Allí
el maestro un día
Soñaba
un nuevo florecer de España
(Antonio
Machado)
Dice Dostoievski que con dinero se
pueden construir escuelas y universidades; incluso contratar a los mejores
profesores del extranjero. Lo que no puede hacer el dinero es improvisar un
maestro de escuela porque éste nace del mismo suelo que sus alumnos. Conoce su
vida, sus costumbres, comparte sus deseos y esperanzas, sabe de sus debilidades
y de sus fortalezas. Eso que no se enseña en ninguna universidad si no es en la
de la vida, eso no la da el dinero, sino el tiempo.
En castellano tenemos dos términos
para designar la enseñanza: educación e instrucción. La escuela tiene que
educar e instruir. Instruir significa prepararse para la vida, habilitarnos en
una profesión con la que poder ganarnos la vida. Es a lo que tienden las
distintas carreras que ofrecen las escuelas superiores o la enseñanza
profesional. La palabra educación, sin embargo, significa formar personas,
transmitir valores que nos permitan ser buenos ciudadanos y buenas personas.
Los dos objetivos son importantes pero la educación cada vez se inclina más por
la instrucción, relegando la misión educativa. Y no será porque no lo deseen la
mayoría de los profesores sino porque lo imponen los planes de estudio, tan
densos, que absorben todo el tiempo y energía. Lo justificamos diciendo que vivimos
en un mundo tan competitivo que interesa más preparar profesionales que formar personas.
Grave error porque no hay inversión
más rentable que la educación. La diferencia entre el mundo de los abuelos y el
nuestro tiene que ver con la universalización del derecho a la educación, que
es un derecho constitucional. Por circunstancias de la vida no nacemos todos
iguales. No es lo mismo nacer en Suiza que en Haití. El niño suizo tiene todo
lo fundamental asegurado; el haitiano, está condenado a la miseria. Lo mismo al
interior del mismo país. No es lo mismo nacer en un palacio que en su portería.
El hijo del portero tiene todas las papeletas para seguir siendo portero,
mientras que el hijo del amo seguirá mandando. Lo que durante siglos ha
mantenido esa división de una misma sociedad en clases sociales tan distintas era
la incultura de los pobres. Hubo un Primer Ministro español, Bravo Murillo, que
en el siglo XIX respondía de esta guisa a unos obreros que querían abrir un
centro nocturno para aprender a leer: "¿Qué autorice yo una escuela para
que asistan 60 hombres del pueblo? No en mis días. Aquí no necesitamos hombres
que piensen sino bueyes que trabajen"
Por eso no ha habido mayor
revolución que universalizar la escuela, hacerla obligatoria hasta la juventud
y luego dotar a los más decididos de becas para que puedan seguir estudiando. Quiero
poner un ejemplo. José María Maravall, Ministro de Educación en el primer
gobierno de Felipe González, tomó una decisión que ha cambiado la vida de
muchos españoles. Entendió que si había escuelas privadas que recibían ayudas
del Estado, estas se comportaran como los centros públicos. Por ejemplo, que a
la hora de elegir escuela o instituto, se acabara eso de que la dirección del
centro escogiera a los alumnos. Serían los alumnos o sus padres los que
eligieran el centro. Porque lo que hacían los colegios de élite era elegir a
los hijos de exalumnos y a los que tuvieran mejor nivel. Lo que pretendía ese
ministro con esa medida era que a los mejores colegios de las ciudades pudieran
ir no sólo los de siempre, los señoritos, sino también los hijos de los
trabajadores. Es más, éstos tenían preferencia porque esa famosa ley, la LODE,
primaba las rentas más bajas. Hoy muchos de esos alumnos de familias modestas
son médicos, ingenieros o profesionales competentes.
Para educar hacen falta maestros;
para instruir, bastan profesores. No es lo mismo enseñar el teorema de
Arquímedes que acompañar a cada alumno en el desarrollo de su personalidad.
Decimos en filosofía que un buen profesor te enseña lo que dijo Aristóteles o
Kant sobre Dios, el hombre o el mundo. Pero un maestro enseña a pensar. Enseñar
a pensar o acompañar al alumno en su formación personal es algo impagable. Un
buen profesor siempre será un maestro. El maestro es una figura venerable por
su vocación y dedicación. Hubo un médico pedagogo en el gheto de Varsovia,
llamado Korczak, que fue capaz en aquel infierno nazi de recoger a los niños en
una escuela ejemplar. Un buen día llegó la Gestapo para llevárselos al campo de
exterminio de Treblinka. El también se subió al tren para acompañarles. Los
nazis le conminaron para que se bajara pero no lo hizo. Les acompañó hasta el
final y murió con ellos. Sin necesidad de llegar a ese extremo, lo cierto es
que el maestro por vocación se compromete incondicionalmente con cada alumno.
La sociedad debería mimar a
profesores y maestros porque nadie la mejora tanto como ellos. A la gente de mi
generación nos han hablado de cómo eran los maestros republicanos. Eran el
motor del progreso material y espiritual de España. La
gente lo sabía y se lo reconocía (de ahí que la represión de los maestros fuera
tan dura cuando llegó la dictadura de Franco). Por eso entristece ver hoy lo
poco que se les considera. Indigna ver a esos padres que se enfrentan a los
profesores cuando sus hijos sacan malas notas creyendo ingenuamente que cuando
aprueban es mérito de los chicos y cuando suspenden, culpa del profesor. Para
que los profesores recuperen el prestigio social que merecen deberíamos empezar
por los padres. Estos deberían confiar enteramente en los maestros porque para
estos la escuela no es una profesión sino una vocación. Confiar en ellos y
colaborar con ellos porque si los padres siguen las pautas que marcan los
profesores de sus hijos crearán hábitos de estudio y comportamiento saludables.
Padres y profesores son los auténticos educadores de los hijos. Si no suman,
restan y quien pierde es siempre el hijo o alumno.
Reyes
Mate (revista La Flor de Olmedo, nº
10, 2018)