Hace unos años escribí este
Prólogo al excelente libro de Ana Cristina Benavides, La Soledad de Macondo
o la salvación por la memoria.
“La impresión de quien desea acercarse por primera
vez a Cien años de soledad, tomando como referencia su título, es que se
enfrenta a una obra que denuncia un dolor... este trabajo surgió del
reconocimiento de esta denuncia del sufrimiento”. Con estas palabras abre Ana Cristina Benavides una apasionante
investigación sobre el trasfondo de una de las novelas más señaladas del siglo
XX.
De Cien años
de soledad corren muchas versiones. El misterio que anima esa escritura da
pábulo a todos tipo de interpretaciones y hasta de leyendas. Durante un tiempo
era leída desde Europa en clave de violencia, abonada lógicamente por la
nacionalidad colombiana del autor. El contexto de la novela estaría formado por
la interminable sucesión de guerras civiles, golpes dictatoriales,
pronunciamientos, enemiga con el imperialismo estadounidense e cosí via.
Ana Benavides se alinea, con buen criterio, con quienes se toman en serio el
título y ponen la soledad en el epicentro de este magno relato.
“El libro que estoy
escribiendo”, confiesa el propio García
Márquez, “no es el de Macondo, sino el
de la soledad”. La soledad en cuestión es
el resultado de un desencuentro crónico de los habitantes de Macondo con el
tiempo y el espacio. Es como si, por un lado, fueran acontemporáneos de sí
mismos en el sentido de que el estar al día supone dejarse atrás lo más propio.
Ser moderno para los macondinos es olvidarse del mestizo, del negro o del
indígena que ellos son en un vano esfuerzo por imitar la modernidad que les
viene de afuera. El desencuentro espacial apunta a la imposibilidad de
encontrarse fraternalmente con el americano porque unas veces le subyuga, como
hace el americano del norte, y otras, le ignora, como hace el propio bogotano
que se avergüenza del caribeño. Esa soledad produce un sufrimiento cuya
denuncia está en el origen de este libro.
La soledad en
cuestión es la de América Latina y por eso Macondo es la cifra del Nuevo
Continente. La novela se carga así de un significado histórico que transciende
la pura literatura. Es la mirada estética sobre una dolorosa historia política.
Por eso es tan importante Europa en esta trama, porque sin ella no se entiende
esa historia política cuyos secretos más inconfesados va a poner ante nuestros
ojos el narrador de la obra. Si es verdad que el europeo que quiera entender
Europa tiene que verla desde América Latina, no es menos cierto que ese
punto de vista latinoamericano no es fácil de captar. La prueba es cómo Europa
ha leído este texto que García Márquez lo crea para dárselo a leer. Hay acontecimientos
que dan que pensar y textos escritos que se dan a leer, entendiendo ese don
como una novedad -un acontecimiento- que no tiene precedentes y que por eso
mismo se convierten en punto de partida.
Pues bien, los
europeos no hemos sabido leer ese mensaje en una botella lanzado a un mar
distante. La prueba está en el tópico del “realismo mágico” con que hemos etiquetado esta narrativa tan
desconcertante, señala agudamente Ana Cristina Benavides. Cita oportunamente a
Alejo Carpentier para recordarnos que para el latinoamericano lo que aquí
llamamos mágico forma parte natural de su mundo. No necesitan inventarse lo
real maravilloso porque forma parte de la realidad. Fui testigo en Cartagena de
Indias de un extraño episodio. Había llegado con amigos de Barranquilla a
visitar la bella ciudad caribeña. Queríamos dejar el automóvil en un
aparcamiento y nos dirigismos a uno que era un gran escampado, controlado por
un guarda somnoliento que al oirnos decir que no había una sombra, levantó la
cabeza, ladeó el sombrero y con un leve ademán musitó “ahí sí”. Ahí había un
palo con unas hojas mustias que no daban sombra ni para su enjuto cuerpo
erguido. Pero ahí lo dejamos y cuando al cabo de unas horas volvimos a
recogerle, ese palo había florecido, sus hojas se habían desplegado hasta
producir una benefactora sombra.
Cuando los
europeos calificamos lo fantástico o
sobrenatural de “mágico” lo que estamos queriendo decir es que una cosa es
la realidad y otra lo mágico, es decir damos por descontado la separación entre
magia y ciencia, real y mágico, que introduce el logos y confirma la
Ilustración. Lo que le estamos diciendo al narrador es que no nos creemos que
su cuento sea realidad. Realismo sólo hay uno y si le adjetivamos de “mágico” es porque ya
nada tiene de realidad. En La noche de los alcaravanes siete alcaravanes
sacan los ojos a tres hombres que a gritos piden ayuda sin que nadie se la de
porque no les creen. Piensan que lo que dicen son artimañas para llamar la
atención que no merecen atención alguna. Ahora bien, lo que hace el narrador de
Cien años de soledad es situarse en ese momento de complicidad entre lo
real e imaginario. Quiere rescatar ese momento, que nosotros diríamos
pre-moderno, como algo muy propio para explicar cómo lo que para el hombre moderno
son espectros o imaginaciones, son para él almas en pena que han pagado con su
vida o sufrimiento el precio de la modernidad. Pudiera ocurrir que alguien
interpretara ese libertad de trato con las vidas y muertes como una caída en el
“pensamiento mágico”, es decir, en una fase elemental felizmente
superada por el uso de la razón que invita cuando alguien está enfermo ir al
médico y no al brujo. Pero para Cien años de soledad ese rescate de un
lenguaje antiguo no es ninguna recaída en lo pre-humano sino una estrategia
para designar la materialidad del sufrimiento de las víctimas. Si el logos ha
sido capaz de hacer invisibles, convirtiéndoles en espectros, a quienes han
pagado el precio de la historia, García
Márquez las recupera en su materialidad para hacernos sentir el dolor que ha
causado ese proceso. Ana Cristina trae, en apoyo de su tesis, un texto de
García Márquez que no tiene desperdicio, tomado de “Los funerales de la Mamá Grande”. En este relato desmesurado el narrador se dirige
al mundo entero, no a los propios que conocen por experiencia los dolorosos
acontecimientos a los que se refiere, y dice:
“Esta es, incrédulos del
mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana absoluta del
reino de Macondo...es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y
empezar a contar los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan
tiempo de llegar los historiadores”. Los
historiadores van a acomodar lo ocurrido en algún casillero de la ontología
occidental y eso significa que los personajes de la narrativa adelgazarán,
perderán consistencia, hasta convertirse en fantasmas o fantasías puramente
inventadas. García Márquez lo que pide al lector occidental es una epojé,
esto es, que se pare un momento, suspenda el juicio, le oiga lo que le cuenta
como testigo y, aunque no le encaje del todo, se lo tome en serio.
La denuncia del
sufrimiento que supone el olvido es lo que llevó a la autora a investigar la
obra de García Márquez que converge en Cien años de soledad. “Nuestra tesis
de partida”, dice ella, “ es que Macondo se construye paulatinamente como
universo de la soledad desde su primer intento nunca publicado llamado La
casa hasta Cien años de soledad, donde confluyen todas las obras
precedentes; y que es esta obsesión del autor la que articula la materia
narrativa de forma diferentes en cada relato, que la última obra citada recoge
al ser la obra total de la soledad de los apestados por la modernidad”. Si la soledad es desencuentro, América
Latina lo lleva experimentando desde muy antiguo hasta el punto de que bien
pudiéramos decir que es un destino, de ahí la violencia que acompaña su
historia. Pero esa soledad de la que parten todos sus males sólo tendrá la
fatalidad de un destino si no se da con las causas de la soledad. Y este es el
gran desafío de la novela al que Ana Cristina quiere enfrentarse. El desafío es
colosal pues como bien sabemos Macondo padece un mal congénito: la peste del
olvido. ¿Cómo recordar cuándo no se es consciente de que hay olvido? La novela
del latinoamericano tiene aquí un gesto de tragedia griega. Como sucede al Edipo de la obra de Sófocles,
Edipo Rey, la estirpe de los
Buendía y los fundadores deben averiguar su origen para evitar las
catástrofes (la peste) que gravitan sobre Tebas o Macondo. Este regreso al
origen perdido, raptado u olvidado, es necesario para conjurar la fatalidad y hacerse con las
riendas de la historia.
Pero, de nuevo,
¿cómo luchar contra el olvido si uno no es consciente de que olvida?. Porque
hay rastros o huellas que no han podido ser borradas. En los personajes
principales está la intuición de que la salvación es por la memoria. Por eso
hacen un esfuerzo, antes de morir, por regresar a sus recuerdos. Lo que pasa es
que no alcanzan al origen, a la causa de la huída que explique la condición de
apestados. Pero Ana Cristina señala el hecho de que Cien años de soledad es
la respuesta a la peste del olvido en tanto en cuanto es un ejercicio de
memoria. Por ahí hay que empezar.
La memoria que
puede salvar a Macondo de la repetición de su destino es una labor hermenéutica
de su pasado. Se trata de valorar su ser originario que es, como ya ha sido
apuntado, lo mestizo, lo negro o lo indígena. La modernidad lo desprecia por
insignificante. Olvido equivale a insignificancia hermenéutica de un
determinado pasado. Este es el punto
fundamental. Los fundadores de Macondo huyen de sí mismos porque quieren
incorporarse a la historia y eso significa declarar insignificante lo que ellos
son. Cuando Europa los “descubre” no los llama por su nombre, sino que les impone el
nombre que a ella le conviene: Nuevo Mundo. Serán algo si siguen las trazas del
Viejo Continente y reniegan de lo que han sido. Europa es la historia y lo que
allí se encuentran, la pre-historia. El americano interioriza la interpretación
que hace el europeo de ellos mismos y eso es el origen de su desgracia, esa es
la peste del olvido o in-significancia que les acompaña como una sombra.
Renunciando a
lo que son, han querido ser lo que les decían quienes venían de fuera. ¿Las consecuencias?
“Los sujetos no logran
asumirse como tales, sus intentos los condena a muertes olvidadas y nunca
registradas; la ausencia de memoria los cosifica y animaliza; el resentimiento
y la nostalgia los hace presa fáciles de cualquier manifestación primaria; el
afecto y el amor no puede lograrse porque requieren el reconocimiento del otro
que los macondinos olvidan... Seres encerrados en sí mismos, que dan rienda
suelta a toda clase de sentimientos y pasiones ante la imposibilidad de manejar
su destino”, escribe Ana Cristiana.
No se sale de
la soledad buscando compañía, sino haciendo valer ante los demás lo que se ha
desechado. La memoria puede agostarse si, como en El coronel no tiene quien
le escriba, el otro no responde. El coronel puede gracias a la memoria
soportar dignamente su pobreza porque la sabe producto de una injusticia, mientras espera durante 56 años la carta
salvadora que nunca llega. García Márquez, nos viene a decir Ana Cristina,
espera más. Lo primero que hay que descubrir es cómo de romper las barreras del
olvido. Experiencia difícil, sí, pero
capaz por sí misma de constituir a quien la realiza en sujeto de la
historia. De ello nos habla este libro
en el último capítulo que desvela el motivo de la soledad de Macondo. El último
Aureliano es el encargado de descifrar los manuscritos y para ello se requiere
un conocimiento enciclopédico, que tiene y, además, la experiencia del
sufrimiento que también posee: es excluido de la familia por ser bastardo, se
le han negado sus orígenes, ha permanecido encerrado en un cuarto hasta la edad
adulta, asiste a la muerte de la mujer que amó y ve salir de su vientre un hijo
con la señal maldita (cola de cerdo) que luego devoran las hormigas. Cargado de
dolor puede descubrir quien es y por qué está sobre las ruinas. Sólo cuando la
estirpe mire de frente el sufrimiento que produce su condición originaria,
haciendo suyo el pasado olvidado, podrá hacerse con su presente y con el
futuro. Descubre que huye de sí mismo porque se ve a sí mismo como un apestado,
igual que le ve el europeo.
Pero también
necesita a Europa. “El contexto
enunciativo de Cien años de soledad es la relación de América Latina con
Europa y específicamente entre la modernidad representada por la Europa
ilustrada y la premodernidad de América Latina”, escribe atinadamente la autora. América Latina no puede curarse sola
de la peste del olvido porque si ésta consiste en declarar insignificante sus
propios orígenes para ser parte de occidente, Europa tendrá que revisar el
propio canon de la modernidad. Es como si el europeo estuviera diciendo al
latinoamericano: no se puede ser a la vez moderno y originariamente
latinoamericano. Ese talante condena a lo originariamente latinoamericano a la
prehistoria y no es seguro que lleve al europeo por el buen camino. Una lógica
como la de la modernidad que avanza al precio de desentenderse del pasado y de
lo que va quedando al margen del camino, no augura nada bueno para la propia
Europa, como ya se vió a lo largo del siglo veinte, el más violento de su historia.
Como Macondo quiere ser el relato de una nueva fundación, plantea el problema de cómo respetar la
memoria y construir el futuro o mejor de cómo sólo se puede construir un futuro
haciéndose con la memoria. Si Cien años de soledad se ha convertido en
la novela del siglo veinte es porque hace de Macondo no sólo la cifra de
latinoamérica sino también de nuestro tiempo.
Esa doble
mirada -y de la interpretación que de ella da Ana Cristina Benavides- hacia
Europa y hacia Latinoamérica, obliga a preguntarnos por el objetivo real de la
obra: ¿decir a Europa las causas del destino maldito de Macondo o hacer
consciente a los macondinos de la necesidad de recordar?. El siguiente episodio puede dar una pista.
Hacia el final de la obra repica un teléfono en lo que fue compañía bananera.
Lo coge Aureliano Buendía, único superviviente sobre esas ruinas. La mujer de
un gringo, dirigente de la empresa, quiere saber al otro lado de la línea
telefónica qué ha sido de su marido, pero Buendía sólo le habla de los tres mil
muertos por los que nadie pregunta. Es un momento definitivo. A un lado de la
línea está quien puede consagrar la interpretación de los hechos porque dispone
de los medios de comunicación. A la mujer sólo le interesa el destino del
americano. Del otro, el testigo que sabe lo que ocurrió y que le da la noticia
verdadera, a saber, que los muertos han sido tres mil. Por esos no pregunta la
que nos hablará de los hechos y, por tanto, es como si nunca hubieran
existido. La historia sabrá de ese
episodio por lo que cuente y calle la mujer del gringo. Sólo el lector que
escuche la voz de Buendía sabrá realmente lo que ocurrió. El lector se
convertirá en testigo de la verdadera historia.
Estamos ante un
estudio riguroso y creativo de una obra mayor del siglo XX. No sólo se adentra
en los entresijos de la escritura del novelista colombiano, sino que extrae de
ella penetrantes iluminaciones para el presente.
Reyes Mate (prólogo al libro de Ana Cristina Benavides, La Soledad de Macondo o la salvación por la memoria, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2014)