1. Las muertes de Sergio García
Herrero y de Diego García Capa en la carretera a Olmedo, el pasado 28 de julio,
llenó de luto a su familia y conmocionó
a los vecinos del pueblo. Hemos
entendido también que esta desgracia sobrevenida a dos jóvenes del pueblo y a
sus familiares, nos convoca a todos, nos pide que tomemos en serio los accidentes de tráfico.
Para que la conmoción que vivió el pueblo no
sea una nube de verano, tenemos que asumir la responsabilidad como pueblo, como
lugar en el que tuvo lugar esta desgracia, de sensibilizarnos respecto a todas
las víctimas viales. Deberíamos
encabezar un movimiento comarcal que lleve
hasta el último rincón lo que significan estas muertes tan absurdas. Digo
absurdas porque todas son evitables.
Fue en ese contexto que, como
pedrajero, honrado además con el título de hijo predilecto, me puse en contacto
con el Alcalde del pueblo, Sergio Ledo, para ofrecerme a comunicaros el camino que algunos ya hemos
andado en esta lucha contra las víctimas viales, que bien ser calificada como
la mayor plaga de nuestro tiempo. Dirijo un proyecto de investigación sobre las
víctimas de nuestro tiempo, de todas ellas. Pues bien, uno de sus capítulos más
importantes son las víctimas de tráfico sobre las que hay muy poca información, mucha deformación y
mucho interés en ocultar su importancia.
2.
En alguna ocasión he llamado la atención sobre cómo reaccionábamos ante
la noticia de un asesinato por Eta y ante la noticia cada lunes de los muertos
en la carretera. El país se indignaba con razón en el primer caso, y encajaba
sin pestañear el número de muertos en la carretera, siendo así que, al menos en
los últimos año, el número de asesinados por Eta en un año, venían a ser los muertos en la carreteras en un par de
días.
Claro que no es lo mismo pegar un
tiro en la nuca a un vecino por ser concejal socialista o del PP que atropellar
a un ciclista. Pero lo que debemos tener en cuenta es que en uno y otro caso
hay voluntariedad; que antes de que se produzca el accidente mortal hemos
tomado libremente una serie de decisiones que nos convierten en culpables del
accidente que provocamos.
Lo que sorprende no es que nos indignemos ante
el atentado terrorista, que e justo, sino que nos encojamos de hombros ante las
víctimas de la carretera, que es injusto. Y no entiende esa reacción porque la
gran plaga de nuestro tiempo, repito, no son las víctimas del terrorismo sino
las de la carretera.
Las cifras son muy elocuentes: un
millón trescientos mil al año en todo el mundo, sin contar los cerca de
cuarenta millones de heridos graves al año. Dice Luis Montoro, un experto muy fiable en estos asuntos, que
desde que se inventó el coche han muerto en la carretera en torno a 60 millones
de personas. Sin hablar de los heridos graves con algún tipo de invalidez: unos
2.000 millones. Se ha podido decir que han muerto en la carretera más gente que
en las guerras. El coche mata más que las bombas. Y las previsiones son muy
pesimistas porque el acceso de los chinos al uso del coche disparará los
números.
Es verdad que en España la siniestralidad
ha bajado substancialmente en los últimos diez años. Si en el año 1989 murieron
unas 6000 personas, este año nos hemos quedado en 1.128, a los que habría que sumar 6178 heridos
graves, muchos de ellos tetrapléjicos. Hemos rebajado la cifra pero son muchos
porque sencillamente no tendría que haber ninguno. Habría que precisar en
cualquier caso un dato: hemos reducido los accidentes porque ha habido mejoras
en los modos de conducción, debido sobre todo a las sanciones, en los coches y
en las carreteras. Eso es cierto, pero para seguir progresando hay que tocar
otras teclas mucho más reacias al cambio pues afectan a la mentalidad y a la
cultura, es decir, afectan a la alta valoración que tenemos de los factores que
matan (la velocidad y el coche, por ejemplo).Sobre eso quisiera centrarme
ahora.
Si el problema es de esa magnitud, si el coche
nos mata, la pregunta es ¿por qué no nos
indignamos, por qué no reaccionamos?.
Pues porque no damos importancia a toda esa masacre. Parece una contradicción
porque claro que nos duelen esas muertes, sobre todo si nos afectan
directamente, pero, sin embargo, no las damos importancia. ¿Cómo se explica
eso?. Pensemos cómo llamamos a los siniestros de tráfico. Decimos que son
"accidentes". Nunca diríamos que un tiro en la nuca es un accidente,
pero lo decimos da las muertes viales porque nos las tomamos como algo
"accidental" o "secundario". Esas forma de hablar esconde
ya la (poca) importancia que les damos.
Nos podemos preguntar que si todas
esas muertes son algo secundario ¿qué es lo substancial, lo importante, lo
principal?. Pues algo que valoramos por encima de todo y que llamamos progreso,
velocidad. Y nada representa mejor esos "valores" tan principales
como el coche.
3. Hablemos del progreso y de la
velocidad y del coche.
En primer lugar del progreso Decía
un famoso escritor, Ernst Jünger, que "el progreso es la iglesia más
visitada del siglo XX" . Goza de un
prestigio indiscutible. Es como el bálsamo de Fierabrás que todo lo cura. Observemos
cómo los políticos, ya sean de derechas o de izquierdas, recurren a ese tópico.
Todos traen bajo el brazo una oferta de
progreso. Y es verdad que el progreso se tiene merecido su prestigio. Ha
traído, por ejemplo, la penicilina, el desarrollo espectacular de la medicina y
así hemos logrado doblar en un siglo las expectativas de vida de la población
española. El progreso en tecnología ha ahorrado mucho trabajo y muchas
molestias. Un artefacto tan simple, desde el punto técnico, como es la modesta
fregona ha ahorrado a las amas de casa el penoso trabajo de fregar los pisos
arrastrándose de rodillas por toda la casa; o el nylon que liberó a nuestras
madres de pasarse horas y horas cosiendo calcetines o calzoncillos. Por no
hablar del agua corriente en las cosas, la lavadora etc, etc.
Eso es verdad pero lo que solemos
olvidar es el costo del progreso. Por los adelantos hemos pagado un alto
precio. Las Pirámides de Egipto o Las Catedrales ¡con cuanto sufrimiento se han
construido¡ Se utilizó mano de obra esclava, expropiaciones injustas de
tierras, hambres y miserias. Un escritor del siglo pasado, Walter Benjamin,
decía: "No hay un solo documento de cultura que no lo fuera también de
barbarie". Las obras de cultura que hoy admiramos se construyeron
explotando y oprimiendo a muchos seres humanos.
Y si eso ocurrió en la alta cultura
¿qué decir del progreso científico y técnico?. Fijaos en la energía nuclear que
es clave para el desarrollo económico o para la lucha contra el cáncer (bombas
de cobalto), pero que también la hemos utilizado para construir la bomba
atómica. Gracias al desarrollo espectacular de la ciencia el hombre de nuestro
tiempo ha logrado el dudoso título de ser capaz de destruir el planeta. Somos
así de burros. Se cuenta de un negro, perteneciente a una tribu caníbal, al
que los franceses habían traído del
Congo en el siglo XIX a Paris para que se civilizase, que después de un cierto
tiempo en la gran capital francesa, fue preguntado cómo le iba, cómo valoraba
su educación en la culta ciudad parisina. Dicen que respondió: " pues no entiendo en qué consiste eso
de ser un país avanzado y civilizado" Y explicó lo que no entendía de
nuestra civilización: "que por qué aquí la gente mata más de lo que
necesita para comer". Su tribu caníbal mataba lo justo para comer, pero
aquí se mataba a mansalva por las buenas.
Lo que quiero decir es que el
progreso se ha construido sobre víctimas, pero durante siglos no las dábamos
importancia. Decíamos que eran "florecillas pisoteadas al borde del
camino". Sólo nos importaba el progreso y no su costo en víctimas. Las
víctimas del progreso no contaban, eran "invisibilizadas". Lo
importante era el progreso, al precio que fuera. Entiéndase bien lo que quiero decir: no se
trata de demonizar al progreso, sino que hay que tomárselo con cuidado. El
progreso ha producido lo mejor y lo peor: la bomba de cobalto para curar y la
bomba atómica para matar. No se trata de
volver a los tiempos del candil, o a tener que ir a lavar la ropa al río o a
utilizar la cuadra como retrete. Pero hay que tener cuidado con el progreso
porque este puede estar al servicio de buenas causas, y eso es bueno o al
servicio del poder y del dinero, y eso es malo.
De lo dicho se deduce que si no nos indignamos ante las muertes en la
carretera es por el respeto que nos merece el concepto de progreso que es como
esos dioses aztecas que, para tenerles contentos, había que sacrificarles los
jóvenes del lugar. Pero ¡cuidado con el progreso! que es como un veneno que en
dosis adecuada puede curar; y en dosis
excesivas, mata.
Hay que hablar, en segundo lugar,
del automóvil, un artefacto nuevo, inventado hace apenas 130 años. Hubo un
tiempo en que no había coches y la humanidad funcionaba. Pero llegó casi de
improviso y llegó, eso sí, para quedarse. Es ilustrativo recordar cómo llegó al
mundo.
El automóvil en su concepción, como
en su propósito original, es un bien de lujo: era tan caro que pocos lo podían
tener y esos pocos se podían permitir realizar el sueño del coche, a saber, ir
más deprisa que los demás y viajar libremente
El lujo por definición no se democratiza porque si todo el mundo tiene acceso al lujo, nadie le saca provecho. Y para desgracia del coche, nacido como objeto de lujo, acabó convirtiéndose en un utilitario. Esto no se hizo porque hubiera empresarios filántropos o políticos visionarios, sino porque algunos empresarios (petroleras, fabricantes de automóviles y constructores de ciudades y carreteras) comprendieron pronto que en torno al coche estaba el mayor negocio de todos los tiempos.
El lujo por definición no se democratiza porque si todo el mundo tiene acceso al lujo, nadie le saca provecho. Y para desgracia del coche, nacido como objeto de lujo, acabó convirtiéndose en un utilitario. Esto no se hizo porque hubiera empresarios filántropos o políticos visionarios, sino porque algunos empresarios (petroleras, fabricantes de automóviles y constructores de ciudades y carreteras) comprendieron pronto que en torno al coche estaba el mayor negocio de todos los tiempos.
Para que el negocio funcionara, había que
convencer a la gente de comprar un coche
. Para eso había que trabajar en tres frentes: en primer lugar, abaratarle y
esto se consiguió produciéndole en serie. Fue la idea visionaria de Henry Ford.
Había, en segundo lugar, que hacerle necesario y para eso había que organizar
el territorio separando espacialmente la vivienda, el lugar del trabajo, la
escuela y los centros comerciales. Y eso es lo que se ha hecho sobre todo en
las grandes ciudades. El tercer paso era asunto de propaganda: convertir al coche en el símbolo del progreso
y convencer al ciudadano de a pie que "tu también puedes". Había que
convencerle que con coche él sería como los ricos, es decir, podía realizar esos
sueños de felicidad con los que nació el coche, a saber, ir más deprisa y a cualquier parte y con toda
libertad.
¿Qué es lo que realmente se ha
conseguido? ¿qué ha ocurrido?. Desde luego, hacerle necesario. Sin coche estás
condenado. Pero eso no significa que vayas más deprisa ni que viajes más
libremente: las calles están colapsadas, el humo de los tubos escape asfixia a
los habitantes y la velocidad media en las grandes ciudades es menor que la de
las carrozas tiradas por caballos. En los Estados Unidos la media de coche es
de 6 km/h, casi la misma que yendo a pie. Y en ciudades como Madrid, la media
no supera los 18 kms/h. ¿Y qué precio hemos pagado para dejar sitio al coche?
El nuevo urbanismo, impulsado por el
automóvil, ha declarado una guerra sin cuartel a las viejas ciudades cuyos patios, callejuelas y plazas pequeñas
deben ser sacrificadas en el altar de las avenidas, pensadas no para vivir sino
para atravesarlas deprisa (la lucha del
barrio burgalés de El Gamonal, puesto en pie de guerra para evitar transformar
el barrio en avenida, es todo un símbolo). Guerra también al ciclista y los que estamos aquí sabemos lo que decimos.
Guerra al peatón: en algunas ciudades americanas pasearse de noche a pie, es un delito. Guerra
finalmente al propio automovilista: desde que se inventó el coche, en 1886,
hasta hoy, las carreteras se han convertido en el principal campo de batalla.
Tampoco es verdad que seamos más
libres viajando, por ejemplo, en coche que en tren: dependes de la gasolina, de
los mecánicos, del estado de la carretera, del tráfico.
El
coche lo usamos porque desgraciadamente es necesario dadas las inhumanas
condiciones de vida que tenemos sobre todo en las ciudades, pero poco más.
Finalmente, hay que hablar de la velocidad,
otro regalo envenenado. El hombre
siempre ha querido ir más deprisa por eso domesticó al caballo e inventó el
barco, el carro, el tren, el coche y el avión..
Esta obsesión por la velocidad viene quizá de
asociarla a la idea de felicidad. En el
diálogo platónico, titulado Protágoras,
se cuenta que los dioses del Olimpo encargaron a Hermes, famoso por su
velocidad, traer a los humanos las virtudes con las que pudieran ser felices.
Pese a la buena voluntad de los dioses, lo cierto es que la velocidad es
engañosa pues cada acelerón traía nuevas desgracias. Es como si el nivel de la
catástrofe estuviera en relación directa con la velocidad del invento. Así
tenemos que con el tren llegó el descarrilamiento; con el barco, el naufragio;
con el avión, la catástrofe aérea. Y,
con el coche, el accidente. Curioso: inventamos la palabra más suave para la
catástrofe mayor.
Lo que es cierto es que la velocidad es buena,
pero tiene un límite y que traspasarlo es muy peligroso y hasta suicida. Efectivamente,
la velocidad mata:¿qué mata? :Mata, en primer lugar, la riqueza del viaje: el
trayecto. Ahora sólo interesa llegar, el resto es tiempo perdido. No hay
trayecto, sólo llegada. Siempre vamos con prisas. Matamos el espacio y el
tiempo. Cuando vas en Ave, el espacio cercano hace daño y el tiempo invertido
es tiempo perdido.
La prisa mata también la experiencia. Hay vivencias pero no
experiencias: de los viajes enseñamos fotos, instantáneas porque hay que ir
rapidito para poder llegar a otros
lugares. Da pena ver a los turistas en Nôtre Dame de Paris o visitando La Piéta del Vaticano: la gente no mira sino
que pasa haciendo fotos. La gente no se detiene para dejarse empapar por la
atmósfera porque hay que ir a tantos sitios que al final no se ve nada.
La velocidad mata psicológicamente,
nos enloquece. Nos pasa como al Charlot de Tiempos
Modernos. El trabajo te obliga a ajustar tus movimientos al ritmo de la
máquina de montaje. Lo que se consigue es trastornar al bueno de Charlot que sale de la fábrica
repitiendo sin parar el gesto mecánico al que ha estado sometido en la fábrica durante
toda la jornada
Y desde luego mata físicamente: está
estudiado que conduciendo a 120 se ganan muchas vidas respecto a ir a 130; y
que las muertes se reducirían substantivamente si el tope fuera a 100 kms/h. Pero
no hay político que se atreva porque no se lo toleraríamos. Adoramos la
velocidad y más si tenemos coches que pueden ir a 150 kms/h.
4 Vamos a ir acabando. Decía que un homenaje a Sergio y Diego, las
víctimas viales que hoy recordamos, es que Pedrajas asuma como tarea colectiva
la solidaridad con las víctimas de la carretera y, por tanto, la lucha contra
los accidentes de tráfico. Que la gente diga: los pedrajeros están preocupados
por estas víctimas; aquí hay sensibilidad por ellas, podemos contar con ellos.
Para ello es importante exigir mejoras en las
carreteras, mejorar la formación de los conductores, y en la seguridad de los
vehículos
Pero todo eso tiene un techo que seguramente
hemos alcanzado. A partir de ahora será difícil bajar la cifra de accidentados,
si sólo contamos con lo anteriormente expuesto.
Para ganar la batalla tenemos que
cambiar nuestra mentalidad en lo referente al urbanismo, al progreso, a los
coches y a la velocidad, la gran causante de los accidentes. Los coches no
deberían ser necesarios sino ayudas, instrumentos sometidos a nuestra voluntad.
Y deberíamos tener presente que la velocidad mata porque vivimos deprisa.
Reyes Mate
(conferencia pronunciada en Pedrajas de San Esteban, 31 de enero del 2014)