El poder de la justicia y la
impotencia del ciudadano
Un buen día Josef K se
despertó con la desagradable sorpresa de que su dormitorio se había convertido
en una sala judicial. La vuelta a la realidad, después del sueño, significaba
vivir la vida como un inacabable proceso donde lo que menos importaba era
substanciar si era culpable o inocente. Lo importante es que K sintiera que su
vida no dependía de él porque estaba al albur del tribunal.
Se suele leer El
proceso como una genial ocurrencia que dibuja un panorama posible pero
lejano. No era esa la intención de Kafka. Él quería hablar de la realidad,
susurrándonos al oído “cuidadito que esto te está pasando a ti”. A mí me pasó.
Hace unas semanas recibí un sobre certificado con el remite del Juzgado número
4 de Gijón donde se me comunicaba oficialmente que había sido condenado por
haberse probado que había robado un móvil en una discoteca de Gijón a altas
horas de la madrugada. Me impactó que se sentenciara como “hecho probado” el
que yo estuviera en una ciudad que no visitaba desde hacía cuatro años, en una
discoteca, que no es lo mío, y robado un móvil, yo que con la mitad del mío
tengo de sobra. Un proceso judicial no es una improvisación: hay
procedimientos, hay atestados policiales, hay jueces y fiscales, es decir, la
sentencia no es un calentón, de ahí mi perplejidad: ¿pero cómo había podido
toda esta gente convertir en “hecho probado” algo de lo que no puede haber
ninguna prueba? Me pregunté entonces si, dado que no hay pruebas de
culpabilidad, quizá fuera porque el tribunal esperara de mí que demuestre que
soy inocente. De la sala de juicios donde procesan a K, me llega la voz de un
miembro del tribunal que dice sin despeinarse: “Este tribunal no está para
condenar a culpables sino para juzgar a inocentes”. ¿Será eso?
Insisto en lo de la falta
de pruebas o indicios porque la que se presentó, y fue definitiva, es de
chiste. Tras la denuncia del robo, la policía preguntó a Movistar si tenía
pistas del móvil robado. Esta les debió de decir que ese móvil, desde el día
del robo, funcionaba con una tarjeta SIM semejante a la mía (lo que a mí me
dijeron, sin embargo, es que mi tarjeta no había salido de mi móvil y que no
les constaba la existencia “de ninguna otra terminal”). ¡Asunto aclarado! Si
hay humo, hay fuego; si una tarjeta anda suelta, tras ella está su propietario.
Así que estuve en Gijón, robé y debo ser condenado. Así de simple. Culpable,
pues, y a pagar. Me dieron cinco días para presentar recurso y en ese tiempo
tuve que enterarme de por qué me acusaban exactamente (nunca me lo dijeron
antes), encontrar un abogado, ir a la policía, llamar a Movistar… y argumentar
debidamente. Tuve la inmensa suerte de encontrar un abogado gijonés, Don
Aniceto Rodríguez Villa, que supo transformar mi perplejidad en sólida
argumentación jurídica (indefensión, falta de prueba, desatención a la
jurisprudencia sobre presunción de inocencia…). Fue tan convincente que la
jueza que resolvió el recurso me absolvió totalmente.
He dedicado muchos años de
mi vida al estudio de la injusticia. No podía desaprovechar una ocasión como
esta para observar el comportamiento de la justicia. Bien es verdad que es un
caso menor, pero los mismos jueces, los mismos policías y con los mismos
procedimientos podrían juzgar delitos graves. Algo sí que he sacado en limpio,
a saber, que hay que tomarse en serio a Kafka. El Estado es impensable sin un
sistema judicial, de ahí el poder absoluto del juez. Si tenemos que asumir que
la sala de estar es un tribunal, conviene hacerlo bien. Para empezar, medios
para que cada caso sea tratado como si fuera único. El atasco de los juzgados
es un atentado a la calidad de las sentencias. Da miedo, por otro lado, el lío
que se traen los políticos con el poder judicial. Resulta sospechosa esa feroz
lucha por el reparto del poder. Jueces y políticos parecen estar de acuerdo en
que lo importante en sus pleitos es protegerse o taparse, mientras que lo que
el público espera es una buena justicia. Tenemos un primer problema con el
poder judicial.
Deberíamos repensar la
figura del juez. No debe de ser fácil aplicar una norma general a casos
inconmensurables, aunque sea en esa acertada aplicación de lo general a lo
particular donde se juega el ser o no ser de la justicia. Pero para ser juez en
España basta aprenderse de memoria todas las leyes inventadas, algo que se
consigue dedicando cuatro o seis años a preparar las oposiciones, aislándose
del mundo. Si Platón cifraba en unos 30 años la formación de un ciudadano para
dar el salto a la política, para ser juez no deberían ser menos. Un juez, para
serlo, debería verse en el reo porque si se piensa superior convertirá la
justicia en venganza. Esto es lo que le viene a decir Don Quijote a Sancho y lo
que piensa el staretz Zósima de Los hermanos Karamazov. Y de esto
no se examinan en las oposiciones. Tenemos, pues, otro problema con los jueces.
La absolución final supuso el final de una pesadilla, pero no la recuperación
de la sala de estar.
Reyes Mate (El País,
15 de noviembre 2022)