Para entrar
en las iglesias españolas hay que pagar. No en todas ni a todas horas pero sí
en las que tienen un valor artístico especial. Quien quiera visitar el románico
de Palencia o de Segovia tiene que pasar, salvo excepciones, por taquilla. Hay
catedrales castellanas, tan impermeabilizada a la mirada del turista, que el
mero intento de empinarse para ver algo sin pagar está considerado por el
personal de custodia como un ataque a la propiedad.
No hace
mucho, la cosa era diferente. En la iglesia segoviana del Corpus Christi sonabas la campanilla y la monja te colocaba en el
torno conventual las llaves de la iglesia que en tiempos fue sinagoga. Ahora en
la mayoría de los templos hay que sacar entradas como quien va a un museo.
Hay
juristas que dudan de la legalidad del procedimiento. Esos lugares religiosos, subvencionados
por el Estado de múltiples formas, son patrimonio cultural del pueblo que
debería tener libre acceso al mismo. Pero no es el aspecto legal el que ahora
me interesa, sino el cultural, incluso el religioso.
En Roma,
París o Praga también hay templos y turistas que los visitan. En Notre Dame de París a veces hay que
tener paciencia y hacer cola; lo mismo que en la basílica de San Pedro, en Roma, que, eso sí, son
unos pesados con el largo de los pantalones o de las faldas. Pero no cobran. No
creo que la razón sea que disponen de recursos suficientes para el mantenimiento
del lugar. La iglesia francesa es más pobre que la española. La razón es otra.
Vivimos en un mundo secularizado
en el que lo religioso cada vez resulta más extraño. Hace veinte años se
preguntó a los niños españoles que dónde se habían encontrado con determinados nombres
y lugares bíblicos. La respuesta mayoritaria fue que “en Asterix”. En un cuento
habían aprendido algo de cultura bíblica y no en casa, ni en escuela, ni en la
catequesis. Hoy la respuesta no sería más alentadora.
Hay pues un analfabetismo
religioso pero hay grandes libros abiertos en piedra que han sobrevivido a
todas las novedades comunicacionales pasadas y presentes. Ahí siguen serenas y
desafiantes las cartujas, los monasterios, los conventos, las iglesias y las
catedrales. Pese a la desreligiosización de la sociedad, esos lugares no han
perdido en seducción. Puede que entre sus paredes hayan ocurrido en el pasado
historias terribles, pero es como si todo ese horror no hubiera sido capaz de
agotar su capacidad significativa. Hoy invitan al recogimiento. Son lugares de
reflexión sobre la condición humana tanto más rica cuanto mejor se conoce su
historia.
El abrir las puertas y acoger al
curioso es una inteligente forma de hacer valer el capital cultural y religioso
del que las iglesias son depositarias. El turista va armado de la mejor
disposición y agradece la información que se le proporcione, a través de
rótulos u hojas volantes; sobre todo, esos minutos de sosiego en los que puede
admirar el arte y reflexionar sobre la historia. Esa política de puertas
abiertas se complementa con inteligentes conciertos vespertinos a precios
asequibles.
Para valorar la importancia de
esos fugaces momentos contemplativos, pensemos que ese turista pertenece a un
mundo, el nuestro, en el que sólo se valora lo que se consume, es decir, viene
de un mundo en el que nada es digno de ser admirado. La alfabetización que
proporciona la visita al templo no es sólo religiosa. Puede reapropiarse de
esos gestos humanos fundamentales que constituyen la civilización. Si se hace
con discreción, sin voracidad apologética, con sentido crítico y autocrítico,
el turista saldrá con el convencimiento de que no ha perdido el tiempo y de que
por unos instantes ha tocado verdad.
Si se apuesta, como ha hecho la
jerarquía católica española, por la entrada de pago, es, evidentemente, porque
esta acogida no es lo que más la preocupa. Y debería preocuparla porque las
cosas no andan bien y la culpa no la tiene Zapatero. Las encuestas sobre el
catolicismo español son demoledoras. En poco tiempo ha pasado de influyente a casi
irrelevante. Ya son más los que se declaran no creyentes (24%) que creyentes
practicantes (18%), la cifra más baja del último siglo. La inmensa mayoría de
los que se dicen creyentes pero no practicantes o poco, confiesan que no siguen
a los obispos en los asuntos más importantes pero que sí les interesan las
enseñanzas del evangelio. Lo más llamativo es la buena opinión que tienen los
españoles no sólo de la obra asistencial de la Iglesia (Caritas, ONGs,
misiones) sino también del cura de a pie, cercano a la vida de sus parroquianos
y no envarado en las políticas de la jerarquía.
Las cifras son tan alarmantes que deberían
provocar una serena reflexión en el seno de la Iglesia y también de la
sociedad sobre el analfabetismo religioso. El cobro del templo es pieza de una
estrategia que antepone la captación de recursos monetarios a la tarea de
alfabetización cultural y religiosa de la sociedad española. Si España, a
diferencia de otros países con los mismos problemas económicos, ha tomado la
decisión de cobrar, es porque prima la recaudación de dinero sobre la atención
generosa del espíritu. Y eso, como dicen las encuestas, también se paga.
Reyes Mate (El Norte de Castilla, 1 de septiembre
2012)