Pasó sin pena ni gloria el tercer
domingo de noviembre, dedicado a conmemorar en el mundo entero las víctimas de
la carretera. Sorprende esta indiferencia si tenemos en cuenta la magnitud de
la catástrofe vial: casi un millón y medio de muertos anualmente; unos 50
millones de heridos graves. Mueren en las carreteras más que en las guerra. Y,
pese al descenso espectacular de los accidentes viales en España en los últimos
años, los expertos avisan que el futuro será peor: en el año 2030 estos accidentes se
convertirán en la quinta causa de muerte en el mundo, en tanto que en el año 2004
ocupaba el décimo lugar.
Lo que llama la atención es el fatalismo
con que se acogen estas cifras. No hay más que ver la emoción social que
despiertan las víctimas del terrorismo y el silencio con el que encajamos la
información semanal de accidentes de tráfico. ¿Cómo se explica esta pertinaz
invisibilización de las víctimas de la carretera?
La clave está en el nombre con que
las designamos: accidentes. Son algo accidental. Y ¿qué es entonces lo
substancial e importante? Pues el progreso
que consideramos un bien indiscutible porque nos salva. A él debemos que los enfermos se curen, que la
media de vida aumente y que se haya popularizado el consumo de bienes
reservados hasta entonces a pocos. Asumimos con naturalidad la autoridad del
progreso y aceptamos resignadamente que haya que pagar un precio en vidas humanas,
igual que los aztecas lo hacían con sus dioses. Los muertos o heridos graves de
la carretera son el precio inevitable.
Entiéndase bien lo que quiero decir.
Por supuesto que los responsables políticos del tráfico están luchando
denodadamente contra esa plaga moderna con las armas de que disponen:
sensibilizando a los conductores con contundentes campañas publicitarias,
mejorando las carreteras, sancionando duramente a los infractores y educando a
los conductores. Los resultados han sido espectaculares y justo es
reconocérselo. En unos pocos años hemos reducido el número de víctimas a la
mitad. Pero esa medidas educadoras y sancionadoras tienen un límite de eficacia
que los países más avanzados ya han tocado. Si queremos dar un paso más hay que
revisar el prestigio intacto de la del progreso y, por tanto, de la velocidad.
Sabíamos que la reducción del tiempo en la producción de mercancías era el
secreto del beneficio empresarial. Ahora nos hemos contagiado de esa cultura y
ciframos en la aceleración del tiempo el logro de la felicidad. Nuestro sueño
es la instantaneidad. Nos gustaría llegar al instante, de ahí que todo el
tiempo invertido en un trayecto sea tiempo perdido. Sólo interesa llegar cuanto
antes. En el pasado el viaje era una experiencia de la que formaban parte la
preparación, el disfrute del camino y la llegada a un lugar desconocido. Se
valoraba el tiempo del camino y el espacio que cruzábamos. Ahora se les sufre
como un resistencia a la aceleración que es potencialmente suicida porque el
ser humano necesita tiempo y espacio para vivir.
La primera víctima de la velocidad
es la experiencia que necesita de un tempo
más lento para poder integrar en ella las nuevas vivencias. Hacer experiencia de la vida significa dejarse
habitar por los acontecimientos hasta metabolizar un encuentro, una
conversación, el nacimiento de un hijo o la muerte de un ser querido en
vividura. Para toda digestión hace falta un tempo
lento. A todo ello hemos renunciado, canjeando la riqueza de la experiencia por
la fugacidad de las vivencia que se suceden vertiginosamente sin dejar rastro.
Será imposible luchar eficazmente
contra las víctimas viales si no cuestionamos antes la autoridad del progreso
que exige, para estar al día o para ser competitivos, estrujar el tiempo. Los
esfuerzos de la Dirección General de Tráfico o de las asociaciones de víctimas
de la carretera se estrellarán contra un muro mientras el ídolo de los medios
de comunicación sea un joven asturiano que rueda a 300 Kms. por hora o ese trío
nacional que gana los campeonatos del mundo de motos. Se impone un tiempo
muerto, como en el baloncesto, para analizar serenamente lo que mata a tanta
gente en las carreteras, lo que lleva a tantos conductores a sillas de
tetrapléjicos y a los hospitales a gastos descomunales.
Lo que nos está ocurriendo es algo
substancial y no accidental. Los muertos o heridos no son accidentes sino
víctimas de "valores" que no merecen serlo. Un cultura del progreso
basado en la velocidad, es decir, en la
constante aceleración, no produce más bienestar, sino una doble muerte:
la de la experiencia en la forma de vivir, y la de las muertes en la carretera.
No se trata de demonizar el progreso
ni de renunciar a la velocidad. Bienvenidos los trenes más rápidos y la mejora
de las carreteras. Pero el ser humano tiene que hacer un alto y entender que
para vivir humanamente necesita tiempo y espacio. El progreso debe estar al
servicio de la humanización del hombre y no el hombre al servicio del progreso.
Y esto significa que hay un punto de velocidad a partir del cual la vida humana se
deshumaniza.
Reyes
Mate (El Norte de Castilla, 4 de
diciembre 2010)