4/1/15

Una claridad subversiva

Presentación del libro de José María Castillo, La laicidad del Evangelio.

            1. Yo he venido por una botella, para devolver una botella de Porto que José María nos entregó en  Oporto, a Tere y a mi, hace tres años y yo no veía la ocasión de hacerla llegar a su dueño.  Habíamos participado en un congreso sobre religión y los organizadores nos obsequiaron con unas botellas de Porto. Como José María volvía por avión y viajaba con bolsa de mano, no podía traérsela, así que nos hicimos cargo de ella nosotros, que viajábamos en coche, con la promesa de que José María vendría a buscarla. Pero no vino, así que su llamada me brindaba la ocasión de devolverle lo que era suyo. Fue entonces cuando le conocí por primera vez.

            También sentí una gran alegría y gratitud por la invitación que hizo hace unas semanas para participar en esta presentación. Cuando le conocí en Oporto experimenté una de esas "afinidades electivas", una cercanía trabajada a lo largo del tiempo, que me llevó a aceptar la invitación sin dudarlo, aunque yo en ese momento estaba haciendo las maletas para ir a México de donde acabo de regresar.

            Sólo he podido leer a fondo su texto "La laicidad del Evangelio" y de eso quería hablar.

             Los libros a veces ocultan al autor (por eso no es conveniente conocer a los autores de libros que te han gustado: te decepcionan) y otras les des-cubren o des-velan.

            Creo que este es el caso. Ahí aparece un autor libre. Decir eso de un teólogo es una novedad porque estos deben tanto a los mediadores que acaban desapareciendo bajo el peso de tanta pleitesía. En una tradición tan longeva hay tantos intermediarios que uno acaba achicándose, convirtiéndose en comentarista. Y ya decía Walter Benjamin en un texto titulado precisamente Afinidades electivas que hay una diferencia entre el comentarista y el autor: el autor busca la verdad del tema, mientras que el comentarista se atiene a la exposición del mismo.

             Digo que sorprende encontrar un teólogo libre, cuando eso debería ser la norma. El teólogo cristiano viene de una tradición cuyo santo y seña es o debería ser "la verdad os hará libre". Pero algo ha pasado para que eso no sea la norma. Es significativo que  en el siglo XIX un gran escritor, Dostoievski, haya sentido la necesidad de representar el drama de la Iglesia como un enfrentamiento entre la libertad, que simboliza Jesús, y el dominio o poder o seguridad, encarnados por el hombre de Iglesia, el Inquisidor de Sevilla. Es un enfrentamiento de vida o muerte. O libertad o seguridad. Y como Jesús representa a sus ojos la libertad, "mañana te mandaré a la hoguera", le dice el Inquisidor a su prisionero, ese Jesús que no dice una sola palabra en toda esa secuencia.

            Después de una historia así, en la que la figura de un Inquisidor sirve para representar y simbolizar una parte de la Iglesia, la palabra cristiana de libertad, implícita en la sentencia evangélica "la verdad os hará libre", sólo puede tomar la forma de liberación, de un esfuerzo por liberarse de cadenas doradas con las que la religión ha encadenado a sus seguidores.

            Eso es lo que hace J. Mª. Castillo en este libro a través de una inteligente estrategia que consiste en volver a las fuentes, al origen, a los Evangelios. La suerte o la fuerza del cristiano es que está obligado a volver a la fuente, al origen, a los evangelios. Los mediadores, aunque se calen tres coronas sobre la cabeza, están de paso. Vuelta a las fuentes porque los evangelios no son el inicio de una cadena temporal que llega a nosotros, sino que ese origen es la fuente de la que brota cada tiempo presente: actualizarse es volver a la fuente. Congar hablaba de "ressourcement".

            Esta vuelta al origen  no supone ningún anacronismo (vuelta a un pasado  alejado de nuestro presente) porque lo que caracteriza a los cristianos es el seguimiento de Jesús y el crédito que le dan a lo que dijo e hizo. El seguimiento es la activación del origen.

            José María Castillo  descubre o desempolva una tradición, la cristiana, que poco tiene que ver con lo que se hecho de  ella. Y lo hace a través de tesis o enunciados poderosos, inteligibles, demoledores para unos y fundantes para otros: que Jesús no es el fundador de una religión sino el anunciador de una promesa o esperanza; que Jesús opera un desplazamiento de lo ritual a lo vital, de lo clerical a lo laico y secular o ético; que el camino de la  bondad sin límites supone "la autoestigmatización", esto es,  deponer todo poder, renunciar a toda seguridad, asumir el abandono. Dice el autor: "únicamente el que está dispuesto a quedarse sin religión y sin los incondicionales de la religión es el que puede empezar a creer de verdad en Jesús".

            El creyente del siglo XXI tiene pues la tarea de liberarse, por un lado, de la religión ritualista en la que ha sido educado, y de volcarse, por otro, en el bienestar de la ciudad. Por eso el libro acaba así: "lo que importa no es el bien religioso, sino el bien ciudadano" que se expresa en los derechos humanos y en los valores cívicos

            2. Para la andadura de este arriesgado camino, J. Mª. Castillo se hace acompañar por, además de la referencia fundamental a los evangelios, algunos notables testigos. Dietrich Bonhöffer, por ejemplo, que no sólo habla de un fe sin religión, sino de un cristianismo sin Dios "porque el Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona". También se hace eco del impactante escrito de Zvi Kolitz, Yósel Rákover habla a Dios. Recordemos el contexto del escrito: el gheto de Varsovia en el momento de la rebelión contra el ocupante alemán. El levantamiento ha fracasado. Toda su familia, su mujer, sus hijos, han muerto y la casa está en llamas. Le quedan pocos minutos de vida, los suficientes, piensa él, para ajustar sus cuentas con Dios. Le echa en cara su empeño "en que te aborrezcamos, pero no lo has conseguido". No se ha portado bien con su pueblo, el pueblo elegido. Pero no va a conseguir que renuncien a él, ni a sus promesas, pero, eso sí, "a partir de ahora creeré en la Thora más que en ti".

            Levinas se ha parado en esa frase y le ha dedicado un profundo comentario (recogido en su libro Difficile Liberté, 218-223). Lo que nos dice es que en Auschwitz muere un Dios (el Dios de la religión) y nace otro, el de un creyente adulto. Unos dicen que ese nuevo Dios es el Dios débil que acompaña a su pueblo en el sufrimiento. Pero quizás sea más exacto entenderlo  tal y como lo planteaba Etty Hillesum: en Auschwitz nace la responsabilidad absoluta del hombre por el hombre que hasta el presente habíamos endosado a Dios (es decir, se nos revela la responsabilidad ética de la que habla Castillo).

            Me imagino que José María tendría inconveniente en sumar  a esa lista privilegiada de testigos la figura de Francisco quien con sus gestos, palabras y hechos están produciendo o intentando un desplazamiento epocal que no habría que ubicar en el capítulo de "reformas de la Iglesia", sino de un auténtico cambio de rumbo.

            Lo dicho da idea del poderío de este libro. Libro viene de libre y este libro hace honor a su etimología. Es, desde luego, un libro engañoso en su simplicidad porque es un libro profundo, pensado, vivido. No es un libro de divulgación sino el resultado de una investigación que ha durado toda una vida. Un libro también necesario para este tiempo en el que todas las convenciones se están disolviendo (las eclesiásticas, pero también las políticas y filosóficas) y la gente se pregunta ¿adónde ir?. Dar con alguien "que tiene palabra de vida eterna" (Jn. 6, 60-90)... tiene una enorme importancia.  Decía Carl Schmitt que no hay una sola categoría política que no provenga de la teología. Hasta la política secularizada es una secularización del cristianismo. Si no podemos pensar la política occidental -tampoco la laicidad- al margen del cristianismo, bien podemos pensar que un cambio de estilo de gobierno en el Vaticano, podrá incidir fuertemente en las formas políticas de gobernar de los políticos.

            3.Todo lo que aquí se trata son palabras mayores. Por eso aprovecho la presencia del autor para hacerle algunas preguntas cuyas respuestas están implícitas, creo yo, en su discurso, pero quizá estén un tanto disimuladas.

            Está claro lo que quieres decir y dices cuando hablas de la "reducción de lo ritual o clerical o religioso a lo laico, secular, ético". O, como diría Marx, una "reducción del cielo a la tierra". Ese desplazamiento queda perfectamente justificado en tus análisis de los textos evangélicos.

            Mi pregunta es: ¿no tienes demasiada confianza en el hombre que somos, en el mundo en que vivimos, en sus valores o morales?. Resuena mucho en tu texto la confianza en la laicidad. Pero ese es un término muy acotado que significa no sólo el valor del mundo, sino que el mundo se basta por sí mismo; que la razón autónoma se basta y se sobra para lograr lo humano, al margen de la religión, entiéndase, del cristianismo. Ahora bien, si uno observa el mundo que ha generado esa razón ilustrada, la cosa no es para echar las campanas al vuelo: el siglo XX es el de mayor violencia en la historia, según H. Arendt; la I Guerra Mundial, según Rosenzweig, "consuma (realiza) y consume (agota) las posibilidades de la Ilustración"..., por eso desde la propia filosofía se habla críticamente de la Ilustración, se habla de la necesidad de una Dialéctica de la Ilustración, que curiosamente pasa por revisar la relación entre razón y mesianismo (en el caso de Benjamin), entre razón y potencial semántico de la tradición del Libro (según Habermas).

            Si me lo permites, hay una cierta resonancia feuerbachiana en tu escritura que me llama la atención porque estoy revisando la edición de Marx sobre escritos de la religión y lo que veo es que lo que puede salvar a Marx del fracaso del comunismo es una cierta línea profética que tiene mucho que ver con su tradición judía.

            Entiéndaseme bien: yo hablo tan sólo de "ecos o resonancias  feuerbachianas", pero sólo eso, ecos, porque hay algunos momentos, escasos pero suficientes, en los que dices lo importante que es para la humanidad del hombre la figura de Jesús. Dices en un momento:  "para hacer posible la religión de la vida, la religión del absoluto respecto a lo humano y la bondad con todo ser humano, Jesús vio que él era el primero que necesitaba la más profunda experiencia de Dios y la fuerza y la espiritualidad que nos puede aportar la oración" (p. 55).

            La respuesta está ahí pero me pregunto si no tendrías que explicitar más la importancia de la tradición histórica que bebe de los evangelios para no caer en uno de estos dos peligros: a) ponerte del lado de un ser humano empobrecido. Hay filósofos, como los postmodernos alemanes (Sloterdijk) que piensan que habría que depurar la cultura moral de todo resto judeocristiano por demasiado exigente. Habría que acabar con los derechos humanos, último destello del cristianismo en nuestra cultura. El hombre no da para tanto. Poco hemos conseguido con la educación moral así que ¿por qué no encargar a la genética lo que la ética no ha conseguido? O, b) ponerte del lado de los cristianos progres que son como la marca blanca de una humanidad moderna, laica y secular, pero vacía. Cristianos mucho más preocupados de meterse con Rouco que de plantearse qué elementos críticos puede el cristianismo aportar no al mundo de Rouco sino al mundo que les jalea.

            Lo que echo de menos es un capítulo en el que desarrolles la idea de que el cristianismo contribuye a entender lo humano y a salvarlo. Te pongo un ejemplo. En mis andanzas con el temas del terrorismo, o del posterrorismo, en el País Vasco, me he visto confrontado al tema de la superación de la violencia. La cultura laica, de la que tu hablas, sólo tiene un registro: el derecho penal. Todo pasa y todo se reduce al castigo, al cumplimiento de la pena. Pero el terror ha producido daños que no se curan con el derecho penal. Son daños que pertenecen al capítulo de la culpa y que necesitan, para su curación, hablar del perdón, del arrepentimiento, de la reconciliación..., términos con pedigrí cristiano, pero que admiten una traducción laica, que pueden ser desarrollados como virtudes cívicas.

            4. Acabó por donde empecé: un gran libro que engaña con su apariencia modesta. Tiene la claridad no de un libro de divulgación sino de un libro sapiencial. Que alguien como J. Mª. Castillo escriba un libro así es algo impagable pues nos entrega el resultado de una vida esforzada  en un lenguaje accesible a todos. Ortega ya  decía que la claridad es la cortesía del pensador. La claridad de José María es cortés pero además subversiva porque los teólogos han camuflado con frecuencia los intereses inconfesables o las ignorancias manifiestas en jergas infumables, amparándose en  aquello de que "Dios es un misterio" y como de Dios nadie sabe una papa, se puede decir cualquier cosa. José María Castillo ha preferido tomarse en serio al rabí de Nazareth cuando decía  "la verdad (su verdad, tan claramente expresada)  os hará libres". Ese es un libro que libera.

Reyes Mate (Presentación del libro de José María Castillo, La laicidad del Evangelio, Desclée de Brouwer, Bilbao, 2014, en el Colegio Mayor Chaminade el 27 de noviembre del 2014)