Primo Levi no esperaba de sus
oyentes compasión sino justicia. Y tanto él como los demás sobrevivientes de
los campos de exterminio en Polonia, liberados en enero de 1945 y que cada año
recordamos por estas fechas, ligaban la justicia a la frágil figura de la
memoria elevada por ellos mismos a la categoría de deber. El deber de memoria
como instrumento de un tiempo justo no sólo para las víctimas sino para la sociedad
por venir.
Es todo menos evidente que la
memoria tenga ese poder casi taumatúrgico. De hecho los Aliados, tan
interesados como las víctimas en evitar la repetición de la barbarie,
propusieron medios más efectivos: el plan Marshall, imponer a los alemanes una
constitución democrática, incidir en las escuelas o controlar la cultura. ¿Por
qué las víctimas, sin embargo, desconfían de todo eso y apuestan decididamente
por el deber de memoria? Porque vivieron lo impensable: lo que ni la escuela,
ni la cultura, ni los sociólogos, ni los economistas jamás soñaron. Y cuando el
horror impensable ocurre, hay que tenerlo siempre presente. Lo impensable se
convierte en el punto de partida de lo que hay que pensar. El deber de memoria
no consiste en acordarse de lo mal que lo pasaron los judíos, sino en entender que nuestra construcción racional y moral
del mundo tiene fundarse en el sufrimiento de las víctimas. Eso es una novedad
porque, aunque es inveterada nuestra capacidad de causar dolor, nunca hemos
dado importancia al sufrimiento de las víctimas porque eran literalmente
insignificantes. Ahora son como el apriori
del significado.
Que Auschwitz sea impensable debe
ser aclarado porque lo conocemos bien. Los historiadores nos han explicado
perfectamente cómo sucedió. Lo sabemos todo aunque, eso sí, no comprendemos
nada. Lo que no podemos comprender es la producción industrial del crimen,
destinado al exterminio de todo el pueblo judío, en la civilizada Europa del
siglo XX. Eso nos resulta desde luego moralmente injustificable, pero también
racionalmente inexplicable, aunque lo describamos con pelos y señales.
Forma parte del deber de memoria no
dejar de preguntarse cómo pudimos llegar a eso. Porque Auschwitz no fue cosa de
unos locos. Ocurrió porque, como dice George Steiner, el noventa por ciento de
los europeos estaba de acuerdo. Algunas cosas empiezan a estar claras y son
cosas que tienen que ver con el duelo que está viviendo Europa a raíz del
terrorismo yihadista de estos días. Aquello pudo ocurrir, en efecto, porque
Europa, la Europa culta e ilustrada, llegó a la conclusión de que sus grandes
valores eran ajenos al judaísmo. El judío podía tener un lugar al sol en una
sociedad laica, tal y como exigían los cánones ilustrados, a condición de que
se "asimilara", es decir, dejara de ser judío. Y por eso aro tuvieron
que pasar genios como Freud, Chaplin, Heiner o Mahler con bautismo incluido para que constara la renuncia a su
propia tradición. Pero todo fue inútil porque los ilustrados europeos pata negra no dejaron de considerarles diferentes,
inasimilables. El judío no era de los nuestros. Es lo que cuenta Kafka con
mortal ironía en el Informe para una
academia: el sabio (judío) no puede ocultar su pasado simiesco ni vestido
de smoking. Fue entonces creciendo la idea de que si no eran asimilables es
porque eran incompatibles. Y de ahí a declararles
prescindibles, superfluos, sólo había un paso...que Hitler dió y todos le
siguieron.
Las reacciones a los asesinatos de
París, pidiendo distinguir entre religión y política terrorista, están llenas
de sensatez. Ahora bien, el deber de memoria que nos llega de Auschwitz recuerda que también nosotros tenemos faena en
casa. Hoy como ayer seguimos pensando que lo mejor que pueden hacer estos
extraños que están entre nosotros es "asimilarse" e invisibilizar sus
señas de identidad: sus chilabas y velos, sus mezquitas y algarabías. Pensamos
que tienen un sitio en nuestra sociedad, porque es portadora de valores
universales, tales como la democracia, pero que en el fondo son incompatibles
con su cultura (no hay más que repasar nuestro imaginario colectivo sobre
"los moros"). De ahí la secreta esperanza de que la asimilación la
disuelva. Nada esperamos de ellos porque la verdad -piénsese en la formulación
de los derechos humanos- está de nuestra parte, llámese Occidente, Ilustración
o Modernidad.
Hoy nadie duda de la genial
aportación del judaísmo a la cultura universal en cualquiera de sus manifestaciones.
No lo veía así Europa entonces aunque su aportación era igualmente manifiesta.
¿Estará ocurriendo lo mismo hoy con los árabes y el islam? Cierto es que el
islam tiene aún que recorrer un camino hacia la autonomía de la política, como
lo tuvo que hacer antes de ayer el cristianismo y ayer mismo el catolicismo
español; tan cierto como lo que somos sería inexplicable sin la cultura árabe. Claro
que si pensamos que todos estos extraño, negros o moros, nada cuentan para el
tipo de ser humano queremos ser, que están de más, acabarán en manos de los que
dicen luchar por ellos. Sería repetir el error de entonces de otra manera.
Reyes
Mate (El País.com, 16 de enero 2015)