La tele no parece muy recomendable
para quien quiera educarse. Puede divertir y, hasta cierto punto, informar,
pero no parece que la educación sea uno de sus fuertes. Por eso resulta
sorprendente que haya un programa educativo, La Aventura del Saber, que ha podido celebrar su treinta
aniversario. No es concurso sino una conversación, de ahí su mérito. La
sorpresa que suscita su longevidad se explica porque damos por inevitable que
la tele es la caja tonta que sirve de publicidad a los políticos y que busca
audiencia aunque sea, como dice el crítico televisivo, Ferran Monegal, haciendo
picadillo las intimidades de los que se presten por un puñado de dólares.
Hace unos días la viñeta de El Roto
presentaba a un hombre frente al televisor con este rótulo: “No nos interesa
que no creas lo que ves. Lo que cuenta es que nos veas”. El mensaje está claro.
Si te pones delante del televisor, acabarás pensando como diga el televisor. Si
decimos, con razón, que la nuestra es la civilización de la imagen es porque ella
nos moldea. Si nos fijamos bien en el texto de la viñeta, no pone el acento en
el aspecto económico (“acabarás comprando lo que te presentamos”) sino en el
intelectual: “acabarás creyéndote lo que nosotros queramos”.
Estamos tan convencidos de que esto
es así, que damos por perdida cualquier batalla en favor de las ideas, de la
educación o de la información matizada. Y no es que la tele haya declarado la
guerra a las ideas o a los libros o a la filosofía. Ha hecho algo mucho más
inteligente y más eficaz: imponer un ritmo de vida tan trepidante que borra el
tiempo necesario para pensar. Aunque no lo captemos, las imágenes en televisión
pasan por nuestra retina a una velocidad de vértigo. Necesitan seducir toda
nuestra atención para poder ser vistas.
En honor a la verdad hay que decir
que el debate en torno al poder de la imagen no nace con el cine, ni con la
televisión. Es una vieja historia. Tras el dicho popular de que “una imagen
vale más que mil palabras”, hay mucha batallas. Mientras la humanidad fue analfabeta,
reinó la imagen, pero sin la palabra el ser humano no hubiera podido
sobrevivir. Con la palabra nombramos, es decir, conocemos a las personas y a las
cosas, posibilitando la vida en común y el dominio de la naturaleza.
Lo que quiero decir es que las
turbulentas relaciones entre la imagen y la palabra (y la palabra está ligada a
la razón y a la escritura) han jalonado la historia de Occidente. Conviene
entonces echar la vista atrás para extraer un par de lecciones. Europa ha sido
un campo de batalla por y contra la imagen. Para entenderlo tenemos que
recordar que venimos de dos culturas con posturas enfrentadas sobre este
particular: la del judaísmo, que prohíbe la imagen porque nadie ha visto a
Dios; la del cristianismo, que la autoriza porque Dios se ha hecho visible.
Estas dos posturas dieron pie a las guerras de los iconoclastas entre el
Papado, que estaba a favor, y el emperador de Bizancio, en contra. El
enfrentamiento originó un sabroso debate sobre el alcance de la imagen. Fue el
Concilio de Nicea, en el siglo VIII, el que sentó una doctrina que nos vale
para hoy. Los obispos allí reunidos no lo tenían fácil. Estaban a favor de la
representación de lo sagrado en imágenes, por algo su Dios se había encarnado,
pero con condiciones pues no podían olvidar que venían del monoteísmo judío.
Por algo durante siglos sólo permitían pintar símbolos (el pez o el cordero)
pero no figuraciones. Lo que ahora tenían que resolver era si un trozo de
madera, transformado es una escultura humana, era venerable o incluso adorable.
La fórmula que propusieron ha marcado el destino artístico de Occidente.
Dijeron que se podía siempre y cuando “se pase de lo visible a lo invisible”,
es decir, se aceptaba la figuración si se distinguía bien entre la
representación y lo representado, entre la imagen y la realidad. La imagen sólo
valía como un instrumento plástico que remitía a algo inmaterial, un mundo que
sólo podía explicitarse a través de la palabra.
Aquella gente, que discutía en
griego, tenía en su lengua un matiz que no encontraremos en ninguna otra lengua.
El griego tiene un verbo, eikon, que
significa mostrar, del que derivan dos substantivos: ikono e ídolo. El ikono es
la imagen consciente de que presta su materialidad (leño, piedra o yeso) a una
idea superior; el ídolo, por el contrario, lo que hace es tomarse por lo
significado y, como en el caso del becerro de oro, exigir los sacrificios
propios de un dios. Digo que esa distinción del Concilio de Nicea ha marcado la
historia del arte porque hoy sabemos que una pintura, por ejemplo, es buena no
por lo que valga en el mercado sino por su capacidad de trascendencia, por lo
que diga de más. Lo mismo de un espacio religioso, sea iglesia, sinagoga o
mezquita. Sentiremos que es una obra lograda cuando el arquitecto transforme un
espacio banal en un lugar intenso, algo que ocurre en muchas sinagogas, en
algunas mezquitas y en iglesias como la de Miguel Fisac en Arcas Reales de
Valladolid.
El problema de la civilización de la
imagen es que es más ido-látrica que ideo-látrica. Para que en ella quepan
programas educativos no sólo hay que hacerlos, y dedicarles tiempo, sino saber
que se lucha en un medio hostil porque esta tele que nos invade se ha adaptado
al mundo de las prisas donde mariposean vivencias, como una colmena de abejas, pero
donde no hay lugar para las experiencias que necesitan su tiempo. ¿Se puede
luchar contra esa corriente? Digamos que ha habido programas como La Clave, que duró más de diez años, en
España y Apostrophes en Francia,
veinticinco, que demuestran que es posible. Uno y otro están ligados a
directores con personalidad (José Luis Balbín y Bernard Pivot respectivamente),
igual que La Aventura del Saber, a
Salvador Gómez. Para que existan tiene que haber directores capaces y, también,
que la televisión pública entienda que el valor de esos programas no puede
medirse por la publicidad que atraiga, ni por la audiencia que convoque. Cabe
sospechar que si no se fomentan más ese tipo de programas no es porque falte
público sino porque no interesa el desarrollo del sentido crítico, es decir, la
buena educación.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla. 23 de
octubre 2022)