“Las pestes y las guerras nos pillan
siempre de improviso. ¿Cómo vamos a considerar reales esas plagas que borran el
futuro, nos encierran y obligan a hablar a solas?” Esto dice uno de los
personajes de La Peste, la novela de 1946 que encumbró a Camus y le
llevó al Premio Nobel de Literatura.
Pandemia o peste, eso nunca está en
la agenda de los políticos que trabajan siempre con lo previsible. Pero se
cuelan en la vida real y nos desorientan hasta el punto de que, para recuperar
el norte, hay que recurrir a los artistas que, como decía Kafka, “dan la hora
por adelantado”, es decir, son capaces con su genio de anticipar lo que todavía
no existe.
Lo que ocurre en Orán, la ciudad
apestada en la que se desarrolla la
novela de Camus, es muy parecido a lo que vamos conociendo en España. Se
bloquea la ciudad para que nadie salga, se aísla a los infectados, se les
entierra anónimamente. Y a esperar a que escampe porque al bacilo criminal no
se le vence sino que se va cuando se vacía.
Lo que interesa es conocer cómo se vive
dentro. El cronista recurre a un término desconcertante: exilio. Dice que viven
un exilio. Sorprende que al encerramiento le llame exilio, una palabra que
evoca la errancia, pero que nada tiene que ver con lo que más parece un campo
de concentración. Si Camus insiste en la metáfora es porque describe bien la
vida de los apestados. Y es que la cuarentena provoca, en primer lugar,
aislamiento. Uno es separado de los suyos y privado de las terminales reales
que le conectan con el mundo. Si el hombre tiene patas y no raíces, privarle
del ir a pie, dejarle plantado, es como expulsarle de su medio. Pero hay algo
más. El confinado, como el exiliado, tienen que renunciar a su biografía. Mirar
hacia atrás no les sirve de nada porque hay un abismo entre el pasado y el
presente. De ese pasado irrecuperable no les viene fuerza alguna sino tan solo
el dolor de la nostalgia. También renuncian a imaginar el futuro porque eso
supone especular sobre la duración de la peste y, por tanto, más dolor. En ese
sentido la peste es un exilio: nos expulsa del paraíso y nos abandona al
momento presente.
Los personajes están solos pero no resignados.
Esta soledad es, en efecto, altamente productiva. Sin rutinas en que escudarse,
los personajes de la obra están abocados a la reflexión. Albert Camus, devoto
lector de Dostoievski, toma de él la idea de que la cuarentena es un tiempo
excepcional. Lo que el maestro ruso hizo en La Leyenda del Gran Inquisidor,
desgranando las grandes preguntas que le hizo el espíritu del mundo a Jesús en
aquella cuarentena por el desierto, lo hace Camus en La Peste. Alguna de
esas reflexiones son de innegable actualidad.
Las hay de gran calado teórico pues
afectan al sentido de la política. No perdamos de vista que La Peste,
escrita en el contexto de la II Guerra Mundial, quería ser una metáfora de
aquella sociedad que sucumbió al fascismo. El fascismo, como la peste, triunfó
porque se encontró con una sociedad predispuesta. La complicidad se expresaba
en indiferencia ante la suerte de los demás, en frivolidad de las élites que
iban a lo suyo, en coqueteo con la
violencia por parte de las derechas y las izquierdas. En una sociedad así, sin
defensas culturales y morales a las que acogerse, el éxito del virus fascista
estaba cantado. ¿Cómo hacer frente a la peste, a la guerra, con una generación
que rechazaba los valores recibidos y no tenía otros?
La novela trata de contrarrestar esa
irresponsabilidad con una pregunta que la recorre del principio a fin: ¿cómo
justificar el sufrimiento de un solo apestado? Camus estaba convencido de que
si se justifica un solo caso, aunque sea en provecho de la mayoría, la puerta
queda abierta para propuestas políticas que sólo piensan en el beneficio de
unos sin tener en cuenta la desgracia de otros. Camus elevaba el sufrimiento a
categoría política y no sólo moral.
La peste no sólo plantea preguntas
que afectan al sentido de la política. También hay una secuencia imparable de
apestados que obliga a una respuesta inmediata. ¿Qué hacer con los enfermos?
¿arreglar cuentas ideológicas? ¿pasar facturas políticas? El Dr. Rieux,
auténtico protagonista de la obra, tan cercano en sus ideas a las del autor, lo
tiene claro. “La única manera de luchar contra la peste es, aunque esto haga
reír a algunos, la honestidad”. Y preguntado qué pueda significar ser honesto,
responde el médico que “en mi caso, hacer bien mi trabajo”. Lo que hay que
hacer es curar. Y lo dice alguien que sabe que la batalla está perdida y que el
mundo al que quieren devolver a los enfermos es un absurdo porque al final la
muerte se impone. No está en manos de nadie garantizar la felicidad pero sí
aliviar el sufrimiento. Y esa es la prioridad práctica.
No parece que esas lecciones estén
de más en nuestro caso. En poco tiempo hemos descubierto que lo importante es
la vida. Y sólo podemos estar a favor de la vida si garantizamos la de todos al
tiempo. De poco sirve a los ricos procurarse un bienestar selectivo si no pueden
impedir que el virus ande suelto. A la luz de lo que estamos viviendo quedan en
evidencia las políticas cicateras de recortes o privatización de la sanidad.
Tiene algo de justicia poética que Esperanza Aguirre, azote de la sanidad
pública, haya recalado en un hospital público para curarse del covid-19.
Otra evidencia indiscutible es que
es socialmente más importante una enfermera que Messi o Ronaldo. Algo hacemos
mal cuando se premia tan colosalmente en dinero y en prestigio a un mozo en
pantalón corto cuyo mérito es dar patadas a una pelota, mientras relegamos al
rincón de la insignificancia a la enfermera o al maestro. Si eso se justifica
económicamente, es que estamos ante un sistema económico irracional; y si la
justificación es social, es que la sociedad está enferma.
Se oye decir que en estos breves
días de confinamiento “hemos aprendido mucho”. Pero para que cale hay que
desaprender otro tanto. Sería una pena que las lecciones que nos va a brindar
esta dura experiencia quedaran anuladas por los prejuicios anteriores. Hay que
preguntarse qué política es esa que olvida que lo fundamental es la vida.
Debemos estar ciegos para postrarnos ante una escala de valores que entroniza a
ídolos de cartón piedra mientras ignoramos a esos “honestos profesionales” de
los que hablaba el Dr. Rieux que nos curan o nos educan. Estamos ante una
novedad histórica que obliga a enderezar el rumbo. Para poder captar el mensaje
que nos mandan los que están muriendo y luchando, hay que empezar por
cuestionar nuestras certezas y estar dispuestos a aprender.