23/4/20

“Apocalipsis de lo humano. Tiempo de salvación”


1. Para poder hablar “del hombre que viene” conviene no perder de vista el hombre que hemos querido ser. Ese ser humano viene de lejos y se ha ido construyendo al hilo de la pregunta “Si esto es un hombre”, es decir, al hilo de la pregunta que surgía una y otra vez de la situación real del hombre. Esa pregunta da, ciertamente, título al libro de memorias de Primo Levi, pero coincide también con la que un fraile dominico, Antón Montesinos, se hizo en La Española al denunciar proféticamente, un cuarto domingo de Adviento de 1511, los atropellos de los conquistadores para con los indígenas –“¿Éstos, acaso no son hombres?”. Y es la también la del “servidor doliente” del Segundo Isaías. Hubo una respuesta a esta pregunta, la que dio Pilatos, cuando, mostrando a ese ser de dolores que era un Jesús martirizado, sentenció “Éste es el hombre”. Un filósofo francés, Jean Luc Nancy, ha denominado esta singular investigación sobre el hombre de ecceitas. Digo que es una antropología singular porque se hace en torno al sufrimiento real del hombre que si, por un lado, cuestiona la humanidad de los que causan sufrimiento, apunta como respuesta a la inhumanidad de los ofensores, el sufrimiento del ofendido.

            Lo que me interesa señalar desde el principio es que este hilo parece haberse roto. La violencia del ofensor no plantea preguntas así como tampoco el sufrimiento del inocente. Consecuentemente se ha decretado la muerte del hombre.


            En la convocatoria se hace referencia a la muerte del hombre, decretada, dice, “desde hace varias décadas”  (y cita a Foucault). Lo cierto es que en esto Foucault es un epígono de Nietzsche que levantó acta, el sí, de la “muerte de Dios”, a manos de los cristianos. El no le mata sino que constata su muerte desde el momento en que la teodicea le exculpa. Y es que si Dios no está para lo malo tampoco para lo bueno.

            Lo que me interesa señalar es la lectura que hace un teólogo como Metz de la muerte de Dios a la que se refiere Nietzsche: lo que realmente produce, dice, es la muerte del hombre. Esto hay que aclararlo pues no parece, a primera vista, evidente ya que la muerte de Dios supuso un subidón en la autoestima del hombre: él desplaza a Dios para hacerse cargo de las preguntas y respuestas sobre el mal que Dios no había sabido ni querido responder. No hay más que darse una vuelta por los clubs de  los jóvenes hegelianos, los del círculo del Marx joven, para excitar la excitación y exaltación del hombre que provocaba la muerte de Dios. Querían comerse el mundo, conscientes de que podían hacerlo. ¿Por qué decir entonces que la muerte de Dios supuso la muerte del hombre? Pues porque cuando se meten en harina, se dan cuenta estos enterradores de Dios de que la tarea le sobrepasa. Marx dice sabiamente que  no hay que hacerse más preguntas que la que se pueden responder. El problema al que hay que enfrentarse no es el del sufrimiento sino el de la explotación capitalista. La pregunta ya no es “¿quien sufre?”  sino “¿quién trabaja”. Y el propio Nietzsche cierra el círculo cuando sentencia: “hay que elegir entre Dyonisios o el Crucificado”, es decir, entre el sufrimiento como escándalo o como parte del paisaje. En esa encrucijada del camino se produce la muerte del hombre que hemos conocido: del que buscaba respuestas a la gran pregunta que plantea la existencia humana según el mito bíblico de la caída.

            El tiempo comienza el octavo día de la creación. Según el mito bíblico de la creación, Dios creó al hombre en siete días. El tiempo comienza con el primer gesto libre de ese hombre perfecto, Adán, creado “a imagen y semejanza de Dios”. Su primer gesto libre ocurre “el octavo día”, el día siguiente a la creación. Y lo que nos dice ese genial relato es que el primer gesto libre del hombre más perfecto, fue una transgresión que fue la causa, sigue diciendo el Génesis, del sufrimiento y de la muerte del ser creado. Reconozcamos que algo importante se nos quiere decir cuando lo que se nos dice es que el primer acto libre del mejor de los hombres es una transgresión del mandato del Hacedor. Y lo que se nos quiere decir es que el sufrimiento y la muerte son el resultado de la acción del hombre, algo que interroga a la estructura del ser humano pero también a la creación del Creador.

            Así comienza el tiempo que da pie a un desarrollo que llamamos historia. La historia consiste en dar respuesta a las preguntas que plantean el sufrimiento y la muerte. La historia es esa elipse que va del Primer Adam al Segundo, que diría San Pablo. Y lo que tiene que ocurrir en ese desarrollo del tiempo es la respuesta a las primeras preguntas, es decir, la salvación del hombre y del mundo.

            Lo que hace Nietzsche es, por un lado, naturalizar el sufrimiento: no hay que romperse la cabeza con ello sino tomárselo con naturalidad, como parte de la vida. Sin más. Y, por otro, sustituir a Dios por la marcha inexorable del tiempo. Todo es movimiento, evolución, por eso no hay que plantearse preguntas por el sentido. El único sentido es la dinámica de la evolución constante. Y, para terminar, lo que en Nietzsche sustituye a ese hombre por el que hemos luchado es lo que él llama el superhombre, que no es un Superman, sino el robot que encarna todas las figuras que dibuja el movimiento que sólo quiere moverse.

2. ¿Nos vale este diagnóstico para hoy?. Habría que preguntarse cómo valoramos hoy la muerte, el sufrimiento, las injusticias, la infelicidad ¿lo naturalizamos o lo combatimos? A primera vista lo combatimos: no hay más que ver las farmacias, el sistema universal de salud, el funcionamiento de las unidades de cuidados paliativos, los debates sobre la eutanasia, la muerte digna, los gabinetes terapéuticos. Luchamos contra el dolor y tratamos de encajar el sufrimiento. Eso es verdad aunque también hay señales que van en dirección opuesta: nunca tanta riqueza en el mundo y tanta desigualdad; nunca ha estado el planeta más amenazado que ahora por el propio hombre; nunca tanta capacidad de destrucción; nunca tanta incapacidad de reacción ante la catástrofe que se prepara.

            Si bien nos fijamos nuestro compromiso contra el mal tiene dos límites. Por un lado, tenemos claro que hacemos lo que podemos, en el sentido de que sólo debemos hacer lo que nuestras limitadas fuerzas permiten. Estamos renunciando a preguntas que no tienen respuesta. Hay una cierta resignación. A mediados del siglo pasado abundaban las expresiones literarias o artísticas que denunciaban lo absurdo de la existencia. Esa rebelión tenía su grandeza pues no se resignaba al posibilismo de la pobre naturaleza humana. Quería más y como no veía la forma de lograrlo proclamaba lo absurdo de la vida. Eso ya no se lleva. Por otro, hemos desligado el mal de la culpa. Tomemos, por ejemplo, esa modalidad del mal que es la injusticia. Cuando luchamos contra ella no lo hacemos porque nos sintamos culpables, es decir, no luchamos contra ella porque reconozcamos que tenemos que ver con su origen. No vemos relación alguna entre nuestra riqueza y su miseria. No, luchamos contra ella casi por razones estéticas: está feo que haya pobres; la pobreza hiere nuestra sensibilidad moral que quiere que todo el mundo sea feliz. Más que un deber es un regalo que hacemos.
Con este tipo de planteamiento nos alejamos sideralmente de la sabiduría encerrada en el mito bíblico de la caída, al menos en estos dos puntos: que el mal tiene que ver cn la libertad del hombre y con la creación divina.

            2.1. El debate Camus-Sartre de los años cincuenta aclara bien esta deriva e inhibición de la responsabilidad divina y humana ante el mal.

            Albert Camus era un intelectual decente. Este agnóstico sabía que el hombre moderno había destronado a Dios, no para darse la gran vida al grito de “si Dios no existe, todo está permitido”, sino para hacerse cargo del hombre, es decir, hacerse cargo de la pregunta al sufrimiento que Dios no había sabido o podido dar. Lo que no entendía, por tanto, es que ahora, tras la muerte de Dios, el hombre se desentendiera de esa responsabilidad bajo el pretexto de que “sólo hay que formular las preguntas que se pueden responder”, que es lo que decía el Marx de las Tesis sobre Feuerbach. Camus sabía que tenía que enfrentarse a la muerte como “meurtre” y como “mort”, es decir, no sólo al crimen sino a la muerte. La publicación de L’homme revolté permitió escenificar la originalidad de su punto de vista al provocar Sartre, su hasta entonces amigo, una polémica que le estalló en las manos. A Sartre le parecía, en efecto, que la preocupación de Camus por la muerte del inocente era un asunto más bien teológico  -“es como si a Vd. le preocupara más Dios que el sufrimiento del hombre”- algo que debilitaba la lucha contra la opresión de la clase obrera. Sartre le estaba dando a entender que la preocupación por el sufrimiento del inocente formaba parte de una tradición teológica que se creía lo de la justicia universal pero que no era de este mundo. A Camus eso le dolió porque lo que realmente le preocupaba era el hombre y no Dios. Pero lo que tenía claro es que si no se cuestionaba la suerte del inocente; si se le ponía entre paréntesis porque lo importante era el sufrimiento de la clase obrera, entonces se estaba abriendo la puerta a la barbarie porque si se aceptaba que el precio del bienestar de unos era el sacrificio de otro, llegaría el tiempo en que se sacrificara a millones de inocentes para salvar no ya a la clase obrera sino a su representante. Es lo que ocurrió con Stalin y el estalinismo. La diferencia entre Sartre y Camus es que aquel no tenía sentido de lo sagrado y Camus, sí. ¿Cómo no evocar aquí sus conversaciones con los dominicos franceses, particularmente un encuentro con los frailes del Couvent Saint Dominique de París, donde estaban alojadas Les Editions du Cerf? Ahí lo que pide a los cristianos es que lo sean a fondo para que el espíritu compasivo del cristianismo contagie al ser humano más allá de toda creencia. Por no hablar de Simone Weil, otra pensadora de época también muy ligada a los dominicos de Marseille, que él descubre y promociona.

            Camus no era creyente pero tenía sentido de lo sagrado porque entendía que sin esa referencia, la lucha de clases supondría abrir la puerta a los campos de exterminio y a la barbarie totalitaria (es lo que ocurrió con el estalinismo ante la mirada alelada de una buena parte de los intelectuales europeos de izquierda, “compañeros de viaje del comunismo”). Camus había comprendido que sólo podía protestar ante el sufrimiento del inocente si tenía en el horizonte o en la trastienda el concepto de justicia divina. Y si el hombre quería sustituir a Dios tenía que hacerse cargo de todo el alcance de esa justicia mesiánica.

            2.2. Lo que tenemos que tener en cuenta es que los campos tuvieron lugar, es decir, se produjo, tras la muerte de Dios la muerte del hombre. Tenemos pues que reconocer que la línea que consuma la muerte de Dios -y que pasa por Nietzsche (muerte de Dios), pero también por Hegel (divinización del hombre y del Estado) y 
por Marx  (con su crítica radical de la religión)-, lleva a la muerte del hombre. Como decía Jorge Semprún, los campos de muerte del fascismo y del comunismo son la viva imagen del mal y de la barbarie histórica.

            Lo que tenemos que tener muy claro es que la barbarie -muerte del hombre tras la muerte de Dios- es obra de la modernidad o, mejor, de posibilidades de la modernidad, y no de fuerzas atávicas primitivas. Por algo Franz Rosenzweig hablaba de consumación y consumición de la Ilustración en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. En esa guerra la Ilustración se realiza (consuma) y se destruye (consume).

            Precisamente por eso hay que volver sobre el tema planteado al principio de esta conversación, a saber, relacionar la muerte del hombre con la muerte de Dios. Que ¿por qué? Pues porque la muerte del hombre se ha producido por ausencia de Dios.

3. Pero ¿cómo hablar hoy de Dios si está ausente y el hombre no tiene oído para esa música? Dios está ausente -vivimos en una cultura profundamente secularizada- y el hombre no tiene oído para lo divino. Puede haber una aproximación estética o lógica al problema de Dios pero difícilmente existencial. Es lo que decía el filósofo Jurgen Habermas muy interesado últimamente por la religión. Que nadie se engañe, avisaba, porque es verdad que “ahora soy más viejo, pero no más piadoso”. La interesa la religión por razones filosóficas.

            Para responder de alguna manera a ese interrogante podríamos buscar el apoyo de otra experiencia que se hizo la misma pregunta en un contexto igualmente desfavorable. Me refiero a la Carta al Padre de Kafka que es como el manifiesto de una generación de jóvenes judíos, desengañados con la asimilación porque el ideal que ésta perseguía había desembocado en la catástrofe que supuso la I Guerra Mundial. Enseguida se dieron cuenta de que lo tenían difícil, es decir, que no era fácil leer hoy aquella tradición, no sólo porque su mundo estaba ya profundamente secularizado sino porque ellos mismos carecían de la sensibilidad judaica que les hubiera permitido conectar con ese pasado.

            La genialidad de Kakfa consistió en abrir un camino al señalar que había restos y rastros de ese pasado que eran valores en el mundo secular pero sin que la secularización fuera capaz de justificarles. Por ejemplo, la vergüenza ante el crimen. Al final de El Proceso Joseph K es degollado por dos verdugos por orden del tribunal. Y, dice la novela “se llenaron de vergüenza”. Extraña reacción porque si ejecutan la ley ¿por qué han de avergonzarse? Ese es un resto. Derrida señala otro: el perdón de lo imperdonable. Nuestra cultura perdona lo perdonable. Hasta ahí llega. Por eso, por ejemplo, establece la pena de muerte: porque hay lo imperdonable. Hay una relación entre la pena de muerte y la idea de que nada se puede esperar de algunos criminales. Pero si, a pesar de todo, hoy nos resulta horrorosa la pena de muerte es porque hay perdón de lo imperdonable. Esas señales o huellas de redención son más numerosas de lo que parece. Es a lo que apunta el teólogo dominico alemán Tiemo Peters con su concepto de “contra historia del sufrimiento”. Para entenderlo hay que referirse a Hegel para quien la historia está construida sobre víctimas. Esas víctimas, precio de la historia, tienen nombres y apellidos: los olvidados, los despreciados, los explotados y humillados, pero también la escoria de la sociedad. Tiemo Peters lo llamaba “la contra historia” porque es la parte oculta de la realidad, y, Adorno, “la historia del sufrimiento”. Esa parte oculta es, para la tradición que invoca Kafka, una reserva de sentido. Bastaría para descifrarle que, como dice Dietrich Bonhöeffer “aprendiéramos a considerar los grandes acontecimientos de la historia desde abajo, desde las perspectiva de los abandonados, de los sospechosos, de los maltratados, de los débiles, de los oprimidos y escarnecidos, en una palabra, de los que sufren”. Esa mirada de los “bienaventurados” sabe algo que los demás ignoramos. Saben que son el negativo del Reino que de revelarse mostrarán el camino.

            Esa generación encontró en su tradición materiales útiles con los que revolucionaron la razón. Walter Benjamin da un paso más y plantea una nueva racionalidad que nazca del cruce entre mesianismo e ilustración crítica. Es lo que plantea en su Primera Tesis donde propone como nueva racionalidad no una emancipación de la religión sino una alianza entre la “teología” y “el materialismo histórico”.

            Quisiera llamar la atención sobre el hecho de que la “teología” (que remite como he dicho al mesianismo o a la “Cultura de la Alianza”) está representada por “el Jorobadito” (un “enano feo y jorobado”), pero que ese mismo “Jorobadito”, en otro lugar, representa la memoria. Benjamin están relacionando mesianismo y memoria, dando a entender que la nueva racionalidad es una razón anamnética o memorial.

4. Hay que hablar pues de la memoria, de la memoria de las víctimas, que es la única memoria que vale pues del pasado victorioso no hace falta memoria ya que está muy presente.

            Reconozcamos que hoy se habla mucho de memoria. No siempre ha sido así pero desde hace un tiempo todos los saberes parecen interesados en invertir en memoria: la historia, la literatura, la filosofía, la teología como si se hubiera descubierto de repente que el pasado es un rico caladero de sentido del que cualquiera puede nutrirse.

            También es cierto que arrecian las críticas: se conmemora todo; se multiplican los lugares de la memoria; los hay que hacen de la memoria un motivo para un circuito turístico. Por otro lado, se ha investido a la memoria de un aura casi sacramental, como si invocándola, sanara. La mayor crítica de todas, sin embargo, se refiere a la desproporción entre las posibilidades de la memoria y la contundencia de la barbarie a la que tiene que hacer frente. Porque, vamos a ver, ¿a quien se le puede ocurrir que con la memoria se puede impedir la repetición de la barbarie? Por eso hay que seguir hablando sobre la memoria y precisar mucho más.

            Ya he apuntado que se puede hablar de la memoria de muchas maneras: desde la filosofía, desde la literatura, desde la historia etc. También desde la teología: no hace falta recordar que el momento central del cristianismo, la eucaristía, es un “memorial”. Aunque asociamos con razón el interés actual por la memoria a Auschwitz, es la teología la que mejor nos abre el camino a su comprensión. El teólogo alemán, Johan Baptist Metz, es un buen guía ya que a él se debe en buena parte en lugar que ocupa la memoria en la cultura contemporánea.

            Llama la atención que llegue a ella no siguiendo el rastro de Auschwitz sino de la propia teología. Su teología, en efecto, se asienta en el concepto de memoria passionis. ¿Qué entiende por ello? De ella dice, en primer lugar, que es herencia judía. Israel es el pueblo de la memoria entre otras razones porque ni archiva ni idealiza el sufrimiento (construyendo tragedias, por ejemplo) sino que le hace presente (por la memoria) para ser interpelado por él. El monoteísmo juega ahí un papel decisivo porque el sufrimiento que acompaña la historia de la creatura a quien va a interpelar es a Dios y también al hombre. El monoteísmo no se puede permitir mirar para otro lado ante algo tan decisivo en la historia del ser humano como es el sufrimiento y la muerte. Tiene que comparecer, tal y como exigía Job. Y Dios compareció.

            La segunda característica consiste en la importancia de la culpa, de ahí el peso que tiene en su teología el relato bíblico de la caída. Metz se fija en el hecho ya mencionado de que el primer gesto libre de un hombre perfecto (Adán fue dotado con el donum integritatis) es una transgresión, causa del sufrimiento y de la muerte. Esto lleva a afirmar que la historia de la libertad sea misteriosamente una historia del sufrimiento (“die Freiheitsgeschichte als Leidensgeschichte”), algo que repugna a la sensibilidad moderna pero que parece difícilmente rebatible con la historia en la mano. Esta particular visión de la historia de la libertad, tan ligada al mal histórico, le lleva a plantearse el sufrimiento, por supuesto como “alienación”, que diría Marx, es decir, como una patología social ligada a causas económicas o sociales y que substanciamos con términos como opresión o explotación, pero también como algo más, inherente al ejercicio de la libertad. Esa relación entre libertad y mal obliga a una concepción antropológica de la que forman parte inevitable la culpa y la responsabilidad. El ser libre tiene que hacerse cargo del mal en el mundo sin que esa culpa y responsabilidad exculpen al Dios que nos ha hecho libres.

            Finalmente, el rigor de la respuesta a la pregunta del sufrimiento: esta teología convoca a Dios no para que perdone los pecados sino para que salve al hombre. Ese es el desafío teológico que indirectamente también afecta a la filosofía. Si la filosofía tiene en algún momento la tentación de desplazar a Dios, tendrá que hacerse cargo del desafío que supone el sufrimiento. Como esa operación “desplazamiento” ha ocurrido, entonces Metz se ve obligado a analizar críticamente las respuestas utópicas o idealistas de la filosofía. Y llega a la conclusión de que son gesticulaciones vacías y no respuestas auténticas. Están por un lado las respuestas utópicas, que tanto abundan. Ahora bien ¿qué significa luchar por generaciones futuras, como el héroe rojo de Bloch? ¿acaso la felicidad de los nietos salda las injusticia a los abuelos? ¿les hacen así felices? Luego están las respuestas idealistas, a lo Hegel, que convierte al mal en combustible del bien; que habla de la “astucia de la razón”, como si Dios escribiera derecho con renglones torcidos. ¿Qué dice Metz? A los utopistas, que si lo que la filosofía puede ofrecer a las víctimas es utopía, mal asunto porque las utopías, frente a los muertos, sólo tienen palabras vacías, promesas vanas. Y a los idealistas, que de poco consuelo es afirmar que el Todo no muere porque quien sufre y muere es el individuo concreto y para él idealismo no tiene ninguna noticia.

            Para que las respuestas fueran aceptables tendrían que ser mesiánicas y eso obliga a convocar a Dios: “la pregunta por el sufrimiento desemboca en la nada (se disuelve en nihilismo) si no implicamos a Dios en la pregunta que plantea el susodicho sufrimiento”. Aquí el teólogo juega todas sus cartas. Dios tiene que intervenir por eso dice que “el sufrimiento conduce a la nada si no interpela a Dios”. Al filósofo le puede parecer precipitada esta convocatoria de Dios, pero Metz lo tiene claro: sólo valen respuestas que estén a la altura de las preguntas que plantea el sufrimiento y la muerte. El filósofo está en su derecho al sorprenderse ante la respuesta del teólogo pero tiene que entender la lógica del teólogo. Si no hay justicia a los muertos, no puede haber justicia a los vivos. Si basta morir para que la justicia se extinga ¿qué impide matar? Si el pensamiento occidental es la búsqueda de respuestas a la pregunta por el mal, lo que no puede el ser humano es negar las preguntas porque no tiene respuestas. Las preguntas deben seguir.

5. He dicho que el epicentro de la memoria es Auschwitz pero Metz llega tarde a Auschwitz, según confesión propia. Esto paradójicamente “refuerza” su teoría de la memoria pues para el cristianismo está ahí desde el primer momento. Pero Metz lo lamenta, y lo lamenta porque tardó en descubrir no la centralidad de la memoria, sino que es un deber porque el deber de memoria nace en los campos. Lo que añade Auschwitz a su memoria passionis es el concepto de deber de memoria.

            El deber de memoria tiene fecha, está datado: Auschwitz. Los supervivientes salen del campo con un mensaje –“nunca más”- y un antídoto: la memoria. Es un planteamiento extraño pues cómo la frágil memoria puede ser el antídoto contra la omnipotente barbarie. A otros se le ocurrieron cosas más eficaces: estado de bienestar, constitución democrática, educación en la tolerancia, más policía, endurecer el código penal, prohibir los grupos pronazis, perseguir a sus ideólogos. Pero ellos, no. Podríamos preguntarnos que por qué pero lo importante no es por qué lo plantearon así sino que lo dijeron así. Primo Levi, sin embargo, da una pista de ese por qué. Dice que "el acontecimiento (Auschwitz) es algo que trasciende la verdad porque inexpresable, porque supera los esquemas racionales que manejamos, porque es sencillamente inconmensurable”. Y añade: “el acontecimiento es la verdad” en el sentido de que es el punto de partida que nos lleva a la verdad; es lo que debe dar que pensar, por eso hay que crear un nuevo esquema partiendo de lo que hemos hecho aunque no hayamos sabido pensarlo. Porque lo ocurrido fue impensable e inimaginable. Hay que distinguir entre la verdad que surge del acontecimiento y la verdad de nuestros conocimientos anteriores. Así nace el deber de memoria. Es la propuesta de los supervivientes para hacer justicia a las víctimas y sobre todo para que Auschwitz no se repita pero ¿cómo lo entienden? No se trata de acordarse de ellas, por muy duro que esto parezca sino de re-pensar todo a la luz de la experiencia de la barbarie. La memoria piensa en la víctima pero va más allá de eso: piensa en el futuro o, si queréis, nos propone una forma de hacer historia que evite los errores del pasado. Esta forma de entender el deber de memoria, a saber, repensar la historia a partir de la barbarie para hacer justicia y que la historia no se repita, es lo que Adorno lo resume en esta proposición: “dejar hablar al sufrimiento es la condición de toda verdad”. Una nueva forma de pensar y de vivir.

Reyes Mate (Conferencia en Virgen del Camino, León, Domingo 14 de octubre 2018. Encuentro “Lo humano que viene”, publicado en la obra de G. Banco, J. Carballo y M. Santos (eds), 2019, Lo humano que viene, Edibesa, Salamanca,107-121, ISBN 978-84-17204-30-3)