banco, J. Carballo
y M. Santos (eds), 2019, Lo humano que viene, Edibesa, Salamanca,107-121,
ISBN 978-84-17204-30-3)