Religión
Digital me invita a una valoración de la Iglesia católica en la pandemia. No
parece aventurado afirmar que esta institución se ha visto sorprendida, como
cualquier otra, por la catástrofe sobrevenida, de ahí que tenga que revisar no
sólo su funcionamiento sino también sus prioridades.
1 - Un test
sobre nuestra humanidad
Quisiera, sin embargo, fijarme en
algo previo. No tanto en cómo la pandemia condicione el ser y el estar de la
Iglesia en el mundo, cuanto en lo que pueda condicionar el cristianismo a la
pandemia, es decir, en lo que pueda decir la cultura cristiana a las preguntas
que está planteando esta colosal epidemia. Porque estamos ante una de esas
experiencias históricas mayores que cuestionan las verdades establecidas. El
científico Eudild Carbonell, codirector de los yacimientos arqueológicos de
Atapuerca, habla de uno de esos raros momentos de la historia que “ponen en
peligro la especie”. El Presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, decía que estamos
ante un “test sobre nuestra humanidad”. Y el Papa Francisco pide “un plan para
resucitar” porque lo que está en peligro es la vida. Son todas palabras
mayores, como si estuviéramos inmersos de verdad en una catástrofe humanitaria,
confusamente predicha en los últimos años por quienes denunciaban las amenazas
que suponían los ataques a la naturaleza o el desarrollo armamentístico. Esas
negras profecías se han cumplido pero por obra y gracia de un minúsculo virus
que ha puesto en jaque el poderío del desarrollo civilizatorio. Pero, de nuevo,
los distintos “avisadores del fuego” se han visto desbordados por la dimensión
de la catástrofe y también por cómo se ha producido.
Hay que partir pues de que estamos
en un momento de peligro epocal y no ante una gripe circunstancial. Claro que
podemos vencer el desafío con una vacuna, pero esa victoria sería una tregua
pues ahora sí estamos convencidos de la fragilidad de la existencia humana.
Ante un desafío de esta magnitud todas las voces que pueblan el planeta son
convocadas para que digan algo que pueda valer como respuesta eficaz.
¿Tiene algo que decir esta vieja
tradición judeo-cristiana? Podría patentar la cuarentena. No es una broma. La
cuarentena o cuaresma es un tiempo de aislamiento, pero también de preparación
para una gran empresa, de puesta a punto ante un reto que no permite despiste
sino máxima concentración. Un tiempo propicio a la reflexión sobre la vida ya
que no hay rutinas tras las que esconderse.
2 - La
cuarentena de Jesús en el desierto
Cuarentenas ha habido muchas en la
realidad y en la ficción como bien nos recuerda la historia y testifica la
literatura. Pero ha habido una memorable porque en ella se plantearon las
grandes preguntas que tiene que hacerse la humanidad para sobrevivir. Me
refiero a la de Jesús en el desierto,
justo en el momento en el que decide abandonar su anonimato e iniciar su vida
pública. A ella se refiere Dostoievski en La Leyenda del Gran Inquisidor.
Recordemos el contexto. Ivan, el hermano ateo que odia a Dios porque permite el sufrimiento de los inocentes,
discute con su hermano pequeño, Alioscha, un novicio creyente que ama a su
hermano pero que cree en Dios. Para quitarle la venda de los ojos, el hermano
mayor le cuenta un cuento o, como él dice, “un poema”. Le habla de un viernes
santo en Sevilla donde el público que se prepara para las procesiones está muy excitado por el
auto de fe del día anterior, jueves santo, en el que han sido quemados en la
hoguera cien herejes, en un acto solemne presidido por el Gran Inquisidor. De
repente aparece El, Jesús, “suavemente, inadvertido”. La gente le
reconoce, se apiña en torno suyo “pero el pasa en silencio entre ellos con una
mansa sonrisa de dolor infinito”. Le duele lo que está ocurriendo. También lo
ha visto el Gran Inquisidor quien, consciente del peligro que el recién venido
representa, le sale al paso y, sin mediar palabra, le manda prender y
encerrarle en un oscuro calabozo del Santo Tribunal. Hacia allí se dirige, en la soledad de la
noche, el viejo Inquisidor, con un candil en la mano, para interrogarle. “¿Para
qué has venido”, le pregunta
autoritario. El Gran Inquisidor no necesita respuesta. Sabe que no le gusta lo
que ha hecho la Iglesia y por eso ha vuelto, para censurarles. Pero el viejo
Inquisidor no va a permitirlo porque Jesús se equivocó en vida.
Respondió mal, en efecto, a las tres
preguntas o “tentaciones” del diablo, de ahí la infelicidad de la gente. Eran
preguntas claves pues “en esas tres cuestiones
está todo hasta tal punto intuido y predicho y hasta tal extremo ha
resultado justificado, que añadirle ni quietarle nada es imposible”, señala el
autor de los Hermanos Karamazov. Entonces sí tuvo la ocasión de hacer
feliz a la humanidad, pero desaprovechó el momento. No supo responder
adecuadamente, por eso él y la Iglesia tuvieron que corregirle. Para para que
el hombre sea feliz. El Gran Inquisidor no sólo representa a la Iglesia, sino a
todos nosotros; más aún, representa al espíritu que ha guiado el mundo y que
nos ha traído hasta aquí, en su empeño por salvarnos. Hay que volver a esas
preguntas y revisar las respuestas.
La salida a la crisis actual dependerá
del tipo de respuesta que demos pues
cada una de ellas conforma un tipo determinado de historia. La primera pregunta
que le hace el diablo va directa al grano: ¿qué es lo primero: el pan o la
libertad? “Tu elegiste la libertad”, le dice el diablo, y te equivocaste porque
el hombre prefiere el pan aunque sea al precio de la esclavitud. La libertad es
fuente de sufrimiento porque obliga a decidir y eso nos lleva a la transgresión
y a la culpa. Primer gran error: optaste por la libertad y no supiste ver que el
hombre huye de esa carga pues está dispuesto a sacrificar todo por la seguridad.
La segunda pregunta se refiere al papel del milagro. La gente necesita
milagros, líderes carismáticos, ideologías salvíficas. “Tu, pudiéndoles hacer,
te negaste en redondo”, le dice el diablo, porque querías que la gente fuera
responsable. En vez del milagro, el misterio. Segundo gran error porque la
gente es débil y huye de sus responsabilidades. Quiere que se lo den todo hecho
y eso es lo que hacemos nosotros. Luego el diablo le llevó a la cima de un
monte desde donde se veía el mundo. “Todos estos reinos te daré si me reconoces
como el símbolo del poder”. No aceptaste esta generosa oferta que te hubiera
permitido ser el líder mundial, ser respetado y seguido por todo el mundo. ¡La
de guerras que hubieras evitado! Pero te negaste a aceptar el poder, la gloria,
la fama del mundo porque lo tienes en poco. Despreciaste el poder mundano
porque es impotente ante el valor de lo despreciable. Te parece más valiosa la
pobreza que el poder del dinero. Tercer gran error, le dice el Gran Inquisidor,
que nosotros hemos corregido porque conocemos al ser humano mejor que tú y
sabemos lo que de verdad valora. En vez de libertad, pan; en vez de
responsabilidad, seguridad protectora; en vez de promesas de felicidad a los
pobres y débiles, poder. Y como el Gran Inquisidor no está dispuesto a que El
socave su gran obra, le dice con firmeza “mañana, a una orden mía, arderás en
la hoguera. Dixi”.
3 - El Gran
Inquisidor de Dostoievski y el nihilismo denunciado por Camus, nuestros
contemporáneos
Todo depende de cómo respondamos a
esas grandes preguntas sobre la libertad, la responsabilidad y la compasión.
Albert Camus, fiel lector del novelista ruso, se aplicó el cuento en La
Peste, la novela que le llevó al Premio Nobel. Publicada en 1947, está
escrita durante la II Guerra Mundial como una metáfora del nazismo. El fascismo
corrió por Europa como la peste porque no encontró diques de contención, es
decir, porque se encontró con una tierra abonada con lo que él llamaba “
nihilismo”, es decir, el modo de vida de su generación(1). El nihilismo era la
versión moderna del espíritu del mundo que reivindica el Gran Inquisidor.
Quien en la novela encarna al profeta
de Nazareth es el Dr. Rieux, el médico increyente pero que se desvive luchando
contra la peste. Sabe que la batalla está perdida, que al final la muerte se
impone, pero está convencido de que “la única actitud honesta consiste, aunque
a algunos resulte ridícula, en hacer bien lo que se sabe hacer”, en su caso,
curar.
El Dr. Rieux no necesita a Dios para
comportarse “honestamente”, pero -y esto sí que conviene señalarlo- si no
tuviera noticias de las respuestas de Jesús, que le cuenta su maestro
Dostoievski, no habría manera de explicarse su conducta. Si está convencido de
que la batalla está perdida ¿por qué entregarse incondicionalmente a la tarea
de curar? Lo suyo sería el “nihilismo” de su generación que no impide ser
médico pero sin sufrir porque mueran niños ya que eso forma parte de la vida.
En lugar de esa indiferencia profesional, él se sume en un debate teológico
sobre el sentido del sufrimiento. Por eso
son tan decisivos los cruces de palabras entre el Dr. Rieux y el Padre
Paneloux. Al jesuita que habla un poco de memoria le espeta "lo que yo
odio es la muerte y el mal". Al más puro estilo bíblico, el Dr. Rieux cuestiona
la creación por la presencia del sufrimiento y de la muerte. Nada extraño que
Sartre le echara en cara lo que más podía ofender a su espíritu agnóstico: "a
Vd. parece que le interesa más Dios que el hombre". No es verdad. Le
interesa el hombre que sufre. Lo que sí es verdad es que para indignarse ante
el hombre que sufre tenía que tener un sentido sagrado del hombre. A su manera
Camus llevaba a la cuarentena de Orán, la ciudad en la que sitúa La Peste,
las grandes preocupaciones de la cuarentena de Jesús en el desierto.
4 - Elegir entre visión progresista o apocalíptica de la historia
Volvamos
al coronavirus. Hoy se oye por doquier que “lo primero es la salud”. Se dice
pensando en este momento coyuntural de la pandemia. Ahora bien, para tomarse en
serio ese voto y hacerlo valer en tiempos de normalidad, habría que marcarse
como objetivo la lucha contra la enfermedad, y contra la pobreza y contra la
injusticia, es decir habría que elevar el sufrimiento a categoría política (y
no sólo moral).
Pero
eso es mucho pedir porque va en contra de nuestras convicciones más profundas.
Sabemos que la historia se ha construido sobre el sufrimiento de los más
débiles. Eso ha sido así hasta hoy. Y lo hemos aceptado y justificado porque es
el precio del progreso. El desarrollo de occidente, por ejemplo, es impensable
sin la plusvalía que generaron los esclavos o la explotación de la clase obrera
o el expolio a los campesinos, tal y como cuenta Marx en el capítulo XXV del
primer libro de El Capital. Y ese es el problema: que para cambiar, para
hacer la historia de otra manera, -para tomarse en serio la frase “lo primero
es la salud”- habría que deponer el progreso.
No
basta corregir sino cambiar el rumbo de la historia. Habría desde luego
consenso en combatir el sufrimiento, pero como nadie está dispuesto a
cuestionar la autoridad del progreso que se alimenta de él, la historia seguirá
su rumbo. El coche, el consumismo, los viajes, la segunda vivienda, los
supermercados a tope son ya como nuestra segunda piel. Por eso la pregunta que
hay que hacerse es si es concebible un modo distinto de vivir individual y
colectivamente Antes de plantearse un cambio de vida hay que plantearse si es
concebible un modo de ser diferente.
Es
una pregunta de orden práctico pero que tiene también una carga teórica o,
dicho de otra manera, no se trata sólo de cambiar de hábitos sino de pensar de
otra manera. El cambio práctico sería pues posible si las preguntas que plantea
la vida no tuvieran más respuesta que las del Gran Inquisidor/Espíritu del
mundo. Lo que, sin embargo, nos revela aquella cuarentena es que no son las
únicas.
La
ayuda que puede prestar el cristianismo en este momento es la de ofrecer una
atalaya milenaria que permite enjuiciar en su justa medida el alcance de la historia
que nos envuelve, es decir, de nuestra forma de estar en el mundo. La historia
no la inventa desde luego el Gran Inquisidor, ni siquiera Herodoto, ni muncho
menos los historiadores. La historia nace, como dice Jacob Taubes, “el octavo
día de la creación”. Aparece en el preciso momento en el que el ser humano pone
en juego su libertad. Y lo que nos cuenta el mito bíblico de la caída es que el
primer gesto libre es una transgresión, causa del sufrimiento y de la muerte. Lo
que entonces se pone en marcha es un tipo de existencia volcada en dar
respuesta al deseo de felicidad cuestionado por el sufrimiento y la muerte. Aparece
la historia como vuelta al paraíso o como redención del deseo originario de
felicidad. La lucha contra el sufrimiento es la razón de ser de la historia del
hombre. No hay un objetivo superior. La tradición judeocristiana que tan
hondamente ha elaborado esta experiencia en su mito de la caída, caracteriza de
apocalíptica a esa concepción de la historia. Apocalíptica no significa
catastrófica sino el convencimiento de que la respuesta a la pregunta por el
sufrimiento tiene que darse en este tiempo humano, que es limitado y no eterno,
y en este mundo y no en otro. Este esquema apocalíptico de historia está movido
por el aguijón del sufrimiento y por la esperanza de que una respuesta es
posible.
Pero
los cristianos no lo soportaron. Esperaban la vuelta del Mesías a la vuelta de
la esquina y como la parusía se hacía esperar renunciaron a este concepción de
la historia y la cambiaron por otra, que llamamos gnóstica, y cuya versión
blanca y modernizada es el progreso. Para estos viejos y nuevos progresistas,
el tiempo no es finito sino inagotable y su valor consiste en propiciar el
momento siguiente con lo que vacía de sentido y contenido el momento presente.
Y ahí estamos: esperando que el tiempo lo cure y sacrificando el momento
presente al siguiente porque no hay nada que esperar aquí y ahora. Como decía
Nietzsche, “el progreso no busca la felicidad sino el desarrollo y nada más”
Lo
que la tradición cristiana dice es que el tiempo del progreso no es el único ni
el bueno. Y lo dice con conocimiento de causa porque la matriz del progreso es
el pensamiento gnóstico. Y lo dice porque pese a todo tiene memoria
apocalíptica. La potente voz del Inquisidor no ha hecho enmudecer la elocuencia
del silencio del prisionero.
Dice
pues la tradición cristiana que otro tipo de historia es posible, al precio de
entender que el tiempo del hombre y del mundo es limitado, como limitados son
sus recursos, de ahí que haya que cuidarlos; al precio también de entender que
la vida del ser humano exige, para sostenerse, hermanarse con la naturaleza
cuyo tutor es el hombre; al precio de entender que hay noche y hay día, días
festivos y días laborables, es decir, que se trabaja para vivir y no se vive
para trabajar (el día festivo no es un día de descanso, de puesta a punto de la
máquina para volver al trabajo, sino más bien lo contrario: el día festivo es
el que da sentido al trabajo), de ahí la necesidad de una vida sobria y
austera; al precio de entender que el mundo es de todos, que las respuestas
tienen que ser globales porque las preguntas también lo son, y que como dijo
Rousseau, el primero que gritó “esto es mío” cometió un robo, de ahí el peligro
de las apropiaciones y identidades colectivas.
En
estos días de confinamiento hemos oído relatos sorprendentes. Entre las
iniciativas solidarias está, por ejemplo, la de un colectivo de carteros que en
su tiempo libre se ponen a disposición de empresas para llevar adonde sea
respiradores que salvan vidas. Reconocen que esas horas extras, por agotadoras
que sean, les proporcionan más satisfacción que todo el dinero de las horas
reglas y remuneradas. Es una señal de que el sentido del trabajo trasciende el
del valor de cambio al que queda reducido en el sistema capitalista. Que ese
esfuerzo gratuito sea además el más satisfactorio abre la puerta a una
alternativa que está por explorar: por supuesto que se tiene que poder vivir
del trabajo pero sin olvidar que hay formas gratuitas de laborar que son
gratificantes.
En
este momento en el que la humanidad está a prueba, la primera pregunta que nos
tenemos que hacer es si esta manera de ser y de estar en el mundo, es la natural
y, por tanto, insuperable, o si hay alternativas. La sabiduría que emana de una
tradición milenaria como la judeocristiana nos dice que esta concepción nuestra
de la historia, basada en unos valores que resumimos en el concepto de
progreso, ni es única ni es la primera. Nació en un momento determinado de la
historia, cuando los cristianos dieron prematuramente por fracasada la parusía,
la concepción originaria, de corte apocalíptica, y la sustituyeron por otra,
claramente gnóstica. Por muy secularizado que se nos presente el progreso, sólo
le superaremos si lo interpretamos como la marca blanca modernizada de una
concepción teológica gnóstica. No olvidemos que, como recordaba Nietzsche, por
muy “ateos y antimetafísicos” que nos consideremos “seguimos calentándonos en
el rescoldo que alumbró una fe milenaria que era la cristiana, pero también la
de Platón, para la que Dios es la verdad y la verdad es divina” (Gaya Ciencia, nr 344).
5 - Concluyendo
“Otro
mundo es posible pero no tendrá lugar”, titulaba Le Monde recientemente
una de sus tribunas. No parece que vayamos a aprender mucho de esta dura
crisis. Si ya Primo Levi constataba , al salir de Auschwitz, que “no hemos
salido ni mejores, ni más sabios”, razones hay para desconfiar de nuestra
capacidad de aprendizaje ahora. No va a ser fácil renunciar a nuestro
confortable modo de vida. Con esa inercia hay que contar. Lo que sí podemos
hacer ahora es cuestionar su inevitabilidad. No es verdad que el capitalismo
sea imbatible porque es natural, ni la ideología del progreso, inevitable, porque
es una religión. Son construcciones históricas y por eso podemos hablar con
conocimiento de causa de que otro mundo es posible. Las respuestas del Gran
Inquisidor, por muy bien que nos represente, no son las únicas. Esto es lo que
los cristianos pueden decir al mundo. Y lo deben de decir porque, pese a ser
Occidente un espacio secularizado, se sigue calentando, como decía Nietzsche,
en el rescoldo de esta tradición.
Reyes
Mate (Revista Religión Digital, 19 de abril 2020)
NOTAS
(1)
Nietzsche: “¿Qué otra cosa es el nihilismo sino estar cansado del hombre?”, Genealogía de la Moral, 1985, Ediciones Busma,
I,13, p 66.