Llega la Navidad del 2014 con una
doble queja que viene de lejos. Desde el frente laicista se dice que sobran
símbolos religiosos en lugares públicos como ayuntamientos o escuelas, por no
hablar de los interminables villancicos que algunas iglesias cuelgan de sus
campanarios. Desde la sensibilidad religiosa, sin embargo, lo que se oye son lamentos
porque estas efemérides cristianas, llenas de contenidos trascendentales que
afectan al sentido de la vida de los hombres y de la historia de la humanidad,
se resuelve en un desatado consumismo que en nada recuerda sus orígenes
religiosos.
Tratándose de ritos tan arraigados
-ritos que han marcado las biografías personales y también la vida de los
pueblos- conviene no apresurarse en los juicios. Es mucho lo que se ha ido pero
es mucho también lo que queda. Se está produciendo un gran cambio que los
defensores tanto de la secularización total como de la fidelidad al sentido
religioso deberían tener en cuenta antes de dictar sentencia sobre si hay que
acelerar el proceso o detenerle.
Esta sociedad española, tan laicista
como consumista, sigue sin embargo anclada en tres pilares culturales que
remiten a su origen religioso. En primer lugar, el calendario vigente que
distingue entre días de trabajo y días festivos. Es una minucia contra la que,
sin embargo, nada pudo la revolución francesa que quiso imponer un calendario
civil en el que todos los días eran iguales. Aquellos revolucionarios podían
cortar cabezas de aristócratas, llevar monjas al patíbulo o aterrorizar a
ciudadanos invocando los más grandes valores morales, pero lo que no soportaron
fue que se les impusiera un calendario revolucionario con fiestas inventadas
por los propagandistas políticos. Pensaban que con el calendario no se juega y
no se le toca. Al distinguir entre días laborables y días festivos, la sociedad
recoge un principio bíblico según el cual el hombre no vive para trabajar sino
que trabaja para vivir. Es domingo da sentido a toda la semana. Es verdad que
ya no vivimos tiempos en los que las horas litúrgicas marquen el ritmo de la
jornada de trabajo como ocurrió en la Europa de San Benito. Cierto es
igualmente que cada vez más se trabaja en domingo. Pero sigue en pie la idea de
que hay días festivos y días de trabajo. Cuando la sociedad llegue a la sonada
conclusión de que el hombre debe vivir para trabajar, dejará el camino expedito
para que el domingo o el día festivo sea un días más de trabajo.
El segundo recuerdo de la cultura
cristiana presente en nuestro tiempo es el regalo. Sobre él se han lanzado y
con razón toda suerte de diatribas morales porque simboliza eminentemente los
vicios de la sociedad de consumo. El regalo ha perdido en buena parte su encanto
convirtiéndose en trueque de cosas que no transmiten nada personal sino la
propia cosa. Pero aún así sigue mantenido en buena medida su ángel. El regalo
sigue siendo un gesto gratuito, un don, un momento de generosidad, que
asociamos a estas fiestas, a los Magos de Oriente, y a todas esas otras figuras
contaminadas por la magia de estos singulares personajes. Claro que nos podemos
imaginar una forma de evolución del ser humano en la que el gesto del don
resulte perfectamente ridículo. Dar por dar sería un despilfarro inexplicable
por improductivo. Cuando la sociedad llegue a ese momento también podremos
hablar de haber por fin superado una cultura religiosa incompatible con una concepción
laica de la existencia, lo que no sería una ganancia.
El tercer momento de esa tradición
es la infancia que no son solo los niños sino la patria de la que nunca nos
hemos ido. Infancia significa sin-habla, ese momento preverbal que desaparece
cuando empezamos a hablar. El lenguaje, una vez conquistado, se convierte en
nuestra mejor arma, la que nos permite vivir y crecer. Pero no podemos olvidar
el silencio del que procedemos. Volver a la infancia es remitir la palabra al
silencio, desvestirnos de los plumajes con los que nos adornamos, huir del
ruido. El día que no sepamos reírnos de nosotros mismos y no seamos capaces de
dudar de las palabras que oímos o pronunciamos, ese día podemos también dar por
cancelada una tradición que considera la infancia como el lugar al que volver
periódicamente, cada navidad, porque las palabras antes de ser proferidas deben
ser escuchadas. En las navidades ponemos a los niños en el centro del
escenario, pero es una maniobra interesada.
Puede que la zambomba resuene menos
que antaño y que haya menos belenes y que la gente no se endomingue tanto, pero
lo que sigue siendo verdad es que no hemos renunciado aún al ser humano que hemos
querido ser. Esa humanidad está vinculada a los días de fiestas, es decir, al principio
de que se trabaja para vivir; al convencimiento de que el don enriquece al que
da; y, finalmente, a la necesidad de volver a la infancia, tres momentos de la
tradición cristiana que no deberían molestar a los laicistas ni tampoco a los
creyentes.
Reyes
Mate (El Periódico de Catalunya, 24 de diciembre 2014)