La serie televisiva Isabel muestra bien por qué fue tan
importante la creación de un estado. Hasta ese momentos los reinos eran la suma
de señores feudales que eran los que tenían ejército, dinero y poder real.
Había que acabar con los Padilla, Carrillo o Mendoza que hacían y deshacían en
provecho propio. Para conseguirlo, el soberano tenía que tener el monopolio de
la violencia. Con ello se conseguía la unidad territorial y una mayor capacidad
de defensa frente a los pueblos limítrofes con los que habitualmente se estaba
en guerra. Lo tuvieron claro Isabel y Fernando, por eso España fue el primer
estado moderno.
Estas prestaciones prácticas del
estado no explican, sin embargo, el prestigio del que dispondrá en el futuro y
que todavía hoy sigue fascinando a los nacionalistas. La figura del estado se
ha adornado con una literatura incomparable que funciona como un canto de sirenas que seduce
hasta a los anarquistas. El primer verso lo encontramos en Hobbes que comparó
al Estado con el Leviatán, ese monstruo marino del que se dice en el libro de
Job que "no hay poder en la tierra que se le compare". El estado
representa al soberano que tiene el poder de defender a los suyos y llevarles a
buen puerto, contando para ello con instituciones políticas, económicas y
militares que se le sometan. Es la versión política de Dios. El otro cantor del
estado es Hegel que se no fija en su poder, como Hobbes, sino en su bondad. El estado,
dice Hegel, es la "totalidad ética", es decir, es el modelo político
ideal porque consigue aunar los intereses de la comunidad con los de los
individuos. El soberano, al velar por el bien común, está creando las
condiciones para que los individuos desarrollen sus talentos individuales.
Vistas las cosas así nada extraña
que el hombre ilustrado predicara sin asomo de dudas que lo propio de cada
pueblo era aspirar a tener un estado propio. Y si había pueblos que no lo
conseguían era porque otros estados más fuertes se lo impedían. Pero no había
que cejar, hasta conseguirlo.
Este tipo de discursos subyace al
nacionalismo catalán y a cuantos lo apoyan. Lo que pasa es que es un discurso
incompleto. Olvida dos detalles que son definitivos a la hora de decidir qué
hacer hoy con las aspiraciones nacionalistas. El primero se refiere a lo que el
estado, sobre todo el estado-nación, tiene que sacrificar: la diferencia, la
pluralidad interna. Los Reyes Católicos lo entendieron bien, por eso expulsaron
a los judíos y luego, sus sucesores, a los moriscos. También el nacionalismo
catalán se ha ido forjando excluyendo a los diferentes, a los charnegos de
cualquier suerte. El nacionalismo agrupa a ciudadanos que tienen la misma
sangre y nacen en el mismo territorio. El otro detalle, no menor, se refiere a
la consideración de lo que ya ha dado de sí el nacionalismo. En el siglo XX, el
nacionalsocialismo llevó la negación de la diferencia al extremo de exterminar
a los diferentes. Por supuesto que no todos los nacionalismos llegan a ese
extremo. No se trata de relacionar el nacionalismo catalán con el
nacionalsocialismo. Eso sería absurdo. Se trata de otra cosa: que nosotros hoy,
los nacidos después de esa barbarie, tenemos que plantearnos la querencia
soberanista de los pueblos de otro modo distinto a los nacionalismos, a saber, garantizando
la diferencia y no levantando fronteras. Vivimos en un mundo global, conformado
por migraciones que van y vienen. El problema político es la convivencia entre
diferentes, no la secesión del diferente. La experiencia destructora del siglo
pasado explica que los nuestros son ya tiempos postnacionalistas. Lo que era
evidente al ilustrado del siglo XVIII no lo es ya para nosotros, los nacidos
después de la barbarie nacionalsocialista.
Cuando se discute sobre si una
Cataluña independiente estaría o no en la Unión Europea, se olvida que el
proyecto de una Europa unida nace como consecuencia del fracaso de los
nacionalismos. O una de dos: o se opta por levantar muros o por derribarlos. El
Consejo de Europa (1949) y Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951),
embriones de la Unión Europea, nacieron, como dice Jorge Semprún, en los campos
nazis de exterminio. Había que dejar atrás los viejos nacionalismos y dar forma
a una Europa unida. Mientras Europa ha sido consciente de ese pasado, la unión
ha progresado; ahora que esa memoria está dormida, vuelven los nacionalismos y
con ellos la dificultad de encontrar una salida solidaria a la crisis
económica. Imitar a Isabel en la era de la Unión Europea es un contrasentido.
Los nacionalistas catalanes piensan
que, independizados, les irá mejor. Al fin y al cabo son la comunidad más rica
de España y ya no tendrán deberes solidarios para con comunidades más pobres.
Es un cálculo equivocado porque vivimos en un mundo globalizado y, a medio
plazo, el destino de cada país está unido al de la zona. Este fervor
nacionalista no tiene justificación racional y es un mal cálculo económico. Los
resultados de las últimas elecciones catalanas revelan que muchos catalanes lo
han entendido así. Ahora falta que políticos e intelectuales caigan en la
cuenta.
(Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 1 de
diciembre 2012)