Preguntarse si se puede pensar en
español o en qué consiste, es una rareza. A un alemán no se le ocurriría
hacerse la pregunta porque da por sentado que un alemán piensa y que, cuando
piensa, es para todo el mundo. Uno de ellos, Martin Heidegger, escribió un
célebre artículo, titulado “¿Qué
significa pensar?” No añadió la coletilla “en alemán” porque él bien sabía
que el alemán, cuando piensa, es para todos, como si la racionalidad fuera
alemana.
Para los hispanohablantes la cosa es
muy diferente. Tenemos que preguntarnos si se puede pensar en español, porque
hay dudas, motivadas por opiniones externas y, otras que alimentamos nosotros
mismos.
Empecemos por las primeras. Este
mismo Heidegger dejó dicho en una entrevista que publicó póstumamente Der Spiegel, que “pensar, pensar, sólo
en griego o en alemán”. Este chauvismo no era cosa exclusiva suya sino que
venía de lejos. El gran Hegel ya había decretado que lo más preclaro de la
inteligencia mundial era centroeuropeo, es decir, añadía, “germánico y
protestante”. De un plumazo colocaba a las culturas sureñas, como la española,
fuera del mapa, en el margen. Nosotros éramos, en su jerga, “semitas” pero no
“arios”. Los latinoamericanos salían peor parados pues de ellos decía que
“tenían geografía pero no historia”, es decir, estaban más cerca del momento animal
que del racional o, dicho de otra manera, eran más una expresión de la
naturaleza que de un proyecto humano. Es recomendable para quien quiera
profundizar en este punto leer el texto de Ortega y Gasset, “Hegel y América”, donde el pensador del
Manzanares saca los colores al atropello ideológico que perpetra el pensador
alemán.
Lo interesante de esta visión del
mundo es que nosotros, los ibero-americanos, nos lo habíamos creído. Unamuno,
Aranguren, Machado, Zambrano coinciden en señalar que si alguien quiere saber
qué piensa un hispanohablante tiene que recurrir a la literatura. Pensamos
narrando historias, no reflexionando con lógica. Unamuno lo expresaba así:
“abrigo cada vez más la convicción de que nuestra filosofía, la filosofía
española, está líquida y difusa en nuestra literatura, en nuestra vida, en
nuestra acción, en nuestra mística sobre todo, y no en sistemas filosóficos”.
Esta opinión es un piropo a la literatura española pues reconoce su
profundidad. A esta altura nadie duda de la hondura filosófica de La Coplas de Jorge Manrique o de El Quijote o de La Vida es Sueño o de La
Subida al Monte Carmelo. Américo Castro dice y con razón que Cervantes, si
le hubiera dado por el ensayo en vez de por la literatura, hubiera escrito
reflexiones filosóficas que en nada hubieran envidiado a las de Michel de
Montaigne. Ese es ciertamente el lado positivo de la cuestión. El negativo es
que esa opinión puede esconder un cierto complejo de inferioridad. El español
traslada la filosofía a la literatura porque no sería capaz de aguantar el
grado de abstracción y sobriedad argumental que exige el quehacer filosófico.
De hecho nuestra producción filosófica de los últimos siglos es, en buena
parte, traducción y seguimiento de lo que se hace fuera. La nuestra ha sido de
hecho una filosofía dependiente.
Pienso, sin embargo, con Ortega y
Gasset, que el español es capaz de pensar con originalidad y que si no se ha
prodigado ha sido por lo peligroso que ha sido hacerlo. No ha habido una identificable
tradición filosófica por la misma razón que Teresa de Avila tuvo que ocultar
sus orígenes judíos durante cuatro siglos; o que Luis Vives se tuviera que
exiliar de España para pensar como un humanista escuchado en todas las
cancillerías europeas; o que Baruc Spinoza, el marrano de la razón, no sea
considerado un filósofo “español”, a pesar de que su marranismo sí lo es. Habría
que recurrir a nuestra historia en la que ser español ha ido acompañado de la
figura del Inquisidor y eso significaba, como reconocía amargamente Luis Vives
que “aquí es peligroso hablar, callar y pensar”. En esas circunstancias, la
literatura era una salida ingeniosa pues su natural polisemia podía disfrazar
el verdadero pensamiento del autor.
Lo que procede, en cualquier caso,
es aventurarse en la pregunta y explicitar en qué consiste pensar en español.
Señalaría los siguientes rasgos. En primer lugar, reconocer que el español es
una Weltsprache, es decir, una lengua
universal hablada por vencedores y vencidos, dominadores y dominados, víctimas
y verdugos. Es la lengua, en efecto, del inca Garcilaso, que se sentía peruano
y español (“en estas dos naciones tengo yo prendas”) pero también la de
Nebrija, muy consciente del poder político de la lengua (“la lengua acompaña al
imperio”). Lengua, pues, que alberga experiencias de dominación y también de
dependencia. Eso condiciona el modo de pensar en un sentido fundamental:
nosotros pensamos interpelándonos unos a otros, lejos, pues, de las estrategias
consensuales o deliberativas que tanto predican quienes controlan la industria
cultural.
En segundo lugar, teniendo en cuenta
los límites del lenguaje. El castellano es una lengua impuesta que ha acallado
a otras: al árabe, al hebreo y, en el Nuevo Mundo, a las lenguas autóctonas. No
fue siempre así: las cuatro inscripciones o epitafios en la tumba del rey
Fernando III (hebreo, árabe, romance y latín) es un buen ejemplo de convivencia
lingüística que se perdió cuando se impone un modo de ser español que necesita
borrar las otras lenguas. Cuando pensemos en español tenemos que tener en
cuenta que la lengua que hablamos es una lengua impuesta y que por muy importante
que sea lo que decimos, es aún más importante lo que no podemos decir. Debería
ser pues un pensar en el que la palabra dicha remitiera al silencio de lo
indecible (algo que El Quijote tiene
muy presente cuando su autor reconoce que el texto en castellano es la
traducción de un texto originario escrito en árabe, a la sazón una lengua ya
proscrita).
En tercer lugar, la vocación de sur,
una idea que sostiene la novela de Saramago, La balsa de piedra. Como se recordará, un buen día le península
ibérica se desengancha de Europa y se pone a navegar hacia el sur. El mismo
viaje de antaño pero ahora no para conquistar sino para descubrir al otro y
descubrirnos a nosotros mismos. Esta idea de sur está muy presente en la obra
de Albert Camus. En sus Cartas a un
amigo alemán le hace ver la diferencia entre una cultura del norte (minuit) y otra del sur (midi). ¿La diferencia? Responde contando
el caso de un capellán alemán que acompaña a unos soldados franceses,
prisioneros, que van a ser ejecutados. Al enterarse de que estos se proponen fugarse,
le falta tiempo para denunciarles. Dice Camus “me avergüenzo de ese hombre y me
consuela pensar que un sacerdote francés no hubiera aceptado poner a su Dios al
servicio del crimen”. Camus opone su patriotismo, compatible con un humanismo,
al nacionalismo excluyente del alemán. Aunque en el uso habitual del lenguaje
relacionemos el Norte con lo sublime (por eso un tipo desnortado es alguien que
va sin rumbo), Camus piensa que el espíritu nórdico es de lo menos recomendable
pues, añade, “el absolutismo histórico de la ideología alemana no ha cesado de
chocar contra las exigencias invencibles de la naturaleza humana cuyo secreto
guarda el Mediterráneo, ese lugar en el que la inteligencia hermana con la
dureza del sol”. Para valorar esa contundencia hay que tener en cuenta lo que
se decía desde la cultura nórdica, tan segura de sí misma que oponía “la ilimitada profundidad de
su mirada a la palabrería tan propia del
espíritu mediterráneo”. No parece que la historia les haya dado la razón aunque
bien es verdad que todavía hoy seguimos prefiriendo un mal libro en alemán a un
buen libro en español.
Añadiría un cuarto rasgo: el ensayo
como género literario. No es incapacidad para el Traktat centroeuropeo, sino conciencia de que el pensador tiene que
captar un tiempo en movimiento y para eso el ensayo es más apropiado porque no
persigue, como el Tratado, fijar la
esencia de las cosas más allá del tiempo y del espacio. Ortega y Gasset decía
que “el ensayo es ciencia sin notas a pie de página”, es decir, tiene el rigor
de la ciencia pero al mismo tiempo la maleabilidad del relato con lo que puede captar
la realidad en toda su vitalidad.
Podríamos resumir lo dicho diciendo
que el pensamiento en español debería ser un pensar tan alejado del
ensimismamiento como del embobamiento, del provincianismo como del universalismo
abstracto, de la dependencia como de la autarquía.
Cabe preguntarse si estas
características no son las propias de cualquier pensar que se precie. Es
posible, pero son las que un pensar en español debería tener presente. Pensando
así dejaremos de ser un pensar dependiente y ocupar un lugar propio en el
diálogo universal, ahora empeñado en hacerse en inglés.
*Reyes
Mate, Profesor de Investigación ad honorem del CSIC en el Instituto de
Filosofía, es autor de Pensar en español, Catarata, Madrid, 2021. Publicado
en la revista Nova Ciencia, 24-10 (2022)