6/11/22

Educar en la televisión, empresa heroica

             La tele no parece muy recomendable para quien quiera educarse. Puede divertir y, hasta cierto punto, informar, pero no parece que la educación sea uno de sus fuertes. Por eso resulta sorprendente que haya un programa educativo, La Aventura del Saber, que ha podido celebrar su treinta aniversario. No es concurso sino una conversación, de ahí su mérito. La sorpresa que suscita su longevidad se explica porque damos por inevitable que la tele es la caja tonta que sirve de publicidad a los políticos y que busca audiencia aunque sea, como dice el crítico televisivo, Ferran Monegal, haciendo picadillo las intimidades de los que se presten por un puñado de dólares.

             Hace unos días la viñeta de El Roto presentaba a un hombre frente al televisor con este rótulo: “No nos interesa que no creas lo que ves. Lo que cuenta es que nos veas”. El mensaje está claro. Si te pones delante del televisor, acabarás pensando como diga el televisor. Si decimos, con razón, que la nuestra es la civilización de la imagen es porque ella nos moldea. Si nos fijamos bien en el texto de la viñeta, no pone el acento en el aspecto económico (“acabarás comprando lo que te presentamos”) sino en el intelectual: “acabarás creyéndote lo que nosotros queramos”.

             Estamos tan convencidos de que esto es así, que damos por perdida cualquier batalla en favor de las ideas, de la educación o de la información matizada. Y no es que la tele haya declarado la guerra a las ideas o a los libros o a la filosofía. Ha hecho algo mucho más inteligente y más eficaz: imponer un ritmo de vida tan trepidante que borra el tiempo necesario para pensar. Aunque no lo captemos, las imágenes en televisión pasan por nuestra retina a una velocidad de vértigo. Necesitan seducir toda nuestra atención para poder ser vistas.

             En honor a la verdad hay que decir que el debate en torno al poder de la imagen no nace con el cine, ni con la televisión. Es una vieja historia. Tras el dicho popular de que “una imagen vale más que mil palabras”, hay mucha batallas. Mientras la humanidad fue analfabeta, reinó la imagen, pero sin la palabra el ser humano no hubiera podido sobrevivir. Con la palabra nombramos, es decir, conocemos a las personas y a las cosas, posibilitando la vida en común y el dominio de la naturaleza.

             Lo que quiero decir es que las turbulentas relaciones entre la imagen y la palabra (y la palabra está ligada a la razón y a la escritura) han jalonado la historia de Occidente. Conviene entonces echar la vista atrás para extraer un par de lecciones. Europa ha sido un campo de batalla por y contra la imagen. Para entenderlo tenemos que recordar que venimos de dos culturas con posturas enfrentadas sobre este particular: la del judaísmo, que prohíbe la imagen porque nadie ha visto a Dios; la del cristianismo, que la autoriza porque Dios se ha hecho visible. Estas dos posturas dieron pie a las guerras de los iconoclastas entre el Papado, que estaba a favor, y el emperador de Bizancio, en contra. El enfrentamiento originó un sabroso debate sobre el alcance de la imagen. Fue el Concilio de Nicea, en el siglo VIII, el que sentó una doctrina que nos vale para hoy. Los obispos allí reunidos no lo tenían fácil. Estaban a favor de la representación de lo sagrado en imágenes, por algo su Dios se había encarnado, pero con condiciones pues no podían olvidar que venían del monoteísmo judío. Por algo durante siglos sólo permitían pintar símbolos (el pez o el cordero) pero no figuraciones. Lo que ahora tenían que resolver era si un trozo de madera, transformado es una escultura humana, era venerable o incluso adorable. La fórmula que propusieron ha marcado el destino artístico de Occidente. Dijeron que se podía siempre y cuando “se pase de lo visible a lo invisible”, es decir, se aceptaba la figuración si se distinguía bien entre la representación y lo representado, entre la imagen y la realidad. La imagen sólo valía como un instrumento plástico que remitía a algo inmaterial, un mundo que sólo podía explicitarse a través de la palabra.

             Aquella gente, que discutía en griego, tenía en su lengua un matiz que no encontraremos en ninguna otra lengua. El griego tiene un verbo, eikon, que significa mostrar, del que derivan dos substantivos: ikono e ídolo. El ikono es la imagen consciente de que presta su materialidad (leño, piedra o yeso) a una idea superior; el ídolo, por el contrario, lo que hace es tomarse por lo significado y, como en el caso del becerro de oro, exigir los sacrificios propios de un dios. Digo que esa distinción del Concilio de Nicea ha marcado la historia del arte porque hoy sabemos que una pintura, por ejemplo, es buena no por lo que valga en el mercado sino por su capacidad de trascendencia, por lo que diga de más. Lo mismo de un espacio religioso, sea iglesia, sinagoga o mezquita. Sentiremos que es una obra lograda cuando el arquitecto transforme un espacio banal en un lugar intenso, algo que ocurre en muchas sinagogas, en algunas mezquitas y en iglesias como la de Miguel Fisac en Arcas Reales de Valladolid.

             El problema de la civilización de la imagen es que es más ido-látrica que ideo-látrica. Para que en ella quepan programas educativos no sólo hay que hacerlos, y dedicarles tiempo, sino saber que se lucha en un medio hostil porque esta tele que nos invade se ha adaptado al mundo de las prisas donde mariposean vivencias, como una colmena de abejas, pero donde no hay lugar para las experiencias que necesitan su tiempo. ¿Se puede luchar contra esa corriente? Digamos que ha habido programas como La Clave, que duró más de diez años, en España y Apostrophes en Francia, veinticinco, que demuestran que es posible. Uno y otro están ligados a directores con personalidad (José Luis Balbín y Bernard Pivot respectivamente), igual que La Aventura del Saber, a Salvador Gómez. Para que existan tiene que haber directores capaces y, también, que la televisión pública entienda que el valor de esos programas no puede medirse por la publicidad que atraiga, ni por la audiencia que convoque. Cabe sospechar que si no se fomentan más ese tipo de programas no es porque falte público sino porque no interesa el desarrollo del sentido crítico, es decir, la buena educación.

 Reyes Mate (El Norte de Castilla. 23 de octubre 2022)