Un día de la pasada primavera me
desperté culpable. El cartero me entregó un sobre certificado del Juzgado de
Instrucción Nº 4 de Gijón que escondía en su interior una sentencia, firmada por
su titular, en la que se me condenaba por haber robado en el mes de octubre del
año 2021 el móvil de una menor, en una discoteca de Gijón, a altas horas de la
madrugada.
Para alguien, como yo, domiciliado
en Madrid, que no pisaba Gijón desde hacía cuatro años, y tampoco una discoteca
desde otros muchos más, la sentencia condenatoria me sumió en una perplejidad
no ayuna de curiosidad porque ¿cómo la Magistrado Juez había podido llegar a
esa conclusión? No hace mucho detuvieron a un respetable ciudadano porque el
nombre y dos apellidos coincidían con los de un delincuente. Aquí no había
malentendidos. Como me dijo una vez José Saramago “nadie se llama Reyes Mate”.
La explicación es más bien kafkiana si por ello entendemos lo que le dijo a
Joseph K el sacerdote de El Proceso cuando
aquél acudió a la catedral con la sana intención de saber de qué le acusaban.
Para que no se hiciera mala sangre el cura le dice desde lo alto del púlpito
que el tribunal que le juzga no está hecho para condenar a culpables sino “para
juzgar a inocentes”. No hay por qué imaginarse a los jueces de ese tribunal
vestidos con camisas pardas, negras o azules, en vez de respetables togas:
basta con que debiliten la presunción de inocencia y admitan como prueba
cualquier zarandaja. Como el puñal de Borges que clama, en nombre de su
hechura, hendirse en alguna carne, el tribunal necesita, para ser, dictar
sentencia, cortar por lo sano, decidir. Y así ocurrió. La jueza sentenció como
“hecho probado” que estuve en un lugar imaginario, donde nadie me había visto
porque no estuve, aduciendo como única explicación el hecho de que en el móvil
robado se sustituye la tarjeta SIM originaria por otra, que coincide con la
mía. ¡Bingo! A cualquier estudiante de derecho se le ocurren explicaciones más
lógicas; a la jueza, no. No duda porque, aunque se equivoque, cumple como juez dictando
sentencia.
Buenos amigos asturianos me
recomendaron un abogado solvente, Don Aniceto Rodríguez Villa, que con
sabiduría y entrega se hizo cargo del asunto. Como en el caso de Kafka, empezó
a detectar anomalías. En primer lugar, ocultar de qué se te acusa. Porque el
primer contacto del Juzgado Nº 4 de Gijón es una citación “por hurto y
conductas varias”, sin otra precisión que la primera página de un atestado
policial en la que se habla tan sólo del hurto de un móvil con los números de
serie, IMEI, dando a entender que lo robado es un móvil. Como los números de mi
móvil son parecidos pero no exactos, argumento en un primer momento que ese
móvil no coincide con el mío y que por tanto el que yo tengo no es el móvil
robado. Pero luego en la sentencia aparece que la causa de la condena no es el
móvil, sino la tarjeta SIM introducida en el móvil robado que, al ser igual que
la mía, sólo puede ser una ilegalmente clonada puesto que yo he seguido
utilizando ininterrumpidamente la propia. El abogado tradujo mi indignación por
el atropello en sólida argumentación jurídica que desmontaba el error de la
condena: inconsistencia de la prueba, indefensión, jurisprudencia sobre la
presunción de inocencia, ligereza del atestado policial. Argumentación
convincente porque la Magistrada de la Audiencia Provincial, doña Elena
Fernández González, revocó totalmente la resolución anterior.
Mucho habría que decir también del
papel de la policía, no sólo en este caso sino en el seno de una sociedad
democrática, porque más parece la “mano lunga” del Estado que una fuerza a su
servicio. Cierto es que me llamaron un buen día para pedirme por las buenas, es
decir, por teléfono, los números de serie. Como no me pareció sensato facilitar
esa información a unos desconocidos, pregunté en la comisaría de mi barrio,
Fuencarral, y me dijeron que lo solicitaran a través de ellos. Así se lo dije a
los de Gijón y les oí susurrar “pues se lo pasamos al juzgado” que sonaba a un
“pues te vas a enterar”. Y vaya si me enteré. Por no hablar de la apática
reacción de la empresa de telefonía, Movistar: mientras que a mí me escriben
que no les consta de la existencia de “ninguna otra terminal”, dicen a la
policía que otra anda suelta por los alrededores de Gijón. Y eso no parece que
les preocupe.
Podía decir que todo fue el
resultado de una ocasional conjura que afectó al buen hacer de la justicia, de
la policía y de la empresa, pero también puede verse como el resultado de una
normalidad. Algo hay en el funcionamiento de la justicia que lleva a
situaciones parecidas. Si la condena se resuelve pagando unos cientos de euros,
la cosa no es tan grave, pero si está en juego la libertad o el patrimonio, el
error es de bulto. Un Magistrado amigo me dice que, ante el atasco de los
juzgados, se valora más la cantidad de expedientes resueltos que la calidad de
las sentencias. También leo en estas semanas de alerta un artículo de un
veterano juez que se lamenta de la formación de los jueces españoles, tan
centrada en aprenderse de memoria un mamotreto de leyes en lugar de valorar la epikeia, esto es, aprender a captar el
espíritu de la ley para interpretarla sabiamente y no quedarse en la letra.
He pasado muchos años tratando de
entender el alcance humano y político de la injusticia. No es fácil ser juez
porque hay que aplicar leyes generales a casos incomparables. Con razón se
representa a la justicia como una dama con los ojos vendados, unas veces, y
descubiertos, otras. Imparcial tiene que ser, pero también entender la
singularidad de cada caso. Dado el enorme poder que el Estado pone en sus manos,
está obligada a tomarse cada caso como si fuera único. Para no caer en la
prepotencia o en la rutina, no está de más recordar la recomendación de Don
Quijote a Sancho: “no es mejor la fama de juez riguroso que la
del compasivo".
Mientras esperaba la revisión del
caso, me vino a la memoria el bueno de Sócrates, víctima de una sentencia
injusta, cuando le espetó al tribunal: “yo saldré de aquí condenado por la
justicia, pero Vds., jueces, por la verdad. No sé cuál de los dos destinos es
peor”. Pero no todos podemos ser como Sócrates. La justicia está para que no
necesitemos ser héroes, sino seguir siendo gente normal. Sólo lo conseguiremos
si la justicia deja de ser kafkiana.
Reyes
Mate (La Nueva España, Asturias,11 de
noviembre 2022)