16/1/15

El inútil empeño de los enterradores de la memoria

Presentación del libro de Francisco Ferrándiz, El pasado bajo tierra. Exhumaciones contemporáneas de la Guerra Civil

            1. Oí decir a la Directora de la Unesco en México, antropóloga ella, en el Día Mundial de la Filosofía, en el que tuve el honor de participar: "me gustaría que la antropología cultural encontrara su relación con la filosofía y dejara de ser el cuento de las procesiones". Pensé en este libro donde se encuentran mucha de esas preocupaciones comunes y se fecundan.

            El autor habla como antropólogo social y reivindica esa mirada. Y aunque en ningún sitio lo defina, uno acaba entendiéndola por lo que va contando. Este libro es un gran homenaje a esa disciplina.

            La antropología social tiene algo de arqueología pero es algo más y algo distinto ya que exhuma cadáveres, sí, pero no se fija en los restos por sí mismos, sino en la consecuencias de su aparición en el tiempo actual. En la que provoca o despierta. Es historia pero también memoria pues es sensible a las "memorias reprimidas" que se desatan en el momento de la exhumación. La antropología social, tal y como la presenta Francisco Ferrándiz, establece una relación entre pasado y presente en el sentido de que las exhumaciones, al tiempo que aportan información precisa sobre el pasado (la colocación de los cuerpos, los cráneos agujereados, el reloj que certifica quien era su poseedor etc.), cuestiona el presente con una fuerza "que no tienen ni los testimonios ni la historiografía". Esa fuerza proviene no de la retórica, de la palabra, sino de la elocuencia de los hechos; de la significación que tienen los hechos, independientemente de la interpretación de la palabra de la víctima.

            Expliquemos bien esto de la elocuencia de los hechos. Las inhumaciones o "subtierros" en el momento del crimen tenían una significación muy pensada por parte del autor: aparte de anular física y políticamente al adversario, lo que pretendía era desestructurar las familias, extender el miedo y la sospecha, interrumpir los duelos y oscurecer las evidencias de la represión violenta para así construir regímenes de terror que pudieran sobrevivir durante décadas.

            Decía Benjamin que tras un crimen hay dos muertes: la física y la hermenéutica. El subtierro es la muerte hermenéutica.

            Pues bien, hoy, tras 70 años de aquello, la exhumación de esos cuerpos enterrados, cambian de significación: ya no producen miedo entre las familias sino espanto por la enormidad del crimen; ya no son instrumentos o testigos del terror sino pruebas de la barbarie. Es como si esos restos cadavéricos cobraran vida y dijeran lo que entonces no pudieron decir

            Estamos hablando de la elocuencia de los hechos. Bueno, pues captamos la significación de los hechos cuando  entendemos el daño que causaron y aquí fueron graves y perdurables. Así cuando supervivientes dicen "entonces estaba yo como una princesa y desde entonces tuve que estar como una pordiosera, nada más que eso"; o "a nosotros nos cortaron las alas, como a esos pajarillos que están en el nido, nunca hemos podido volar"; o "la creencia se perdió aquel día"... cuando dicen eso entendemos que el crimen fue eficaz, que el daño ha sobrevivido a lo largo del tiempo, que es actual, que nos concierne pues lo ocurrido no es algo privado sino público, ¿por qué? porque nuestro tiempo, nuestro bienestar está construido sobre ese pasado.

            Captamos en ese momento que la memoria no es un asunto privado sino público.

            Nos acercamos así al espinoso asunto de la memoria, un asunto que en España en vez de unir a los que miran al pasado, desune, enfrenta: al pasado mira la historia, la memoria filosófica, la literatura, el psicoanálisis, la religión...también la antropología. El pasado es un rico caladero de sentido en el que todo el mundo faena. Ahora bien, la mirada de la antropología, a diferencia de la arqueología o de la historia o del psicoanálisis, es una mirada moral. Al exhumar un cadáver da vida a la injusticia cometida, representada en el dolor que suscita. Y nos plantea la incómoda pregunta de cómo hemos podido vivir sobre ese suelo y cómo podemos hacer justicia. Esa es su dimensión moral consistente en actualizar la injusticia pasada y mostrar la capacidad de interpelar a las generaciones posteriores.

             Hay que reconocer que la invisibilización de las víctimas -el subtierro- ha sido una práctica inveterada, pero que  estamos asistiendo a su visilibilización. Ha habido lugares más sensibles que otros a su significación, consiguiendo introducir en el Derecho Penal Internacional la figura de la "desaparición forzada", que es un crimen de lesa humanidad, que es un delito permanente, que no prescribe.

            Esta explica la iniciativa del juez Garzón al procesar los crímenes del franquismo. Tenía tras de sí la doctrina y la  jurisprudencia del TPI, es decir, tenía consigo la razón jurídica, pero también tenía enfrente a la justicia y a la política española. Y con ellas a  un ramillete de sonoros intelectuales capitaneados por Javier Pradera, seguido de cerca por Santos Juliá.  Ferrándiz recoge algunas perlas. Recuerda que Javier Pradera ataca a ese juez "embarcado en un viaje alucinógeno al corazón de las tinieblas de la Guerra Civil". No le gusta la argentinización del caso español, llamando desapariciones forzadas a lo que aquí siempre han sido  fusilados o paseados, porque eso claro las coloca bajo el foco "del derecho internacional de los derechos humanos". Santos Juliá viene en ayuda de su amigo Pradera para tratar de "dislate procesal al intentar usar las desapariciones forzadas al caso español".

            Santos con Pradera prefieren el más castizo de paseados o fusilados. Ferrándiz responde con dos argumentos: a) que no se trata de una mera "argentinización" del vocablo porque ya en 1939 se habla de "muertos y desaparecidos"; b) que la distinción que hace Pradera entre desaparecidos (lo propio de ellos sería que los perpetradores tenían conciencia de la gravedad del crimen, por eso lo ocultaban) y "paseados"  (eran víctimas de unos fanáticos, llenos de odio, y fruto de una "salvaje represión de dimensiones cuasi pública"), no se sostiene. El paseo era el momento de la "limpieza étnica", la extirpación de raíz de la racionalidad republicana... ¿cómo adscribirla menor crueldad o gravedad que a los desaparecidos argentinos?

            La dictadura argentina fue maestra en el arte de hacer desaparecer a los presentes y la dictadura franquista excedió en la estrategia fría, calculada, de extirpar de raíz el futuro, la posibilidad de la democracia.

            La distinción entre desaparecidos y paseados no va muy lejos pues la distinción puede afectar al modo del crimen pero no a su significación penal y moral.

            Por lo que cuenta Ferrándiz, la memoria no sólo divide a los anamnéticos de los amnésicos, sino que entre los primeros hay sus diferencias. El autor recoge la diferencia entre las ARMH (que se adhiere a un discurso sobre la promoción de los derechos humanos y considera a los familiares de las víctimas como los agentes decisivos en la gestión del duelo") y el Foro por la Memoria que se autodefine como "Frente Popular de la memoria", más politizado, considera que el franquismo está vivo y está impune. Propone la defensa de los valores republicanos por los que mataron a las víctimas republicanas y por los que murieron las víctimas. Esperemos que esa diferencia sume y no reste.

            2. Sobre la actualidad del libro.

            Lo que se desprende del recorrido de Fco Ferrándiz por el pasado/presente de la realidad española es que las exhumaciones desatan las lenguas, es decir, dan vida a una memoria que aporta muchos conocimientos; también plantean o piden justicia en la medida en que ponen delante una injusticia que sigue pendiente. Finalmente son sanadoras porque permiten el duelo.

            Resumiendo: las exhumaciones tienen, desde luego, una dimensión privada (el duelo),  pero también pública, en el doble sentido de dimensión epistémica (desatan las lenguas) y moral (piden justicia).

             Llegados aquí nos podemos preguntar si este recorrido es meramente historicista, anacrónico, o tiene actualidad. Veamos. Desde la truncada Ley de la Ley de la Memoria Histórica y, sobre todo, después del rocambolesco procesamiento al Juez Garzón, acusado de prevaricación, por querer juzgar los crímenes franquistas (digo rocambolesco porque finalmente fue absuelto del delito de prevaricación pero porque acababa de ser expulsado de la carrera judicial por haber osado enjuiciar a la "trama Gürtel"). No se puede decir que corran buenos tiempos para la memoria histórica. En este sentido el libro de Ferrándiz es intempestivo, va contracorriente.

            La actualidad se la dan otros: nada habla, en efecto, tanto de la importancia de la memoria histórica como el empeño oficial u oficioso en ensalzar el olvido o anatematizar la memoria. Esto ocurre periódicamente en España: cuando se publican los papeles póstumos de Javier Pradera; cuando hacen un homenaje a algún historiador o historiadora de campanillas; cuando la élite del pensamiento políticamente correcto toma la pluma o la palabra, recientemente con la novela de Javier Cercas, El Impostor, publicitada con toda la trompetería de la que es capaz la industria (cultural) del libro.

            Analicemos la obra de Cercas. El Impostor habla de Enric Marco, el falso superviviente de un campo de concepción nazi. Marco, el impostor en superlativo porque toda su vida fue una farsa. Marco es presentado, en las entrevistas que ha concedido el autor, como prototipo de la condición humana: todos inventamos una existencia, como hizo Alonso Quijano, como él mismo se inventó la existencia de escritor para conquistar a su novia. Ahí Cercas parece tomar el camino del existencialismo sartriano que habla de la existencia como impostura. En la novela es más comedido. Marco es arquetipo de la condición del homo hispanicus de la transición que se convierte masivamente en impostor, inventándose una falsa historia de antifranquista. Dice Cercas: "Cuando llega la Transición muchísima gente se construyó identidades nuevas. Marco no fue tanto la excepción como la regla" 

           Ahí quiere dar. Lo que sorprende es que golpee la hipocresía de la sociedad española con el arma de la memoria, como si Marco, todos los Marcos, fueran productos de la memoria. Dice Cercas: "Durante los años en que Marco estuvo al frente de la Amical de Mauthausen, convertido en un campeón o una rockstar de la memoria histórica, España vivía la apoteosis de la llamada memoria histórica...una expresión equívoca, confusísima". Al socaire, pues, de "La tiranía de la memoria" medró la impostura.

            Sorprende esa relación entre presión social de la memoria y necesidad de inventarse una biografía.

            En la Alemania post-nazi o en la Polonia post-comunista sí que se dio esa necesidad de fabricarse una biografía por la sencilla razón que los nuevos tiempos eran la negación de lo anterior. Pero se hacía huyendo de la memoria, falsificando el pasado.

            Pero ¿en España?. La llegada de la democracia vino en buena parte de la mano del franquismo: Juan Carlos, Suárez, Martin Villa, Fraga...eran franquistas, sin olvidar que las dos primeras elecciones las ganó la UCD que no venía del antifranquismo. Claro que hubo biografías truncadas pero no era una necesidad social, como en Polonia o en Alemania.

            Pero incluso en el que caso de que lo hubiera habido, el cambio se producía no por mor de la memoria, sino del olvido. ¿Se puede hablar en la España de los noventa (década arriba o abajo) de "tiranía" o "apoteosis de le memoria"? ¡Pero si aquí lo que ha dominado es el olvido!. El autor tendría que preguntar a las víctimas de ETA lo que entonces importaba en España la memoria de las víctimas. O a Garzón para saber cómo nos las gastamos con los que quieren recordar las víctimas del franquismo.

            ¿Cómo explicarse esta relación entre memoria e hipocresía social? Como no hay respuesta habría que preguntarse entonces por qué esta embestida del autor contra la memoria, ya que Marco parece un muñeco en sus manos. En algún momento de la novela Cercas se pone el traje de ensayista y reflexiona sobre la memoria y la historia, poniéndose claramente del lado de los historiadores españoles que se han sentido amenazados en su prestigio por el discurso de la memoria. Santos Juliá llegó a escribir un "elogio (que suena a elegía) de la historia en tiempo de la memoria". "En tiempos de la memoria"? Pero si lo tienen todo plazas, becas, proyectos. Si son la joya de la corona.  El historiador israelí Emil Funkenstein escribe lo siguiente: "tan verdad como que la historiografía devino, a lo largo del siglo XIX, un asunto de especialistas y consecuentemente escasamente accesible a la opinión pública lectora, tan verdad como eso es que el poder reservó al historiador un lugar privilegiado, como si se tratara de un gran sacerdote de la cultura que tenía que velar por la legitimación del Estado" (Judische Geschichte und ihre Deutung, 30). Estos historiadores son unos llorones.

            Cercas se ha equivocado de tema. Le ha despistado Marco porque al ser este un estafador de Auschwitz, tendría que haber reconocido a tiempo que los problemas que ahí se plantean son otros. Un estafador de la memoria relacionada con Auschwitz tiene un significado que hay que respetar. De Auschwitz no se puede hablar de cualquier manera.

            Esto es al menos lo que se puso en evidencia cuando hace veinte años, el mundo se conmovió con otro caso de fingimiento. Porque Marco no es desde luego el primer estafador. hubo otro, Wilkomirski, el autor de Fragmentos donde se inventaba una falsa infancia en un campo de concentración. Aquella historia conmovió hasta el punto de que su autor fue homenajeado por medio mundo. Cuando se supo la verdad, el debate fue inevitable. ¿Cómo se orientó el debate?, ¿de qué se habló?

             A nadie se le ocurrió desde luego desacreditar la figura del testigo porque hubiera un estafador. Al contrario. El personal se puso en pie de guerra para defender la calidad del testimonio de los testigos.

             Lo que ahí pesaba en ese debate era la relación del testimonio con la verdad de Auschwitz. Si aquello fue impensable, lo único que nos permitía entenderlo era el testimonio, la memoria de los testigos.

            Al decir que era "impensable" se quería decir que aunque se conocieran todos los hechos, no se podía comprender nada. Ha llegado hasta nosotros el diario de un Sonderkomando, muerto en Auschwitz, que se jugaba la vida escribiendo su diario porque, decía, "en el futuro podrán conocer cómo moríamos pero no cómo vivíamos". La experiencia de un ser humano inmerso en un horror de tal magnitud era algo inédito, no había precedentes, por eso se habla de la "singularidad" de Auschwitz. Sólo alguien desde dentro podía hacernos saber las reacciones de la víctimas y de los perpetradores, la resistencia o la destrucción de lo humano en esas circunstancias, la densidad o fatuidad de los valores morales dominantes al exterior y en su vida anterior...

            Bueno, pues el resultado de esa experiencia es el imperativo de la memoria, el deber de memoria, que no consiste en acordarse sólo de lo mal que lo pasaron los judíos en las cámaras de gas, sino de aceptar que si queremos construir un mundo decente no hay que partir de las buenas ideas sino de los malos hechos, del sufrimiento que somos capaces de general, aunque eso resulte inexplicable, incomprensible.

            Si Auschwitz lleva al deber de memoria, a la idea de que la memoria es el punto de partida de una construcción racional y moral de la existencia, una estafa como la de Wilkormirski suponía un atentado al pensar y vivir después de Auschwitz y eso no se podía tolerar. El debate consiguiente se centró en la verdad de lo ocurrido y cómo contarlo. Estaba claro que había zonas de la realidad ocurrida que escapaban a la historia y sólo nos eran accesibles desde le memoria de los testigos.

            Cercas debería haberse buscado mejores aliados para su recorrido. Mejor que los historiadores y publicistas que cita, le hubiera venido mejor Gabriel García Márquez quien, en Cien años de soledad, indaga el destino de unos habitantes -los de Macondo que son el realidad los del Nuevo Mundo- aquejados de la peste del olvido porque los recién llegados pretenden ni más ni menos que renuncien, que olviden su pasado prehistórico indígena, si quieren entrar en la historia que traen los conquistadores. Este narrador, dispuesto a salvar Macondo de sus males por la memoria, dice en una obra anterior, Los Funerales de la Mamá Grande, "...es hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar los pormenores de esa conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores".

            En uno de esos taburetes podría estar sentido Francisco Ferrándiz, el autor de El pasado bajo tierra. Exhumaciones contemporáneas de la Guerra Civil.

Reyes Mate (Presentación del libro de Francisco Ferrándiz, 2014, El pasado bajo tierra. Exhumaciones contemporáneas de la Guerra Civil, Anthropos, Barcelona,  2014, el 2 de diciembre  2014)