El antisemitismo está en alza. Nueve
de cada diez judíos europeos se sienten amenazados. Y ese sentimiento se
corresponde con hechos antisemitas de los que la prensa da puntual información:
si un día la noticia llega de Burdeos donde han profanado un cementerio hebreo,
el otro lo es de un asesinato a las puertas de una sinagoga en Alemania. Crecen
exponencialmente el discurso y los actos antisemitas.
Hay que reconocer enseguida que el
antisemitismo se multiplica a menor ritmo que la xenofobia contra musulmanes o
emigrantes. Si los atentados antijudíos han aumentado en un año un 20%, los de
la extrema derecha, en Europa y Norteamérica, un 32%.
Ahora bien, si en Europa nos alarma
tanto el antisemitismo es porque llueve sobre mojado. El odio al extranjero
reviste normalmente la forma de desprecio o marginación. El odio al judío, sin
embargo, la de exterminio. Esa memoria enciende las alarmas cuando oímos, por
ejemplo, que el gobierno alemán aconseja a los judíos que disimulen su atuendo
porque están en peligro.
Y algo más. Antisemitismo, extrema
derecha e islamofobia, son distintas versiones del odio al otro, pero
relacionadas entre sí. Por eso los grandes partidos políticos alemanes se
prohíben cualquier acuerdo con los extremistas. Puede que en España, donde el
compadreo con uno de esos partidos se ha normalizado, este gesto resulte
excesivo, pero en Alemania no, porque no olvidan que si Hitler llegó tan lejos
fue porque nadie se creyó al principio que lo que decía sobre los arios y los
judíos iba en serio. Ahora están más atentos a sus voces que a sus votos. Lo
contrario de lo que pasa en Andalucía o
en Madrid.
Que la xenofobia tomara forma de
exterminio físico es algo que Europa no ha olvidado. Por eso, para saber cómo
combatir la xenofobia de la extrema derecha, hay que remitirse a las lecciones
que hemos aprendido del antisemitismo.
La primera nos la tenemos que
aplicar los españoles. También aquí hay rebrotes antijudíos. Hace unos días, en
Gerona, los hinchas de un club de fútbol han revestido con la camiseta del
odiado rival a una efigie que representa a Anna Frank. ¡Una niña, asesinada por
ser judía, convertida por los hinchas locales en objeto de mofa¡ Pero lo que
caracteriza al antisemitismo español es haberlo sido durante 500 años sin
judíos. Resulta extraño pero explicable. Los judíos fueron expulsados en el año
1492. Esa expulsión marcó a los que se fueron y a los que se quedaron. Para los
judíos, Sepharad era como un nuevo
Israel. Ese año, además, había sido anticipado como el de la redención, pero
llegó la catástrofe, sólo superada en su imaginario por lo que sería luego
Auschwitz. Mucho se han estudiado las consecuencias que tuvo para el judaísmo
esta dolorosa expulsión (el marranismo o la Cábala, entre otros), pero menos lo
que significó para España, más allá de un grave empobrecimiento económico y
cultural. Esa ausencia nos ha marcado de por vida. Hemos conformado, en efecto,
un modelo de patria al precio de expulsar a una parte de nosotros que alguien,
los que mandaban, decidieron que eran extranjeros. Decretamos entonces que
españoles eran los cristianos y no los judíos o musulmanes, que tenían los
mismos títulos para serlo. Esa forma de identidad colectiva, excluyente, es
como una maldición que nos ha perseguido hasta hoy (por eso los catalanes
independentistas son tan castizos españoles al tomarse por el todo cuando no
son ni la mitad). Ahí se forja la leyenda de las dos Españas. Podemos decir que
en España hay un antisemitismo que se reactiva cada vez que alguien invoca lo
español. Ese tal apela a todos los tópicos nacionales que entonces sirvieron
para negar la nacionalidad de los diferentes y hoy también. El antisemita odia
al español que no es como él.
La segunda lección, ésta europea,
del antisemitismo es que hay que distinguir entre los afectos cainitas del
antisemita y la estructura social que causa el antisemitismo. Tras la mano que
aprieta el gatillo o enciende la mecha hay una estructura social que genera
mucha frustración y rabia. Lo que han puesto en claro los estudios sobre el
antisemitismo que llevó en el siglo pasado al genocidio judío es que éste no es
hijo del eclipse de la razón moderna sino un despliegue de la misma. La
modernidad se presentó como una promesa de felicidad, como un paraíso en la
tierra. Por fin todos iguales y libres. Claro que había que pagar un peaje. Para
ser iguales había que renunciar a tener algo propio. El trabajador, por
ejemplo, podría recibir un dinero por su trabajo pero tenía que renunciar a
considerar lo que producía como algo propio. También tenía que entender que en
la fábrica no puede haber relaciones personales con el patrón. Sólo cuentan los
números. La famosa igualdad lo que conseguía a fin de cuentas era convertir a
las personas en individuos-masa, en números intercambiables. Y como las
promesas de felicidad no se cumplían porque el trabajo era duro y la recompensa
escasa, apareció la frustración. Había que descargar la ira contra un chivo
expiatorio. El más a mano era el comerciante que vendía el pan o las
salchichas. En vez de rebelarse contra quien le pagaba un mísero salario, descargó
su ira contra quien le vendía el pan que era un judío.
Esta relación entre estructura
social frustrante y chivo expiatorio la volvemos a encontrar hoy en los
seguidores de la extrema derecha. Pone sus ojos en clases populares o medias
venidas a menos por la crisis que ven cómo el Estado los desatiende mientras se
interesa por los emigrantes. En vez de luchar contra las causas materiales del
malestar, esos partidos extremistas apelarán a los sentimientos más elementales
para desfogar la ira contra colectivos más desdichados que ellos, pero menos
capaces de defenderse.
¿Qué se puede hacer? Sofocar, en
primer lugar, los discursos nacionalistas basados en historias falsas. Tenemos
que traducir las ausencias en conciencia de incompletud: sin el otro no somos
nadie, por eso somos las dos Españas. Y, luego, entender que la xenofobia es
una respuesta psicológica debida a un problema material de fondo. Atajar las causas
significa reconocer que hay clases sociales huérfanas de partidos o
instituciones que las defiendan, y un sistema económico
impasible donde sólo vale la cuenta de resultados.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla,1 de marzo 2020)