21/4/15

Cataluña entre Isabel y Europa

            La serie televisiva Isabel muestra bien por qué fue tan importante la creación de un estado. Hasta ese momentos los reinos eran la suma de señores feudales que eran los que tenían ejército, dinero y poder real. Había que acabar con los Padilla, Carrillo o Mendoza que hacían y deshacían en provecho propio. Para conseguirlo, el soberano tenía que tener el monopolio de la violencia. Con ello se conseguía la unidad territorial y una mayor capacidad de defensa frente a los pueblos limítrofes con los que habitualmente se estaba en guerra. Lo tuvieron claro Isabel y Fernando, por eso España fue el primer estado moderno.

            Estas prestaciones prácticas del estado no explican, sin embargo, el prestigio del que dispondrá en el futuro y que todavía hoy sigue fascinando a los nacionalistas. La figura del estado se ha adornado con una literatura incomparable que  funciona como un canto de sirenas que seduce hasta a los anarquistas. El primer verso lo encontramos en Hobbes que comparó al Estado con el Leviatán, ese monstruo marino del que se dice en el libro de Job que "no hay poder en la tierra que se le compare". El estado representa al soberano que tiene el poder de defender a los suyos y llevarles a buen puerto, contando para ello con instituciones políticas, económicas y militares que se le sometan. Es la versión política de Dios. El otro cantor del estado es Hegel que se no fija en su poder, como Hobbes, sino en su bondad. El estado, dice Hegel, es la "totalidad ética", es decir, es el modelo político ideal porque consigue aunar los intereses de la comunidad con los de los individuos. El soberano, al velar por el bien común, está creando las condiciones para que los individuos desarrollen sus talentos individuales.


            Vistas las cosas así nada extraña que el hombre ilustrado predicara sin asomo de dudas que lo propio de cada pueblo era aspirar a tener un estado propio. Y si había pueblos que no lo conseguían era porque otros estados más fuertes se lo impedían. Pero no había que cejar, hasta conseguirlo.

            Este tipo de discursos subyace al nacionalismo catalán y a cuantos lo apoyan. Lo que pasa es que es un discurso incompleto. Olvida dos detalles que son definitivos a la hora de decidir qué hacer hoy con las aspiraciones nacionalistas. El primero se refiere a lo que el estado, sobre todo el estado-nación, tiene que sacrificar: la diferencia, la pluralidad interna. Los Reyes Católicos lo entendieron bien, por eso expulsaron a los judíos y luego, sus sucesores, a los moriscos. También el nacionalismo catalán se ha ido forjando excluyendo a los diferentes, a los charnegos de cualquier suerte. El nacionalismo agrupa a ciudadanos que tienen la misma sangre y nacen en el mismo territorio. El otro detalle, no menor, se refiere a la consideración de lo que ya ha dado de sí el nacionalismo. En el siglo XX, el nacionalsocialismo llevó la negación de la diferencia al extremo de exterminar a los diferentes. Por supuesto que no todos los nacionalismos llegan a ese extremo. No se trata de relacionar el nacionalismo catalán con el nacionalsocialismo. Eso sería absurdo. Se trata de otra cosa: que nosotros hoy, los nacidos después de esa barbarie, tenemos que plantearnos la querencia soberanista de los pueblos de otro modo distinto a los nacionalismos, a saber, garantizando la diferencia y no levantando fronteras. Vivimos en un mundo global, conformado por migraciones que van y vienen. El problema político es la convivencia entre diferentes, no la secesión del diferente. La experiencia destructora del siglo pasado explica que los nuestros son ya tiempos postnacionalistas. Lo que era evidente al ilustrado del siglo XVIII no lo es ya para nosotros, los nacidos después de la barbarie nacionalsocialista.

            Cuando se discute sobre si una Cataluña independiente estaría o no en la Unión Europea, se olvida que el proyecto de una Europa unida nace como consecuencia del fracaso de los nacionalismos. O una de dos: o se opta por levantar muros o por derribarlos. El Consejo de Europa (1949) y Comunidad Europea del Carbón y del Acero (1951), embriones de la Unión Europea, nacieron, como dice Jorge Semprún, en los campos nazis de exterminio. Había que dejar atrás los viejos nacionalismos y dar forma a una Europa unida. Mientras Europa ha sido consciente de ese pasado, la unión ha progresado; ahora que esa memoria está dormida, vuelven los nacionalismos y con ellos la dificultad de encontrar una salida solidaria a la crisis económica. Imitar a Isabel en la era de la Unión Europea es un contrasentido.

            Los nacionalistas catalanes piensan que, independizados, les irá mejor. Al fin y al cabo son la comunidad más rica de España y ya no tendrán deberes solidarios para con comunidades más pobres. Es un cálculo equivocado porque vivimos en un mundo globalizado y, a medio plazo, el destino de cada país está unido al de la zona. Este fervor nacionalista no tiene justificación racional y es un mal cálculo económico. Los resultados de las últimas elecciones catalanas revelan que muchos catalanes lo han entendido así. Ahora falta que políticos e intelectuales caigan en la cuenta.


(Reyes Mate (El Norte de Castilla, 1 de diciembre 2012)